Escrito por David Rodrigo García Colín Carrillo |
Hoy en día, cuando miramos el cielo nocturno, debido a la luz producida por la vida urbana, vemos sólo alrededor del 90% de los fenómenos celestes que podían observarse a simple vista en la antigüedad; si no somos especialmente románticos o no estamos interesados en la astronomía, puede que no lo echemos de menos-basta una aplicación en el móvil para estar seguros de cuándo comienza el verano e incluso el ciclo menstrual- pero para los pueblos agrícolas de la antigüedad mirar el cielo no era un pasatiempo romántico. Para toda sociedad agraria –como lo eran las primeras civilizaciones tributarias de la historia- la observación de los cielos representa el medio por excelencia para determinar la dinámica de los ciclos agrícolas, los tiempos propicios y los nefastos, los de lluvia y sequía, los de inundaciones, el retorno de los cuerpos celestes y, en general, la medición del tiempo imprescindible para pervivir como civilización. En las civilizaciones antiguas la predicción del clima era una actividad sagrada; actualmente en los noticieros, mujeres vestidas con minifalda, presentadas como objetos, nos informan de las condiciones climatológicas de los próximos días.
La observación de los cielos fue tan importante que los fenómenos observados fueron convertidos en dioses a los que se les debía implorar. La palabra Dios proviene del sumerio Dieus que significa “resplandeciente”, o sea el Sol, y es probable que Zeus derive de esa raíz; para los egipcios el dios principal era Ra, también el sol; en la cultura romana este dios será Apolo. No es casualidad, tampoco, que la fecha del nacimiento de Cristo se haya fijado – durante el siglo IV d. C., en tiempos de Constantino – justo cuando los romanos celebraban el nacimiento de Apolo –el nacimiento del Sol-, en el solsticio de invierno; misma fecha en que los paganos celebraban a Mitra. La posición del sol durante el solsticio de invierno, así mismo, orienta los famosos megalitos en Stonehenge. Para los mexicas, igualmente, el dios principal será Huitzilopochtli, una deidad solar. Nada de esto es fortuito, toda sociedad agrícola encontrará en el ciclo solar la base para predecir los ciclos relevantes.
Ante la necesidad de predecir las crecidas del Nilo los egipcios crearon, hace unos 5 mil años, el calendario solar de 365 días, compuesto de 12 meses de 30 días –más 5 días que se añadían al final de cada año-. Esto lo hicieron, como anotó Herodoto, observando el cielo y contando el número de días que separan las crecidas del Nilo (365 días). Con algunas reformas de la época romana, este calendario es en esencia el que usamos hoy en la mayor parte del mundo. Sólo el calendario maya fue más preciso que el egipcio, éste último perdía un día –con respecto al año solar real- cada cuatro años, pero el conservadurismo religioso impidió hacer los ajustes necesarios.
De los movimientos celestes coincidentes con las fechas más importantes del ciclo agrícola nació la falsa idea de que entre los fenómenos celestes y los ciclos de la naturaleza existía una relación causal; que era el cielo –morada de los dioses y lo sobrenatural- el que determinaba el destino en la tierra, no sólo en lo que respecta a los ciclos agrícolas sino también de los hombres y aún de los imperios. Esta relación mística es la fuente de la creencia en los horóscopos y no es casual que esté presente en todas las culturas antiguas, empezando por los Sumerios. Las frívolas señoras que leen los horóscopos en la sala de espera del estilista difícilmente sospechan que esto las relaciona con los pueblos antiguos –aunque los mayas no fueran frívolos ni tienen la culpa de los alucines de Walter Mercado o de que en nuestros días sea un instrumento para idiotizar a las masas-. En varios aspectos nuestra sociedad capitalista no ha avanzado mucho desde los tiempos en que los augures romanos visualizaba el futuro en las tripas de los animales, los chinos en las fracturas de los huesos (“huesos oráculo”) o los mexicas en las expectoraciones mucosas de los chamanes cuando entraban en estado de trance.
Dado que los fenómenos celestes determinaban el destino de los individuos, los mexicas, por ejemplo, debían tomar precauciones para impedir efectos indeseables. El códice florentino registra un caso llamativo: “Y a las preñadas, cuando todavía no están bien formados sus hijos, les impedían que vieran hacia arriba, que miraran cuando salía la luna. Les decían: No veáis la luna. Serán enfermizos, o quizá tendrán labios leporinos vuestros hijos”.1 La razón de esta aparentemente desconcertante relación entre la luna y el labio leporino, revela una lógica oculta, se trata de una interesantísima hipótesis expuesta por López Austin: la luna es como un recipiente, como un útero que contiene en su interior a un conejo agazapado; cuando la luna es plena el útero está lleno de líquido, pero cuando hay eclipse la luna es como un recipiente que se inclina y vacía su contenido. Entre la luna y las mujeres preñadas existe una relación mágica, la luna es una deidad femenina que está preñada de un conejo; si el líquido divino de la luna que eclipsa entra en contacto con la madre embarazada aquél puede afectar al recién nacido, provocando que el labio del bebé se parta en dos como el labio del conejo o como la apertura del recipiente que se vacía. De forma análoga al razonamiento anterior, a las mujeres embarazadas se les recomendaba no comer tamales que se hubieran adherido a la olla2: no fuera a suceder que el niño se aferrase al útero. .3 ¡Sorprendente relación del pensamiento mágico!
Los calendarios no son simples instrumentos para registro del tiempo, también son la plasmación de las relaciones sociales imperantes: las fases lunares suelen tener mayor relevancia –aunque no exclusiva- para sociedades cazadoras recolectoras, las solares para sociedades agrícolas, algunos fenómenos celestes fueron el símbolo del surgimiento de la civilización, otros simbolizaron la guerra.
Las fases de la luna son más fáciles de identificar a simple vista y, por ello, más accesibles para relacionarlas con los patrones migratorios de algunas especies; además, en tanto las lunaciones coinciden con los periodos menstruales –sumado al papel relevante de la mujer en las sociedades recolectoras-, la luna suele ser un símbolo asociado a la fertilidad y al género femenino, si a ello añadimos que las sociedades que viven en bandas y aldeas suelen tener patrones de filiación y residencia matrilineal y matrilocal –lo cual es, ante todo, la expresión del importante papel de la mujer en la producción- no es casualidad que sea posible rastrear un culto a la luna que parece anteceder a los cultos solares de las sociedades civilizadas (es decir, estatales).
Es posible interpretar la progresiva subordinación de los calendarios lunares por otros solares como la supeditación de lo femenino a símbolos asociados a la guerra y al surgimiento del excedente de producción del que se apropió una clase dominante abrumadoramente masculina. En relación con esto, el movimiento solar no sólo es más idóneo para medir el ciclo agrario –ya que lo determina- sino que la observación precisa de su movimiento es una actividad especializada que sólo puede sostenerse gracias a la producción agrícola necesaria para alimentar a sacerdotes profesionales improductivos. Esta es otra razón de la dominancia de los calendarios solares en todas las civilizaciones antiguas.
Sea como fuere, los calendarios solar y lunar terminaron combinándose –subordinando a e éste último- de forma parecida a como el calendario juliano y gregoriano que nos rige en la actualidad conservó los doce meses (mens, raíz indoeuropea, significa luna; al igual que el mes maya de 30 días, “uh” –luna-) y las 12 lunaciones anuales –origen de las 12 casas del zodiaco, las “casas” que atraviesa el Sol en su movimiento-, calendarios lunares que hunden sus raíces en la prehistoria. Inicialmente, de forma similar, la Pascua judía – que en hebreo significa “paso”, es decir, transición de una fase de la luna- era una festividad dedicada a la primer luna llena que sigue al equinoccio de primavera, una festividad muy antigua, probablemente anterior a la época de los patriarcas; en el Concilio de Nicea –en el 325 d. C.- se acordó que esta fecha sería donde los cristianos conmemorarían en adelante la resurrección de Cristo, una fecha con doce horas de luminosidad y doce horas de luna llena, adecuada para festejar una resurrección y ascensión supuestamente luminosas.
De hecho, nuestra palabra «calendario» deriva del ritual de proclamación del primer día de cada mes que presidían los sumos sacerdotes romanos, «proclamación» conocida como «calendas».4 Es muy probable que las «calendas» fueran un ritual superviviente de la época tribal. Aunque los romanos civilizados rigieron el tiempo conforme a los ciclos agrícolas, su calendario –antes de la reforma de Julio Cesar- estuvo basado en las doce lunaciones anuales, con meses de veintinueve días y medio. El problema del calendario lunar, para una sociedad agraria y civilizada, es que éste tiene once días de retraso con respecto al solar y para el año 45 a.C. los romanos vivían con un calendario que ya acumulaba ochenta días de atraso y ya no servía para prever los ciclos productivos, sólo servía para prever las lunaciones, cosa que ya a nadie le importaba prever. Julio Cesar resolvió el problema –con la asesoría de un astrónomo egipcio llamado Sosígenes-: para adoptar el cómputo egipcio, alargó el año 46 a. C. –“el año más largo de la historia de la civilización, conocido como el año de la confusión”, dice Asimov- y agregó dos meses al calendario más los años bisiestos. Y aunque al mes de su cumpleaños (el quinto, llamado “quintillis”) le puso su nombre (Julio), no se preocupó por reformar otros nombres de los meses del nuevo calendario –que nosotros conocemos como Calendario Juliano-, por ello, “octubre”, “noviembre” y “diciembre” –que derivan de las palabras latinas que significan: ocho, nueve y diez- perdieron su sentido original.5 Octavio “Augusto” –el primer emperador romano- no quiso quedarse atrás y renombró el mes de su cumpleaños (sextilis) como Augustus. Pero este calendario, aún conteniendo el nombre de un conquistador y un emperador, no dejaba de tener once minutos de sobra con respecto al año solar real; por ello el Papa Gregorio XIII, en 1582, reformó el calendario– en honor al papa lo llamamos Calendario Gregoriano- para eliminar los diez días que se habían acumulado a esa fecha y hacer coincidir el año civil con la Pascua (el equinoccio de primavera). A pesar de todos estos cambios, en esencia, nuestro calendario moderno se lo debemos a los egipcios –y a los mayas que tuvieron otro más preciso, descubierto de forma independiente-. Desde entonces los meses ya no coinciden con las lunaciones que les dieron origen, pero sí sirven para medir el año solar. No fue la primera ni la última vez que una vieja herramienta se adaptó a un nuevo propósito.
La historia es una “vieja avara” que no se deshace de lo que ha obtenido, lo que pierde es porque lo esconde en el ropero. En la historia incluso lo que se pierde se conserva de alguna manera, todavía hoy –a pesar de vivir en un mundo predominantemente urbano- tenemos una semana de siete días, cada uno asociado a los siete cuerpos celestes conocidos por el mundo grecorromano, empezando por el lunes (la luna de nuevo) y finalizando con el domingo – dominus invictus (el Sol)-. En el mundo del habla inglesa estos mismos días fueron representados con los dioses nórdicos equivalentes a la versión romana, incluyendo a Odín o Woden (Wednesday), Thor (Thursday) y Freya (Friday). Los rastros del pasado permanecen, sólo hay que saber dónde buscarlos.
Pero si las semanas, los meses y los años son herencia de la antigüedad, ¿Qué pasa con nuestras horas, minutos y segundos? Éstos derivan del sistema sexagesimal (base 60) de los sumerios-babilonios. ¿Cómo surgió esta curiosa manera de contar? Para entender esto primero analicemos cómo la humanidad descubrió los números. No es casualidad que la mayoría de los sistemas numéricos (indoeuropeos) sean decimales: los seres humanos aprendimos a contar hace decenas de miles de años usando lo que teníamos a la mano: ¡nada más “a la mano” que los dedos de las manos! De hecho el término “dígito” proviene de una palabra latina que significa “dedo” -nuestro aparentemente sofisticado concepto “digital” proviene de un término tan prosaico, en último análisis, de un apéndice que a los niños les sirve para sacarse los mocos- Pero algunas otras culturas, como los normandos y mesoamericanos, quizá utilizaron también los “dígitos” de los pies para ayudarse a contar (no sólo recurrieron a lo que “tenían a la mano” sino lo que “tenían a los pies”), dando origen al sistema vigesimal. Antes de pensar que la hipótesis suena a chiste, consideremos que aún hoy la tribu Fore de Nueva Guinea –que cobró notoriedad en los medios durante los 50s y 60s por la rara enfermedad que adquirieron debido a la costumbre ritual de comer el cerebro de sus parientes difuntos- “contabiliza objetos [nos dice Jared Diamond] con los diez dedos de las dos manos, luego los diez dedos de los pies y, por último, una serie de puntos a lo largo de los brazos”. 6 Con este inteligente método pueden calcular a simple vista el número de boniatos (camote polinesio) en un montón, con una precisión asombrosa.
Los sumerios usaron los dedos de las manos de un modo más sofisticado pero esencialmente idéntico (se trata de contar dedos), dando origen a un sistema de base 60: utilizaban el pulgar (el dedo gordo) de cualquier mano para señalar las falanges (huesitos) de los cuatro dedos restantes, contando, así, del uno al doce; para números superiores se usaban los cinco dedos de la otra mano para marcar hasta cuatro grupos de 12 (12×5=60). Así nació el sistema sexagesimal que; además, tiene sus virtudes sobre el decimal, como tener muchos divisores, facilitando el cálculo de fracciones. Otra herencia sumeria son los 360 grados del círculo, relacionado, probablemente, con los días del año sumerio –otra versión sostiene que es el número de grados que se pueden trazar en un círculo utilizando escuadra y compás, pero algunos matemáticos han objetado que si fuera así se podría haber elegido entre otros números -. Sea como fuere, existe un enlace evolutivo entre el conteo de camotes, como lo hace el pueblo Fore, y el sistema digital de nuestras computadoras modernas. La idea de que las matemáticas surgieron de la razón pura –o de la mente de dios- no es más que un prejuicio estúpido.
Ni el calendario ni los números –junto con sus extravíos como los horóscopos y la religión pitagórica- cayeron del cielo. Surgieron como herramientas para controlar el mundo, herramientas que la producción material de la humanidad hizo necesarias en cierta etapa de nuestra historia. Reflejan, a su modo, no sólo el conocimiento del mundo material –el aspecto imperecedero del proceso histórico- sino las relaciones sociales imperantes e inevitablemente cambiantes. Los calendarios lunares de las sociedades igualitarias, en contraste con los solares de las sociedades clasistas, demuestran el carácter histórico de aquello que creemos eterno y consagrado por la religión, la superstición y la astrología. Pero en este mundo no existe nada eterno, ni el calendario ni -mucho menos- el capitalismo.
1 López Austin, Alfredo, El conejo en la cara de la luna, México, INAH/Era, 2012, pp. 94-95.
2 Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de la Nueva España, México, Porrúa, 2013, p. 272.
3 Matos Moctezuma, Eduardo, “Embarazo, parto y niñez en el México prehispánico”, en: Arqueología Mexicana, Vol. X, núm. 60, marzo-abril, 2003, p. 17.
4Asimov, Isaac, La república romana, Madrid, Alianza editorial, 1989, p. 46.
5 Cf. Ibid. pp. 223-225.
6 Diamond, Jared; El mundo hasta ayer, México, Debate, 2013, p. 318.