En la vida cotidiana, y desde que somos pequeños, se nos repite de manera incesante, que la estructura social se organiza en tres grandes categorías: clase baja, clase media y clase alta. Esta división, ampliamente aceptada y promovida, ha generado la creencia generalizada entre los trabajadores de que el objetivo es formar parte o aspirar a integrar la denominada «clase media». No obstante, este concepto resulta ser ambiguo científicamente. Hasta mediados del siglo XIX, la noción de clase media hacía referencia a la burguesía emergente, un grupo social que ocupaba una posición intermedia entre la aristocracia terrateniente y financiera, conocida como «clase alta», y las clases trabajadoras, campesinas y los sectores más empobrecidos de las urbes, agrupados bajo la denominación de «clase baja». Sin embargo, el concepto de clase media no se transformó al mismo ritmo que las condiciones sociales y económicas de las sociedades capitalistas y lejos de reflejar una estructura social en constante cambio, la clase media se mantuvo como una categoría difusa que, con el tiempo, fue absorbida en gran medida por los mecanismos ideológicos del sistema. A lo largo de las décadas, la imagen de la clase media fue promovida como el arquetipo al que todo obrero debía aspirar, convirtiéndose en el ideal de un asalariado con “alto poder adquisitivo”.
Esta división obedece a una lógica burguesa, en donde se vincula la división de la sociedad en clases a las relaciones de distribución más que a las relaciones de producción. Pero por más elevados que sean los ingresos de la llamada «clase media» no poseen los medios materiales necesarios para producir de manera independiente. Carecen, por tanto, de la propiedad sobre los medios de producción, los cuales son determinantes en la estructura social y económica. Su existencia depende, en última instancia, de su capacidad de intercambiar su trabajo por un salario, al igual que las clases más empobrecidas. En este sentido, su condición no difiere esencialmente de la de la «clase baja»: ambos son despojados de los medios de producción y se ven obligados a vivir de su trabajo en tanto que fuerza laboral.
Lo anterior nos lleva a una pregunta fundamental: ¿Qué es, entonces, la clase media? No se trata de un planteamiento negacionista; empíricamente, sabemos que existe una diferencia, al menos superficial, dentro de la masa de asalariados. Existen sectores con condiciones de vida superiores al grueso de los obreros, aunque comparten con ellos la ausencia de propiedad sobre los medios de producción. ¿Dónde radica entonces la diferencia? Aquí es donde resulta necesario analizar la composición real de estas capas intermedias dentro de la estructura de clases. La clase media, es un término general que abarca a los sectores situados entre la clase dominante y la clase productora —es decir, entre la burguesía y el proletariado—. Esta posición intermedia les otorga un carácter específico y diverso, ya que no constituyen una clase homogénea con intereses propios, sino que oscilan entre los polos fundamentales de la sociedad capitalista. En diversas coyunturas, ninguna de las clases principales puede prevalecer sin atraer a una fracción significativa de estas capas a su lado.
En términos estructurales, las clases medias comprenden diversos sectores, entre ellos la pequeña burguesía, formada por pequeños empresarios que, pese a poseer medios de producción, están sujetos a la competencia y a la constante amenaza de proletarización. También incluyen a los profesionales de altos ingresos, cuya posición social depende más de su papel en la división del trabajo y en la producción ideológica del sistema que de una propiedad real sobre los medios de producción.
Otros sectores, como los pequeños propietarios campesinos y los trabajadores de cuello blanco, conforman capas que, aunque disfrutan de ciertos privilegios económicos o una estabilidad relativa, no escapan a la lógica general de explotación capitalista. En el caso de los empleados administrativos y técnicos, su rol en la gestión y supervisión del trabajo asalariado los coloca en una posición contradictoria: si bien comparten con el proletariado la condición de asalariados, su función dentro del aparato productivo puede acercarlos ideológicamente a la burguesía. De hecho, esto se extiende a los demás sectores mencionados, cuyas condiciones materiales pueden llevarlos a identificarse con los valores y comportamientos de las clases dominantes, en lugar de con las amplias masas trabajadoras.
Sin embargo, sería un error abordar esta cuestión en términos absolutos. La conciencia de estas capas intermedias no es homogénea ni inmutable. En particular, los trabajadores asalariados con ingresos relativamente altos siguen estando sujetos a las condiciones del capital: toda mejora en su nivel de vida depende de la rentabilidad capitalista y se mantiene dentro de los márgenes impuestos por la acumulación. Las conquistas salariales y laborales obtenidas por la clase obrera han sido producto de la lucha y la organización, pero no son permanentes ni irreversibles. En tiempos de crisis económica, reestructuración del capital o retrocesos políticos, muchas de estas mejoras pueden ser revertidas.
Al final, todos los asalariados compartimos un mismo destino. Algunos con mayores comodidades, otros al filo de la miseria, pero todos sujetos a la inestabilidad de un sistema senil y en decadencia. Una crisis, una enfermedad, el cierre de la empresa donde trabajamos, y la ilusión de seguridad se desvanece: estamos a un paso de la desposesión absoluta. Nos atan las mismas cadenas, no con la misma fuerza, pero nos atan. Solo la organización consciente de nuestra clase, y la revolución proletaria, podrá romperlas.