Escrito por Francisco Lugo |
El Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA) está todavía estrechamente unido a su fundador y líder: Andrés Manuel López Obrador, otrora Jefe de Gobierno de la Ciudad de México (2000-2005) y dos veces candidato a la Presidencia de la República. Y acarrea consigo todas las distinciones y estigmas derivados de ese hecho. En la mirada de la prensa más conservadora –unida ella misma orgánicamente al régimen burgués mexicano– AMLO es el demiurgo que orquesta todas las manifestaciones antisociales que amenazan con destruir el equilibrio y la prosperidad de un orden imperfecto pero indispensable; para aquélla, incapaz como es de distinguir matiz alguno en el ala izquierda del espectro político, todas las expresiones de éste –salvo por sus instituciones más domesticadas e insignificantes– obedecen a MORENA. En cambio, para la izquierda más sectaria y superficialmente radical MORENA es indistinguible del resto de los partidos políticos, todos partícipes de un simulacro inmoral y grotesco, y su líder es poco menos que un traidor al movimiento social y un placebo capaz de contener él solo la explosión revolucionaria –de otra manera– inminente. Ambos extremos coinciden en su incapacidad de concebir cómo una persona racional e inteligente pueda votar por o aun militar en MORENA.
Aunque MORENA obtuvo su registro como partido político nacional recién en 2014 y ya existía como asociación civil desde 2011, para apuntalar la segunda candidatura presidencial de AMLO (2012), su existencia se prefiguró desde el conflicto al que dio pie la elección interna del Partido de la Revolución Democrática (PRD) en 2008 –y sus tradiciones se remontan hasta la lucha contra el fraude electoral de 2006. Cuando Jesús Ortega se valió de una resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) para arrebatarle la dirigencia nacional del PRD a Alejandro Encinas –entonces ligado al ‘lopezobradoriasmo’– se abrió una brecha histórica en la izquierda electoral mexicana con dos repercusiones ahora claramente manifiestas: la debacle del partido que se forjó en el fragor de la lucha contra el fraude electoral de 1988 y el surgimiento de MORENA.
Si bien el PRD volvió a postular a AMLO como candidato presidencial la brecha ya no se cerraría. La desconfianza sembrada por el oportunismo reaccionario de la cúpula perredista hizo mella en el ánimo del sector más crítico del electorado izquierdista, y fue el siguiente presidente del PRD –Jesús Zambrano– quien le concedió la razón al suscribir el Pacto por México con los partidos representantes de la oligarquía mexicana: el Revolucionario Institucional (PRI) y Acción Nacional (PAN). Por este medio el partido tradicional de la izquierda mexicana convalidaba los ataques del gobierno de Enrique Peña Nieto contra los trabajadores por la vía de las llamadas reformas estructurales. Por añadidura, el actual Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, cuya candidatura fue acordada por AMLO y la dirigencia perredista, Miguel Ángel Mancera Estrada, de inmediato se mostró obsequioso con el Gobierno Federal, facilitando la represión expedita de las protestas sociales en la capital del país; además implementó medidas administrativas sumamente impopulares que minaron gravemente el capital político acumulado durante quince años ininterrumpidos de gobiernos perredistas.
MORENA empieza a ocupar el hueco dejado por el descrédito del PRD (un auténtico muerto-viviente que se mantiene en pie sólo por virtud de la fuerza demoniaca del clientelismo electoral). En noviembre de 2015 renovó su Comité Ejecutivo Nacional; AMLO –inicialmente presidente del Consejo Nacional de 300 integrantes elegidos por su militancia– relevó en seguida a Martí Batres como presidente del CEN. Previamente, ese mismo año, MORENA consolidó su registro consiguiendo el 8.37% de la votación nacional en los comicios federales, mereciéndole la representación de 35 diputados, a los que se sumaron dos senadores del languidecente Partido del Trabajo (PT) que se ostentan como sus adeptos. A esto se añadieron cinco jefaturas delegacionales en la Ciudad de México y la mayoría –con 18 distritos ganados– en la Asamblea Legislativa local. En las elecciones del presente año conquistó 22 diputaciones en la asamblea que redactará la constitución capitalina; si bien MORENA triunfó en esa contienda, sólo 60 de los escaños serían elegidos por voto directo y el resto designado por un pacto entre las cámaras legislativas, MAME y EPN, del cual el partido optó por excluirse. Tuvo resultados honrosos en Zacatecas y Oaxaca (donde le apoyó un sector del magisterio disidente), y en Veracruz la candidatura de Cuitláhuac Gutiérrez estuvo a punto de ganar la gubernatura en una jornada enrarecida. Once de las alcaldías del país son ocupadas hoy por MORENA.
Estos índices ponen de manifiesto la necesidad social que justifica políticamente la existencia de MORENA y simultáneamente ocultan las debilidades que la socaban. Su vida interna no es plenamente democrática. Los conflictos en torno a la designación arbitraria de candidatos y dirigentes locales son frecuentes y onerosos para su militancia. La dirigencia nacional se rodea de un aura de infalibilidad, y aunque es cierto que el joven partido está a merced de la infiltración, también lo es que una cúpula burocrática se empieza enquistar a expensas de sus bases. La solidaridad con las luchas sociales se subordinó significativamente a los objetivos electorales hasta el reciente –y mutuamente tímido– acercamiento con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), que se opone a la reforma educativa ‘peñanietista’.
La conciencia de las masas está estratificada y avanza pausadamente. Aunque un profundo descontento une a los trabajadores mexicanos con los del resto del mundo en el contexto de la recesión de la economía mundial, una parte significativa de ellos todavía encuentra en MORENA una expresión adecuada para sus intereses políticos; con las tensiones sociales agolpándose bajo la superficie del régimen actual, aislarlos en el presente sería un error desastroso para futuro del movimiento. Sin embargo, es preciso reconocer que el reformismo de AMLO representa una ilusión igualmente grave: que el capitalismo mexicano tiene salvación si es administrado por un liderazgo tolerablemente hábil y probo. Mientras el ambiente social se tensa y se radicaliza cada vez más, él se esmera en adquirir respetabilidad a los ojos de la opinión burguesa. Esta tendencia puede convertir a MORENA en un gigante con pies de barro, incapaz de responder en el momento crucial en el que los trabajadores necesiten responder conjunta y organizadamente para imponer sus necesidades a sus opresores intransigentes. El 14 de Julio pasado AMLO declaró en torno al conflicto magisterial: “tenemos que llegar a 2018 con estabilidad y paz social”.
Por supuesto que millones de trabajadores miran a MORENA con esperanza y estarán dispuestos a dar la lucha en el 2018, pero podrían dejar de hacerlo si ven que AMLO prefiere acomodarse en el sistema, convirtiéndose en un paladín de la paz social que en un auténtico luchador por los intereses del pueblo. Para apaga fuegos del sistema ya está el PRD y si ALMO sigue por ese camino el futuro de MORENA será breve, en cambio si decide sumarse a las luchas sociales para impulsar sus triunfos, tendremos a cientos de miles de entusiastas luchadores que se sumaran a la lucha por la transformación social. Ser o no ser, esa es la cuestión.