Escrito por: David Rodrigo García Colín Carrillo
Los invasores no sólo destruyeron físicamente una vieja civilización, trataron de aplastarla ideológicamente, quemaron inmisericordemente los viejos libros, destruyeron sus dioses de piedra o los usaron de cimientos para sus catedrales. En otros casos enterraron –literalmente- viejos símbolos. Tal fue el caso de la “madre de los dioses” la Coatlicue –hoy expuesta en el Museo Nacional de Antropología- que fue sepultada bajo tierra. La diosa fue reencontrada accidentalmente en 1790 cuando en tiempos de Revillagigedo se empedró parte de la Plaza de Armas (ahora Zócalo), fue enviada a los patios de la Real y Pontificia Universidad (calle de San Ildefonso). Los indios acudían a venerarla, le llevaban veladoras y ofrendas, incluso a escondidas en la noche cuando los actos de devoción al monolito fueron prohibidos por las autoridades; tal fue la “necedad” de los indígenas, quienes más de 200 años después aún mantenían ciertas tradiciones, que las autoridades virreinales volvieron a enterrar a la madre de los dioses. La diosa de la falda de serpientes vio la luz brevemente pocos años después cuando la mandó exhumar un curioso Alejandro de Humboldt para estudiarla; volvió a descansar bajo la tierra que simbolizaba, hasta que fue finalmente rescatada después de la consumación de la Independencia. El temor supersticioso de las autoridades virreinales no era tan infundado: cuando la “necedad” indígena se viera canalizada a través del naciente nacionalismo mestizo explotaría una revolución.[1]
El monolito de la Coatlicue tiene tallado en su base otra de las advocaciones de la tierra: Tlaltecutli, grabado que hizo pensar a León y Gama en 1792 que se exhibía de alguna manera en tiempos prehispánicos suspendido en el aire – ¡qué otra explicación tendría un grabado que nunca sería visto!-; sin embargo, Tlaltecutli no había sido tallada en la base de la colosal escultura para ser contemplada por el hombre, sino para conectarse con el elemento natural que representaba: la tierra. Por ello, los indígenas que fueron obligados por los españoles a destruir la Gran Tenochtitlán y construir con los mismas piedras la ciudad colonial, trataron de conservar parte de su cosmovisión colocando como base de las columnas de los nuevos edificios a la diosa Tlaltecutli siempre con la imagen pegada a la tierra.[En la imagen: Diosa Coatlicue, Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México].
Cuando –según relata Matos Moctezuma- el alarife o fraile que hacía las veces de capataz reclamaba a alguno de los indios esclavizados: “oye, que tenéis allí uno de vuestros monstruos [los indios solían responder] No se preocupe su merced, va a ir boca abajo. Ah, bueno, pues así es como tenía que ir”. Vale la pena señalar que Coatlicue o Cihuacóatl fue la diosa que, según relatos prehispánicos, se lamentaba por las calles llorando por sus hijos: “muchas veces se oía: una mujer lloraba; iba gritando por la noche; andaba dando grandes gritos. -¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos! Y a veces decía: -Hijitos míos, ¿a dóde os llevaré?”[2], llanto que no sólo fue el sexto de los ocho presagios funestos que -según las crónicas- anunciaron la caída de los mexicas sino que es la raíz de la leyenda colonial de La Llorona. Si bien es evidente que los presagios funestos fueron reinterpretados o inventados a posteriori –práctica común de los chamanes el de leer sucesos como presagios de eventos que ya ocurrieron- no deja de ser una manifestación trágica la de un pueblo que manifiesta el dolor de su destrucción a través de llanto impotente de su diosa madre. Así, el llanto de La Llorona no fue, originalmente, el de una madre cualquiera por los hijos asesinados por mano propia, sino el de una diosa madre por la pérdida de toda una colectividad a manos de los invasores y sus aliados.
Curiosamente, mientras la Coatlicue estuvo confinada en un especie de corral de madera en el patio de la Universidad, el monolito estaba enfrentado a la escultura de bronce en honor a Carlos IV de España –figura mejor conocida como “El Caballito”, ahora depositado en la Plaza Tolsá-. Esta escultura representaba la dominación colonial y la otra a una cultura sepultada, ambas cara a cara, mientras las contradicciones sociales se acumulaban a pocos años de que un cura encabezara la revuelta bajo la bandera de una Tonantzin mestiza, otro símbolo de fertilidad. La misma “necedad” la encontramos en la devoción a la tierra o a Tonantzin, sólo que en esta ocasión la diosa no será enterrada sino reinventada. La iglesia no tendrá otro remedio que apropiarse de Tonantzin para convertirla en la Virgen María, una virgen morena, única forma de imponer los ritos católicos a los pueblos indios que sobrevivieron el holocausto de la conquista. Para ello inventarán una leyenda.
La medusa
Entre los símbolos y divinidades asociados a la diosa madre de los mexicas -Coatlicue (“la diosa de la falda de serpientes”)- y, por otra parte, los símbolos asociados a la gorgona Medusa, de la mitología griega, existen similitudes interesantes que derivan de símbolos femeninos compartidos, aunque entre estas culturas no existió contacto alguno pero sí algunas relaciones similares con la tierra.
La Medusa fue una diosa Libia –Lamia o Neth-relacionada con la luna, lo acuático y la fertilidad que los griegos fusionaron con otras deidades femeninas del mundo antiguo –por ejemplo, incorporaron las alas de la diosa egipcia Ishtar, el torso de mujer y cuerpo de serpiente de la diosa de la tierra Equidna; los colmillos de serpiente de la Gorgona cretense-.[3] Originalmente las serpientes de Lamia o Neth no estaban en sus cabellos sino en el cinturón de tres serpientes entrelazadas representativas –junto con los colmillos viperinos- de diosas de la tierra –quizá los cabellos gruesos africanos se transformaron en serpientes-.
La palabra Medusa deriva de Medha, en sánscrito; Metis, en griego, y Maat en egipcio antiguo que significan “sabiduría femenina», lo que hace referencia al conocimiento de las antiguas sacerdotisas. Medusa era una de tres gorgonas (Medusa, Esteno y Euríale) representativas de las tres fases principales de la luna (creciente, llena y menguante)–por eso su cinturón es de tres serpientes-. Es posible que esta trinidad sea la razón de que también nos encontramos con tres Grayas (Dino, Enio y Penfredo)–ancianas que vivían en una oscura cueva compartiendo un ojo por turnos y a las que Perseo obliga a revelar cómo encontrar a Medusa-; o a las tres hechiceras del destino (Euribia, Estigia y Hécate) las que cortaban los hilos de la vida de los hombres y que vivían en una cueva cerca al Hades (de nuevo observamos las referencias a la tierra y el inframundo, asociados a lo femenino). [En la imagen: Gorgona de inspiración Libia, siglo VII a. C. Museo Arqueológico de Corfú]
La trinidad se relaciona, también, con los tres niveles verticales del cosmos (cielo, tierra e inframundo), división que está muy presente, igualmente, en el mundo mesoamericano. Por otra parte, la palabra gorgona proviene de la raíz griega “Gorgón” que significa terrible, ya fuera porque para los Libios la tierra era-al igual que en Mesoamérica- una diosa que podía tornarse terrible o porque los primeros griegos les pareció que los dioses Libios eran terribles. Quizá no sea casualidad que la Medusa convirtiera a los que la miran a los ojos en roca, ya que las cuevas y lo relacionado con ellas fue desde los más remotos tiempos asociados a la madre tierra.
Finalmente, Medusa es decapitada por Perseo, mutilación que representa -al igual que el desmembramiento de la diosa lunar Coyolxauhqui por parte de Huitzilopochtli- la derrota de pueblos que adoraban a deidades femeninas; en el caso de la mitología griega, por las antiguas tribus helenas de tiempos homéricos; en el caso de Coxolxauhqui, la derrota de los símbolos femeninos por otros de raigambre guerrera. Estas deidades arcaicas fueron incorporadas en los cultos griegos y la Medusa se convirtió en una máscara protectora usada en diversos rituales.
Es claro, no obstante, que los diferentes dioses antiguos en Mesoamérica y el mundo Mediterráneo reflejaban la historia e idiosincrasia propias de cada cultura y contextos muy diferentes, por tanto, no es posible llevar las similitudes entre Coatlicue y la Medusa más allá de ciertos límites; aún así las coincidencias expresan algunas relaciones sociales similares: el culto a la tierra, referencias a fenómenos naturales y viejas deidades asociadas a la tierra: las serpientes, las cuevas, lo acuático, la fertilidad y la magia.
[1] Matos Moctezuma, Eduardo; Las piedras negadas, México, Conaculta, 1998. pp. 17-44.
[2] León Portilla, Miguel; El reverso de la conquista, México, Joaquín Mortiz, 1989, p. 31.
[3] Bermejo Barrera, J. Mitología y mitos de la Hispania prerromana I,Madrid, Akal, 1994, p. 157.