Escrito por: Alan Woods
En la antigua Roma, la clase dominante mantenía su posición en el poder, ofreciendo al pueblo pan y circo. Ayer [26 de septiembre] millones de personas vieron el primer debate de la campaña a las elecciones presidenciales de Estados Unidos, que se celebró en la Universidad de Hofstra, Nueva York. Este fue el equivalente moderno al tipo de circo que solía servir de espectáculo para desviar la atención de las masas de sus miserables condiciones de existencia.
Durante muchas décadas, en los EE.UU. no ha habido nada que pudiese describirse como una vida política seria. Los demócratas sucedían a los republicanos y los republicanos sucedían a los demócratas, sin que nadie notara mucha diferencia. La situación real fue bien descrita por el gran escritor estadounidense Gore Vidal cuando escribió: «Nuestra República tiene un partido, el Partido de la propiedad con dos alas de derechas.»
Recientemente, sin embargo las cosas han comenzado a cambiar en los Estados Unidos. La política de repente se ha vuelto interesante. La reciente campaña presidencial cobró vida con la aparición de dos tipos diferentes de candidatos que, desde lados opuestos del espectro político, presentan un desafío al orden político existente.
El enorme éxito de Bernie Sanders, que surgió de la nada para presentar un serio desafío desde la izquierda a Hillary Clinton para la candidatura del Partido Demócrata, fue el acontecimiento más significativo. Esto se reflejó en la derecha por el irresistible ascenso de Donald Trump, un rebelde multimillonario y populista de derecha. Esto representa el comienzo de un cambio fundamental en la política en los EE.UU..
La razón por la cual estos acontecimientos causaron una gran preocupación en la clase gobernante de Estados Unidos está a la vista. Durante generaciones la estabilidad del sistema político de Estados Unidos estuvo garantizada por el dominio de los dos gigantes políticos: los partidos Demócrata y Republicano. Pero la crisis del capitalismo ha producido en los EE.UU., al igual que en muchos otros países, un estado de ánimo de amargo desencanto con el orden político existente. El «centro político» empieza a desintegrarse, causando un cambio brusco tanto hacia la izquierda como hacia la derecha. Es esta polarización lo que la clase dominante teme con razón.
Con la capitulación de Bernie Sanders, el Partido Demócrata volvía a tener un candidato que podía gozar de la plena confianza de Wall Street y del establishment en la persona de Hillary Clinton. Pero las cosas no van tan bien del lado de los republicanos. El establishment ve en Donald Trump un inconformista impredecible en el que no confían para ostentar el poder político. Sin embargo la victoria de Trump ahora se ha convertido en una posibilidad real.
A mediados de agosto, Hillary Clinton, había alcanzado una ventaja en los sondeos aparentemente insuperable, de ocho puntos porcentuales más que Donald Trump. Los modelos de previsión le otorgaban unas probabilidades de victoria de casi el 90%. Los mercados de apuestas le dieron un 80% de probabilidades de éxito. Pero a fecha del Día del Trabajo (Labor Day, el 5 de septiembre), Trump había reducido esa ventaja a la mitad. Ahora Clinton apenas mantiene una ventaja de un punto. A tan solo seis semanas de las elecciones presidenciales, es imposible predecir el resultado.
Clinton ha perdido aún más terreno en muchos sondeos estatales del que ha perdido a nivel nacional. En Iowa, donde Obama llevaba una ventaja de 10 puntos en 2008 y 6 puntos en 2012, parece ser que las cosas se le escapan de las manos: las dos últimas encuestas la sitúan en desventaja por 8 y 5 puntos respectivamente. Las encuestas recientes del segundo distrito del Congreso de Maine, que otorga un voto electoral independiente del ganador a nivel estatal, pusieron a Trump por delante por 11, 10 y 5 puntos respectivamente. Las últimas encuestas dan a Trump una ventaja de al menos 3 puntos en Ohio. En Florida, donde Clinton tenía una ventaja de 4 puntos a finales del verano, las cosas ahora se ven muy inciertas.
Los poderes fácticos, por tanto, se han propuesto destruir a Trump y bloquear su acceso a la Casa Blanca. El debate de ayer (26 de septiembre) formaba claramente parte de esta maniobra. Este supuesto debate era el equivalente político a una telenovela y tenía más o menos el mismo nivel intelectual. Sin embargo, además de su valor como entretenimiento popular y como sustituto de la política real, tenía un propósito muy serio, a saber, desacreditar a Donald Trump.
Los enemigos de Trump esperan repetir la experiencia del famoso debate televisivo entre Nixon y Kennedy, que claramente expuso las debilidades de aquel. En un principio, sin embargo, Trump, que se parece mucho a un boxeador de los pesos pesados, o en todo caso a un rufián, entró con fuerza. Por el contrario, su oponente vaciló en una pregunta sobre la economía. Durante un tiempo Trump comenzó a aparecer, si no del todo presidenciable, al menos como algo más que un simple reto para una ex senadora y secretaria de Estado.
No es ningún secreto que Hillary es la candidata del establishment estadounidense. Ella es vista como un «par de manos seguras.» Elegantemente vestida, cuidada y peinada, con un discurso impecablemente elaborado, era la personificación de todo lo que los poderosos hombres de negocios que la apoyan puedan desear. Ella es también la personificación de todo lo que millones de estadounidenses de a pie odian.
Para muchos estadounidenses, la larga experiencia política de Hillary Clinton, lejos de ser una ventaja, es más que nada una característica negativa. Ella es vista muy correctamente como una criatura de la camarilla de políticos profesionales que siempre han dominado la vida política en Washington. Trump hábilmente volvió esto en su contra, lanzándole en su discurso cosas a la cara como: “usted ha estado en la vida pública durante 30 años, así que ¿por qué no resolvió todos estos problemas de los que sigue hablando?”
Al ver a estos dos gladiadores de los tiempos modernos dando vueltas uno alrededor del otro, observándose en busca de algún punto débil en la armadura del contrario, donde asestar un golpe mortal, uno podría haber llegado a la conclusión de que Trump inicialmente tenía la sartén por el mango. Sin embargo, los acontecimientos posteriores disiparon rápidamente esta ilusión óptica. En este combate de gladiadores, uno de los dos antagonistas tenían una ventaja imprevista: el árbitro estaba de su lado.
Después de las predecibles amabilidades de rigor al inicio, las cosas pronto comenzaron a volverse más interesantes. Al cuarto de hora de comenzar un debate que duraría una hora y media, los dos candidatos empezaron a gritarse el uno al otro. El moderador, Lester Holt, parecía tener algunas dificultades en impedirles llegar a las manos, con Clinton lanzando un torrente de ataques personales contra Trump y éste contestando del mismo modo. Clinton estaba bien preparada y se había beneficiado de muchas horas de entrenamiento de parte de asesores políticos altamente cualificados en las artes oscuras del abuso político. Pero se volvió intolerablemente ampulosa y tediosa.
En este punto se recurrió al arma secreta de forma rápida y eficaz. El moderador, Lester Holt, que claramente se había preparado de antemano para intervenir en nombre de la damisela en apuros, lanzó de repente su red sobre el candidato republicano. Triunfalmente blandió su tridente sobre su víctima, exigiendo saber por qué Trump había afirmado, durante muchos años, y haciendo caso omiso de los hechos, que Barack Obama no había nacido en Estados Unidos.
Pillado en una red enmarañada, nuestro gladiador se encontraba en dificultades. El intercambio resultante podría haber salido de las páginas de un drama surrealista.
Este fue un ejemplo clásico de una emboscada televisiva bien preparada. Trump se desinfló como un neumático que pasa a gran velocidad sobre un clavo del veinte. El debate prosiguió para centrar la atención en sus asuntos fiscales, un tema que está envuelto en tanto misterio como el de la canonización de la Madre Teresa de Calcuta.
Aquí hay que admirar la mucha «cara» del hombre. En el pequeño detalle de no pagar impuestos federales, proclamó con orgullo: «Eso me hace inteligente», algo de lo que se podría decir que no es del todo falso. Si hay una cosa en la que Trump es un experto es en llamar negro a lo blanco y blanco a lo negro. Él negó haber dicho cosas sobre la guerra de Irak y el cambio climático que sí que había dicho. Pero ¿por qué dejar que los hechos estropeen una buena historia?
En resumen, todo fue según lo planeado. A Donald Trump se le mostró como un mentiroso compulsivo, mientras que Hillary Clinton fue capaz de presentarse a sí misma como una persona hábil y tranquilizadora. Sus observaciones finales, que debió de haber ensayado frente al espejo durante varias semanas, eran muy presidenciales en el estilo:
«Las palabras importan cuando te presentas a presidente. Y realmente importan cuando eres presidente. Y quiero tranquilizar a nuestros aliados en Japón y Corea del Sur y otros lugares con los que tenemos tratados de defensa mutua y vamos a cumplir con ellos.
«Es esencial que la palabra de los Estados Unidos sea dada por buena. Y por lo que sé esta campaña ha causado algunos cuestionamientos y preocupaciones por parte de muchos líderes de todo el mundo. He hablado con un número de ellos. Pero quiero, en mi propio nombre, y creo que en nombre de la mayoría del pueblo estadounidense, decir que, nuestra palabra es buena».
Con este golpe magistral, tan digno de una experimentada ex secretaria de Estado y Primera Dama, la señora Clinton llamó exitosamente en su ayuda no sólo a «la mayoría del pueblo estadounidense», sino también en buena medida a esos «muchos líderes de todo el mundo», con quienes, a diferencia del Sr. Trump, tiene un acceso privilegiado y relaciones frecuentes.
Los medios de comunicación de inmediato afirmaron que Hillary Clinton había triunfado en la arena. Pero entonces esto era lo que iban a decir de todos modos, ¿verdad? La intención de los organizadores de este debate era transparentemente obvia. Fue diseñado para hacer que la gente pensara que Donald Trump no está cualificado para ser presidente.
Sin embargo, no necesariamente ha tenido el efecto deseado. Los que pensaban desde el principio que la señora Clinton es una criatura deshonesta de Wall Street y del establishment de Washington no habrán visto nada que les haga cambiar de opinión. A pesar de la sentencia de los medios de comunicación, un montón de personas que vieron el debate habrán llegado a la conclusión de que Donald Trump ganó.
El resultado de la elección presidencial sigue siendo una cuestión abierta. De acuerdo con las encuestas, incluso en esta etapa tardía, aproximadamente el 10-20% de los votantes dicen que están indecisos, o piensan votar a favor de un tercero. Lo que esta campaña ha demostrado es que bajo la superficie de la vida política estadounidense hay un estado de ánimo de descontento masivo contra el status quo. En una peculiar forma distorsionada, incluso el apoyo al reaccionario Trump, es una manifestación de este sentimiento.
Que las elecciones presidenciales den como resultado la victoria de Trump o Clinton, no causará ninguna diferencia fundamental para la vida de los estadounidenses de a pie. Ambos representan los intereses de las grandes empresas y actuarán en consecuencia. A pesar de los faroles y bravatas de Trump y de sus intentos por aparecer como representante de la gente común y un enemigo del establishment, pronto se verá dominado por las personas que realmente controlan los EEUU, los banqueros y los capitalistas de Wall Street. Independientemente de quien gane el 8 de noviembre, los trabajadores de los EE.UU. serán los perdedores.
El apoyo colosal alcanzado por Bernie Sanders muestra que una parte considerable de la población estadounidense está buscando ideas socialistas. En última instancia Sanders traicionó la confianza que millones de estadounidenses que se movían hacia la izquierda habían depositado en él. Pero el proceso de radicalización continuará. Todo lo que hace falta es un punto de referencia claro alrededor del cual este proceso pueda cristalizar en la forma de un partido socialista de masas. Tarde o temprano, de una manera u otra, esto tendrá que ocurrir.