Escrito por, Jonathan Fortich
El 26 de septiembre el Gobierno de Colombia y las FARC-EP firmarán un acuerdo que pone fin a la guerra que declaró la organización guerrillera al Estado colombiano hace más de medio siglo. Pero la guerra y la violencia han hecho estragos en el territorio que hoy llamamos Colombia desde hace más de cinco siglos y es el resultado del accionar de distintos opresores que, movidos por la codicia, han explotado nuestros recursos naturales y humanos sin escatimar en la sangre derramada.
El acuerdo deberá ser aprobado por los colombianos en un plebiscito que se adelantará el 2 de octubre. Aunque parezca contrario a la razón, existe oposición a poner fin a un conflicto que nos deja ocho millones de víctimas, incluyendo 260.000 muertos, según cifras oficiales. El texto establece una serie de reformas que parecerían obvias para una democracia burguesa desarrollada; la necesidad de implementarlas demuestra las causas de esta guerra. Aquellos que dicen «no» al «acuerdo final para terminar el conflicto y construir una paz estable y duradera» siguen la orientación de la oligarquía hacendaria y la pequeña burguesía reaccionaria que encuentran a su líder en Álvaro Uribe Vélez, expresidente y senador por el partido fascista Centro Democrático (CD).
El acuerdo cuenta con el apoyo del gobierno de los EE. UU. que está dispuesto a crear un fondo de apoyo para la paz. Éste no significa ningún riesgo para el capitalismo: todo lo contrario: compañías mineras y petroleras podrán explotar zonas del territorio colombiano controladas por las FARC-EP; y no hay mejor mercado para especular en tiempos de crisis que la minería. Algo similar podemos decir de compañías agroquímicas y biotecnológicas. Una modernización del campo bajo la égida de un capitalismo internacional en crisis pone en riesgo la existencia de los hacendados como élite dominante, que también se ve afectada por la lucha contra el narcotráfico que plantea el acuerdo así como por los procesos judiciales que se adelantarían.
Sin embargo, el principal riesgo del acuerdo es su cumplimiento. Desde los días de la Colonia las élites dominantes se han encargado de incumplir cualquier acuerdo con cualquier sector del pueblo oprimido. Aún en el caso en que la clase dominante del país tenga intenciones de cumplir el acuerdo, dudamos que tengan la capacidad para hacerlo. Si algo los caracteriza es su mediocridad. Cumplir con el acuerdo de La Habana, les implica asumir la modernización de las fuerzas productivas, esfuerzo que han rechazado a cambio de someterse a las órdenes del imperialismo, y renunciar a la violencia política para dar paso a las formas de la democracia burguesa, lo que pone en riesgo parte de su poder político.
Más allá del apoyo de la «comunidad internacional», que no es otra cosa que una delegación del imperialismo, las FARC no tienen cómo garantizar el cumplimiento de los acuerdos. En este sentido resulta necesario garantizar una victoria contundente en el plebiscito. Cualquier yerro del Gobierno puede ser aprovechado por Uribe demagógicamente para llamar a algún levantamiento. Es muy diciente que mientras inicia la X Conferencia Guerrillera de las FARC-EP, donde esta organización hará oficial su apoyo al acuerdo y se constituirán en partido político, grupos narcoparamilitares se toman el poder por la fuerza en Apartadó (Antioquia). Aún si se logra poner fin al conflicto con las FARC, el Gobierno de Colombia tendrá que enfrentar al narcoparamilitarismo y a la guerrilla del ELN.
Para los trabajadores y campesinos de Colombia es muy importante poner fin a la guerra; sobre todo porque han sido los mayores victimizados. Ésta es el resultado de una lucha de clases promovida por un Estado que ante la indignación popular por su ineficiencia e irresponsabilidad, ataca con extrema violencia a los más débiles. Una conciliación de clases no es posible de manera efectiva, y menos en un país atrasado. Apoyar los acuerdos de La Habana este 2 de octubre es necesario, no para soñar la paz, sino para ganarle tiempo a la violencia y fortalecernos. Una izquierda débil y un movimiento social desarticulado abren la vía al fascismo, máxime en una América que ve avanzar a la derecha más reaccionaria. Por esto, es urgente la formación de cuadros revolucionarios y la organización de los trabajadores y campesinos alrededor de un auténtico programa socialista. Derroquemos al fascismo y construyamos la verdadera paz estable y duradera: aquella que resulta del socialismo internacional, obrero y revolucionario.