Escrito por Alan Woods
El presente trabajo comenzó como un borrador para el prólogo a la edición norteamericana del libro «Razón y Revolución». En él partíamos de la idea de que muchos norteamericanos tienen prejuicios contra el marxismo al que consideran una ideología extranjera. Explicábamos también que la historia de los EEUU posee una gran tradición revolucionaria, ya desde la Guerra de la Independencia que puso a los EEUU en el primer plano mundial. El tema es fascinante y desafortunadamente muy poco conocido en Europa, donde predomina la idea de que EEUU, en tanto bastión del imperialismo mundial nunca ha producido cosa alguna de interés para el socialismo y para los revolucionarios. La realidad es justamente la contraria, como espero demostrarlo en este ensayo
Introducción
El presente trabajo comenzó como un borrador para el prólogo a la edición norteamericana de Reason in Revolt (Razón y revolución) que se publicará a finales de 2002. En él partíamos de la idea de que muchos norteamericanos tienen prejuicios contra el marxismo al que consideran una ideología extranjera. Explicábamos también que la historia de los EEUU posee una gran tradición revolucionaria, ya desde la Guerra de la Independencia que puso a los EEUU en el primer plano mundial.
Pero al indagar más profundamente en el tema, resultó que era demasiado extenso para ser incluido satisfactoriamente como introducción a un libro. Por eso abandonamos ese propósito primitivo y escribimos otro prefacio cuyo contenido era principalmente de carácter científico.
Más tarde, al mostrarle una copia del borrador inicial a un amigo norteamericano, nos sugirió que, con una ampliación, podría publicarse como folleto aparte. Y amablemente nos proporcionó interesante información adicional. En consecuencia nos sentimos obligados a incorporar algunos materiales más sobre la independencia, la guerra civil y la historia de los sindicatos norteamericanos.
El tema es fascinante y desafortunadamente muy poco conocido en Europa, donde predomina la idea (totalmente errónea) de que EEUU, en tanto bastión del imperialismo mundial (lo que el mayor escritor norteamericano vivo, Gore Vidal, describe como ¨el Imperio¨), nunca ha producido cosa alguna de interés para el socialismo y para los revolucionarios. En realidad, es justamente lo contrario, como espero demostrarlo en este largo ensayo.
Parte de mi intención era combatir la clase de antinorteamericanismo sin sentido que se encuentra muy frecuentemente en los círculos de izquierda. Los marxistas somos internacionalistas y no tenemos una actitud negativa en relación con el pueblo de ningún país. Estamos por la unidad de todos los trabajadores contra la opresión y la explotación. A lo que nos oponemos no es a los norteamericanos sino al capitalismo y al imperialismo norteamericanos.
El pueblo norteamericano y, sobre todo, la clase obrera norteamericana tiene una gran tradición revolucionaria. Sobre la base de los grandes acontecimientos históricos están destinados a redescubrir estas tradiciones y a ponerse una vez más en la primera línea de la revolución como lo hicieron en 1776 y en 1860. El futuro del mundo entero depende en última instancia de esta perspectiva. Y aunque hoy eso puede parecer muy lejano, no es tan increíble como se podría pensar. Permítasenos recordar que antes de 1917 la Rusia zarista era el bastión de la reacción mundial, como son los EEUU hoy. Algunas personas estaban convencidas de que la idea de la revolución socialista en Rusia era un impracticable delirio de Lenin y Trotsky. Sí, esas personas estaban completamente convencidas, y completamente equivocadas.
La lujuriosa rapacidad de las grandes corporaciones y la ambición de la élite gobernante del “Imperio” están llevando a los EEUU de una aventura tras otra. Nuevas pesadillas pueden surgir de tales aventuras. Cincuenta mil jóvenes norteamericanos murieron en el pantano de Vietnam. Las agresivas maniobras de George W. Bush amenazan con muchas víctimas más, norteamericanos y otros. Tarde o temprano esto se volverá en contra de los EEUU, produciendo una reacción general frente al sistema que provoca semejantes monstruosidades. Las manifestaciones masivas de Seattle alertaron a los sectores del poder de que la juventud norteamericana no permanecerá en silencio para siempre.
Debido a que esta exposición se estaba haciendo demasiado larga, me vi obligado desagradablemente a interrumpirla porque el contenido de esta materia requería tratarla con la profundidad necesaria. Ciertamente, debemos volver a ella en el futuro. Y mientras tanto, yo espero que puede servir para corregir algunos prejuicios de los izquierdistas no norteamericanos sobre Norteamérica, y al menos algunos de los prejuicios de los norteamericanos sobre el marxismo. Incluso si no ocurriera tal como es nuestra intención, espero que al menos las personas de ambos lados piensen más seriamente sobre este tema.
Los EEUU y el mundo
Los terribles hechos del 11 de septiembre de 2001, señalaron un punto de inflexión en la historia de los EEUU y del mundo entero. De la noche a la mañana, se hizo imposible al ciudadano norteamericano común imaginar que lo que estaba ocurriendo en el resto del mundo no era asunto de su incumbencia. Un sentimiento general de inseguridad y aprehensión se apoderó de la psicología nacional. De pronto, el mundo se volvió un lugar hostil y peligroso. Desde el 11 de septiembre, los norteamericanos han estado angustiados por sentirse parte de un mundo donde pueden producirse horrores semejantes.
Muchas personas se han estado preguntando: ¿qué tenemos que hacer para que no se genere semejante odio contra nosotros? Por supuesto que el norteamericano común no ha hecho nada para merecer esos atentados. Nosotros sostenemos que es un acto criminal el asesinato de civiles inocentes -de cualquier nación- por motivos políticos. No hay dudas, sin embargo, que el accionar de los EEUU en el mundo -de su gobierno, de sus grandes corporaciones y de sus fuerzas armadas- ha originado sentimientos de profunda antipatía y resentimiento. Esto debe servir para que los norteamericanos traten de entender por qué las cosas son de esta manera.
En gran parte de su historia, el aislamiento ha jugado un rol central en la política de los EEUU. Pero el hecho es que en el mundo moderno ningún país, en ninguna cuestión importante y poderosa, puede apartarse del resto del mundo. Hoy en día el fenómeno más decisivo de nuestro tiempo es precisamente ése: el aplastante dominio del mercado mundial. Esto es lo que en los últimos años se menciona rimbombantemente como globalización. Pero no es un hecho nuevo. Hace más de 150 años, en el más contemporáneo de sus escritos, El Manifiesto Comunista, Marx y Engels predijeron que el sistema capitalista, comenzando por una serie de estados nacionales, crearía un mercado de dimensiones mundiales.
La participación de los EEUU en la economía y la política mundiales ha crecido casi continuamente durante todo el siglo veinte. Todo intento de llevar a Norteamérica a un estado de aislamiento autoimpuesto debía fallar e inevitablemente fracasó, como George W. Bush ha descubierto muy rápidamente. Los EEUU han heredado el rol de policía mundial que desempeñaba previamente Gran Bretaña. Pero mientras la dominación británica del mundo tuvo lugar en un momento en que el sistema capitalista se encontraba en su fase ascendente, Norteamérica ahora se encuentra tutelando un mundo que está mortalmente enfermo. La enfermedad es producto del hecho de que este capitalismo a escala mundial se encuentra en un estado de declinación irreversible. Esto se expresa en una serie de convulsiones que están adquiriendo un carácter crecientemente violento. El terrible cataclismo del 11 de septiembre fue sólo una manifestación de esto.
Desafortunadamente, el antinorteamericanismo está extendiéndose. Decimos desafortunadamente porque no sostenemos malos sentimientos hacia el pueblo de los EEUU ni de ningún otro país. Como marxistas, nos oponemos al nacionalismo y a las actitudes chovinistas que siembran odios y conflictos entre diferentes pueblos. Pero esto no quiere decir que se puedan justificar los actos de un gobierno en particular, de sus compañías y de sus fuerzas armadas, que están generando acciones que perjudican al resto del mundo. Sólo significa que es un error confundir las clases dominantes de cualquier país con los trabajadores y la gente pobre de esa nación.
El fenómeno del antinorteamericanismo está fortaleciéndose en los países pobres de Asia, América Latina y el Medio Oriente. Las razones para esto están relacionadas con la explotación de los recursos de esos países por parte de las voraces corporaciones multinacionales, protegidas por los militares estadounidenses y por la CIA, que llevan al empobrecimiento de esos pueblos, a la destrucción del medio ambiente, a la desestabilización de sus monedas, sus economías, y también de sus gobiernos. Este tipo de actos no está destinado a promover el amor y el respeto por los EEUU a lo largo del mundo.
Hace un par de años The Economist señalaba que los precios de las materias primas estaban en su nivel más bajo en 150 años –esto es, desde el comienzo de los registros. La superexplotación de lo que se conoce como el Tercer Mundo por parte de las corporaciones rapaces es lo que causa una reacción en África, Asia y América Latina, y a veces puede tomar la forma de rechazo de todo lo norteamericano. Pero esto es, en el fondo, una expresión de antiimperialismo. La mejor manera de poner fin a la pobreza y al hambre en el Tercer Mundo es luchar por la expropiación de las grandes corporaciones que son enemigas de los trabajadores en todo lugar -comenzando, como veremos, por los trabajadores norteamericanos.
Europa y Norteamérica
El antinorteamericanismo no está confinado a los países pobres. Algunos europeos tienen ciertas actitudes negativas hacia Norteamérica. Se disgustan por el rol subordinado que han sido obligados a aceptar en la escena mundial, y temen las consecuencias del colosal dominio económico y militar del gigante trasatlántico. Detrás de la cortés fachada de la diplomacia entre amigos, se ocultan difíciles y contradictorias relaciones, que se manifiestan en periódicos conflictos comerciales y peleas diplomáticas.
Por otra parte a muchos europeos les molesta lo que ven como una intrusión de una cultura extraña, insolente y comercializada, que amenaza con devaluar y minar su identidad cultural. Detrás del resentimiento cultural de los intelectuales europeos se esconde un consolidado sentimiento de inferioridad que busca disimularse detrás de una cierta arrogancia cultural. Ese sentimiento tiene una base material, y es allí donde se encuentran las verdaderas causas de los conflictos.
Es un hecho comprobable que la historia de los últimos cien años es la historia de la declinación de Europa y de la ascensión de los EEUU. Como predijo el revolucionario ruso León Trotsky, el Mediterráneo, que para los latinos era el centro del mundo, se ha convertido en un lago sin importancia. El centro de la historia mundial ha pasado primero al Atlántico y finalmente al Pacifico, dos imponentes océanos a horcajadas de un coloso, los EEUU. Las relaciones reales entre Europa y Norteamérica están resumidas en las relaciones entre George W. Bush y Tony Blair. Esto es, entre el señor y su lacayo. Y como un buen lacayo inglés, mister Blair cumple su rol imitando el estilo y las maneras de su señor. A pesar de eso nadie en su juicio puede engañarse sobre las verdaderas relaciones entre ambos.
El aire de superioridad que hasta hace poco adoptaban los miembros de la élite británica sobre los valores y la cultura norteamericana es particularmente cómico. Semejan a los aires y la gracia de los aristócratas ingleses pobres del siglo XIX en presencia de los burgueses advenedizos, un fenómeno bien documentado por las novelas de Jane Austen y de otros escritores. Esos aires y gracias, por supuesto, no pudieron impedir que en la primera oportunidad sus hijas e hijos se casaran con los descendientes de los nuevos ricos.
La actitud negativa de los europeos hacia la cultura norteamericana es producto de un malentendido. Piensan que la exportación cultural made in EEUU inunda los mercados mundiales con mala música que ensordece, sobrevaluados “diseños” de prendas de vestir producidos por el indignante trabajo esclavo en el tercer mundo, y comida rápida con colesterol que engorda producida por el trabajo esclavo en las calles. Todo esto es parte del asqueroso y barato comercialismo que constituye el sello del capitalismo en el período de su decadencia senil. Es perfectamente natural que monstruosidades semejantes produzcan sentimientos de repulsión en todo ser humano pensante y sensible.
De cualquier modo, el concepto de cultura, sobre todo en el mundo moderno, es más amplio que la música pop, Coca Cola y McDonald´s. Incluye también cosas como computadoras, Internet, y algunos otros aspectos de la ciencia y la tecnología. En este nivel, es imposible negar los impresionantes logros de los EEUU. Además, son precisamente esos avances científicos los que están colocando las bases de una revolución cultural sin precedentes, una vez que estén correctamente conducidos por una economía socialista planificada a escala mundial.
El presente autor no tiene tiempo para un crudo antinorteamericanismo. Estoy rotundamente convencido de que el gigantesco potencial de los EEUU está destinado a jugar un papel decisivo en el futuro orden mundial socialista. Pero hay que admitir que el presente rol de los EEUU, en este momento histórico, no refleja su real potencial para el bien, sólo se observa la lujuriosa rapacidad de las grandes empresas multinacionales que se apropiaron de Norteamérica y controlan sus actos en su propio interés egoísta. Este autor es un ferviente admirador de la Norteamérica real, y un implacable opositor de la otra Norteamérica, la Norteamérica de los grandes bancos y monopolios, la enemiga de la libertad y del progreso en cualquier lugar.
¿Una “idea ajena a Norteamérica”?
Para comprender las ideas del marxismo, primero es necesario acercarse sin prejuicios. Esto es difícil porque, hasta ahora, la gran mayoría de los norteamericanos sólo han escuchado sobre el marxismo cosas relacionadas a la monstruosa caricatura que fue la Rusia estalinista. El marxismo y el comunismo están por lo tanto asociados en las mentes de muchas personas con un régimen extranjero, un estado totalitario donde la vida del hombre y la mujer estaba dominada por una burocracia todopoderosa, y donde la iniciativa individual y la libertad eran sofocadas y negadas. El colapso de la URSS aparentemente prueba las insuficiencias del socialismo, y la superioridad de la economía de libre mercado ¿Hace falta decir más?
Sí, hay mucho más para decir. El monstruoso régimen burocrático de la URSS no tiene nada que ver con las ideas de Marx y de Lenin, quienes abogaban por una sociedad democrática y socialista, donde los hombres y las mujeres pudieran ser libres para decidir sobre sus propias vidas, cosa que hoy no sucede ni en los EEUU ni en ningún otro país. Este tema está muy bien expuesto en el maravilloso libro escrito por mi amigo y camarada de toda la vida Ted Grant (Rusia, de la Revolución a la Contrarrevolución).
La caída del estalinismo en Rusia no significó el fracaso del socialismo, sólo de su caricatura burocrática. Ciertamente no significa tampoco el fin del marxismo, el cual es hoy más relevante que nunca. Sostenemos que sólo el marxismo, con su metodología científica, puede proveernos de las herramientas analíticas necesarias para que podamos entender el proceso que está desarrollándose a escala mundial –y en los EEUU en particular.
Se piense lo que se piense sobre el marxismo, está claro que ha tenido un enorme impacto en todo el curso de la historia humana. Hoy es imposible que se considere a cualquier hombre o mujer como adecuadamente educado, si no conoce al menos las ideas básicas del marxismo. Esto vale tanto para los opositores al socialismo como para los que están a favor.
Una seria barrera enfrenta el lector norteamericano que se aproxima al marxismo: es la idea de que es una importación ajena que no tiene lugar en la historia, la cultura y las tradiciones de los EEUU. Aunque el infame Comité de Actividades Antinorteamericanas y el difunto senador Joseph McCarthy son ahora un mal recuerdo del pasado, el legado psicológico perdura, se piensa que ¨el comunismo y la revolución no son para nosotros».
En la actualidad este es un serio malentendido de la historia norteamericana, pero no es difícil de disipar. De hecho, el comunismo tiene raíces mucho más antiguas en Norteamérica que el capitalismo. Este último lleva solamente unos dos siglos de existencia. Pero mucho antes que los primeros europeos pisaran el suelo del Nuevo Mundo (como ellos lo llamaban), los norteamericanos primitivos habían vivido en una sociedad comunista por miles de años.
Los norteamericanos nativos no tenían conocimiento de la propiedad privada (al menos, no en el sentido moderno de la palabra). El estado y la moneda no existían. No había policía ni prisiones. Las ideas sobre el trabajo asalariado y el capital les eran tan extrañas que nunca pudieron ser adecuadamente integrados a la sociedad capitalista. Y esta nueva forma social destruyó su antiguo modo de vida, expropiando sus tierras ancestralmente comunes y reduciéndolos a un horrendo estado de miseria y degradación todo en el nombre de la civilización cristiana.
Esta nueva forma de vida llamada capitalismo -con su avaricia, su ausencia de solidaridad, y su moralidad propia de la jungla- era en realidad un sistema ajeno, importado desde el extranjero. Se puede argüir -bastante correctamente- que eso precisamente es lo que hizo posible la apertura de Norteamérica, el colosal desarrollo de la industria, la agricultura, la ciencia y la tecnología que han hecho de los EEUU el mayor poder económico que el mundo haya visto jamás. Y si el marxismo sostiene que la clave de todo progreso humano se apoya en el desarrollo de las fuerzas productivas, esto representó un progreso a escala gigantesca.
En efecto, eso es verdad. Pero existe un precio a pagar por el progreso que resulta de la anarquía capitalista y del juego ciego de las fuerzas del mercado. Con el paso del tiempo, un creciente número de personas -no necesariamente socialistas- está adquiriendo conciencia de la amenaza para la especie humana que significa la sistemática destrucción del medio ambiente: el aire que respiramos, el agua que bebemos, los alimentos que comemos. Lejos de disminuir, esta aprehensión está incrementándose bastante, por el destacado progreso de la ciencia y la tecnología, que han avanzado más rápidamente en EEUU que en cualquier otro país del mundo.
Antes de que el hombre blanco llegara, Norteamérica era una tierra de praderas inexplotadas, de prístinos bosques y de cascadas y lagos cristalinos. Era un lugar en el que hombres y mujeres podían respirar libremente. Para los habitantes originales de América, la tierra era sagrada y la naturaleza era respetada. Pero las grandes compañías que ahora dominan Norteamérica no tienen ningún cuidado por el medio ambiente nuestra herencia común. Todo está reducido a una cuestión de beneficio para unos pocos (un concepto que los nativos americanos hallarían incomprensible). El advenimiento de la modificación genética indudablemente contiene el potencial para importantes avances, pero bajo el presente sistema plantea una amenaza mortal para el futuro de la humanidad.
En una época, los filmes sobre el salvaje oeste («Wild West») inevitablemente presentaban a los norteamericanos nativos como salvajes sanguinarios, y al hombre blanco como el portador de la civilización, destinado a tomar sus tierras y consignarlos en “reservas” donde podían aprender los beneficios de la caridad cristiana. Hoy en día, esto ya no se considera aceptable. Los norteamericanos nativos están presentados bajo una luz más positiva. Pero en la práctica, el americano promedio conoce poco sobre su cultura y sus formas de vida.
En realidad el hombre que hizo más que ninguno por describir la sociedad y la civilización de estos pueblos fue el gran antropólogo norteamericano, Lewis Henry Morgan. Su famoso libro La sociedad antigua (Ancient Society) representó una revolucionaria apertura en los estudios de la antropología y de la historia de la antigüedad. Él dio la primera explicación científica acerca de la gens o clan como la unidad básica de la sociedad humana en la prehistoria:
«La más simple y primitiva forma de consejo era el de la gens (clan). Consistía en una asamblea democrática ya que todos los miembros adultos, hombres y mujeres, tenían voz sobre todas las cuestiones que se presentaban. Se elegían y removían los sachem (jefes en tiempo de paz) y caudillos (jefes militares), se elegían también ¨custodios de la fe¨, se perdonaban o vengaban asesinatos de los miembros del clan , y se adoptaban personas extrañas en la gens […]¨
«Todos los miembros de la gens iroquesa eran personalmente libres, y estaban obligados a proteger cada uno la libertad de los demás; se encontraban en igualdad de inmunidades y de derechos personales, ni los sachem ni los caudillos pretendían tener ninguna superioridad, y todos formaban una colectividad fraternal, unida por vínculos de parentesco. Libertad, igualdad y fraternidad, aunque nunca formuladas, eran los principios cardinales de la gens.»(Ancient Society, p. 85.)
Y más adelante: «Un poderoso elemento popular impregnaba toda la organización e influenciaba sus actos. Esto se observa en el derecho de las personas a elegir y remover sus sachems y caudillos, en el derecho de las personas a ser escuchadas en el consejo mediante los oradores de su propia selección, y en el sistema voluntario en el servicio militar. En ese y en el subsiguiente período étnico los principios democráticos eran el elemento vital de la sociedad gentilicia.»(Ancient Society, p. 144.)
El trabajo de Morgan fue leído con gran interés por Marx y Engels y jugó un importante rol en el desarrollo de sus ideas sobre las sociedades antiguas. Los escritos de Morgan sobre los iroqueses y otras tribus fueron absolutamente centrales para el libro de Engels Los orígenes de la familia, el estado y la propiedad privada –uno de los escritos más básicos del marxismo. Este, a su vez, fue la base del celebrado libro de Lenin El estado y la revolución, escrito en 1917, que presenta el genuino modelo leninista de democracia socialista, en el cual el viejo estado burocrático y opresivo debe ser disuelto y reemplazado por una democracia directa, basada en:
-Elecciones libres con derecho a revocación de todos los cargos.
-Ningún cargo debe recibir un salario mayor al de un trabajador especializado.
-Abolición del ejército permanente y su reemplazo por el pueblo en armas.
-Todas las tareas de administración del estado deben ser desempeñados por turnos por
todos los integrantes de la sociedad (si todos son burócratas, nadie es un burócrata).
Es bastante irónico que la fuente de algunos de los principales escritos del marxismo resultan ser los Estados Unidos. Y es incluso más irónico que la constitución democrática que Lenin y Trotsky introdujeron en la joven república soviética después de noviembre de 1917 tenga sus raíces en los textos de Lewis Morgan y sea, en esencia, un retorno al viejo orden comunista de los norteamericanos nativos, aunque obviamente sobre los más altos fundamentos que han hecho posible la industria moderna, la ciencia y la tecnología. De esta manera, se puede argüir que ¡era Rusia la que importaba una vieja idea norteamericana, y no viceversa!
Aspectos olvidados de la historia norteamericana
En el siglo XVII los Padres Peregrinos (Pilgrims) comenzaron la tarea de domesticar la salvaje naturaleza norteamericana, desplegando un indomable coraje en las condiciones más difíciles. Pero ¿quiénes eran? Refugiados políticos que huían del opresivo régimen británico. Ese régimen era el resultado de la contrarrevolución que tuvo lugar después de la muerte de Oliver Cromwell, cuando la burguesía inglesa se comprometió con la reacción e invitó a Carlos II a retornar de Francia.
Queremos recordar que en ese momento la política y la religión estaban inextricablemente relacionadas. Cada iglesia o secta diferente representaba no sólo diversas interpretaciones de los evangelios sino también una línea definida de opinión política y en último análisis, el punto de vista de una determinada clase o subclase de la sociedad. Así, los católicos representaban abiertamente la reacción feudal, y los episcopalianos eran una versión disfrazada de la misma postura. Los presbiterianos personalizaban a los mercaderes enriquecidos de la ciudad de Londres, inclinados al compromiso con la monarquía. Los independientes, tipificados por Cromwell, representaban el brazo más radical de la pequeña burguesía, etc.
En el ala izquierda del espectro existía un conjunto de sectas, que iban desde demócratas revolucionarios hasta comunistas: Fifth Monarchy men (los hombres de la quinta monarquía), anabaptistas, cuáqueros, y otros se apoyaban en los más bajos estratos de la pequeña burguesía, los artesanos y los semiproletarios, los verduleros y los aprendices -en resumen, las masas. Los Levellers (niveladores) y particularmente los Diggers (cavadores) en ese momento cuestionaban abiertamente el derecho de propiedad privada. En todos esos grupos vemos un fuerte apego a la democracia, un aborrecimiento hacia los ricos y poderosos (a los que veían como agentes de Satán y e ¨hijos de Belial») y también una feroz defensa de la igualdad. Este era el espíritu que inspiraba la revolución inglesa del siglo XVII.
Las masas revolucionarias creían que podían establecer el reino de Dios en la tierra. Ahora sabemos que eso era una ilusión. El nivel de desarrollo histórico de su tiempo no estaba maduro para establecer una sociedad sin clases. La verdadera función de la guerra civil inglesa, y posteriormente de la norteamericana, fue preparar el terreno para el desarrollo del capitalismo. Pero esto no era posible sin la participación activa de las masas, que estaban inspiradas por una visión diferente.
Habiendo llegado al poder basándose en el apoyo de las masas semiproletarias, Cromwell suprimió brutalmente al ala izquierda del movimiento, y así preparó el retorno de la odiada monarquía y el alto clero que la sostenía. Los restos que quedaron del ala izquierda de los puritanos, fueron objeto de persecución civil y religiosa. Esa fue la causa por la que los Peregrinos (pilgrims) llegaron a Norteamérica a fundar comunidades basadas no sólo en la libertad religiosa sino también en principios de estricta igualdad y democracia. Como De Tocqueville puntualizó: «El puritanismo no era una mera doctrina religiosa, se correspondía en algunos puntos con la más incondicional teoría democrática y republicana.» (De Tocqueville, La democracia en América)
Los Padres Peregrinos organizaron sus comunidades por la vía de la democracia y el igualitarismo extremos: «En Connecticut el cuerpo electoral abarcó, desde los comienzos, al número completo de los ciudadanos; y esto se entiende fácilmente cuando recordamos que esta gente disfrutaba de una casi perfecta igualdad de fortuna y una todavía mayor uniformidad de opiniones. En Connecticut, en ese período, todo los funcionarios ejecutivos eran electos, incluido el gobernador del estado. Los ciudadanos mayores de dieciséis años estaban obligados a llevar armas; formaban una milicia nacional, nombraban a sus propios oficiales, y estaban sujetos a quedar en disposición de marchar en cualquier momento por la defensa del país.»(Ibíd., pp. 37-8.)
Este modelo de democracia popular no es muy diferente del implementado por los revolucionarios de París en la Comuna de 1870, a semejanza del cual Marx formuló su idea de una democracia de los trabajadores (la «dictadura del proletariado»). Ese fue el modelo que Lenin citó en su libro El estado y la revolución, en el que se fundaron las bases de la original democracia soviética de 1917 en Rusia, antes de que fuera derrocada por la contrarrevolución política estalinista. Pero este paralelo histórico, por alguna razón, ¡nunca ha sido mostrado por los historiadores oficiales de los EEUU!
Para esas damas y caballeros los Padres Peregrinos eran sólo gente religiosa, buscando la libertad de adorar a su dios a su manera. Por supuesto, esto es en parte verdad, pero no transmite la verdad completa. Esas personas eran valientes revolucionarios que huían de la persecución religiosa y política en el Viejo Mundo. Y estaban muy avanzados en varios aspectos. Por ejemplo, introdujeron la educación pública obligatoria, la que justificaban, naturalmente, en términos religiosos:
«Es el proyecto principal del viejo embaucador Satán ocultar a los hombres el conocimiento de las Escrituras […] para persuadir a usar el idioma propio, que el aprendizaje no pueda ser enterrado en la tumba de nuestros padres, en la iglesia y la comunidad, el Señor nos asista en nuestros esfuerzos […]» etc.
Pero si vemos en la sustancia y no en la forma religiosa, ésta era una reforma extremadamente avanzada e ilustrada. Las escuelas se establecían en cada pueblo y aldea y sus habitantes estaban obligados a sostenerlas bajo pena de graves sanciones. Las autoridades municipales se obligaban a asegurar la concurrencia de los niños a la escuela y castigar con multas a los padres que lo obstaculizaran. Esto ocurría dos siglos antes que leyes similares se aplicaran en Europa.
Esa gente practicaba su propia versión de la democracia republicana en un momento -permítasenos recordar– en que Norteamérica estaba bajo dominio británico y por lo tanto formalmente bajo una monarquía. Ellos establecieron un régimen de doble poder en el que una república y una democracia de ciudadanos, completada con una milicia popular, la elección de todos los cargos, y una asamblea general de todo el pueblo, existían en cada ciudad y en cada aldea. Y eso ocurría en la época en que las monarquías absolutas dominaban en toda Europa y pisoteaban los derechos de las personas.
La revolución y los EEUU
«¿Qué país puede preservar sus libertades, si sus gobernantes no están advertidos de que periódicamente el pueblo recupera el espíritu de resistencia? Dejémoslo tomar las armas… El árbol de la libertad reverdecerá periódicamente, regado por la sangre de los patriotas y de los tiranos». (Thomas Jefferson, carta de la Colección William S. Smith, 1787.)
«Este país, con sus instituciones, pertenece al pueblo que lo habita. Cuando quiera que la población se halle cansada del gobierno existente, puede ejercer su derecho constitucional de corregirlo, o su derecho revolucionario a desmembrarlo o derrocarlo.» (Abraham Lincoln – 4 de abril de 1861)
Hoy en día, la opinión pública de los EEUU ha aprendido a temer y a odiar las revoluciones. Al igual que el comunismo, son consideradas como antinorteamericanas, algo extraño, una amenaza exterior. Pero en realidad, Norteamérica, desde sus mismos orígenes, siempre fue nutrida por revoluciones extranjeras. De todas maneras, en los textos citados se ve claramente que la revolución está lejos de ser una idea proveniente de tierras extrañas ya que los EEUU deben su existencia a una revolución. Cuando las colonias norteamericanas izaron la bandera de la revuelta contra la corona inglesa fue un acto verdaderamente revolucionario. Eso sirvió como semilla de inspiración para la Revolución Francesa que estalló más de una década más tarde. Así, la llama de la revolución en Europa fue encendida primero en Norteamérica.
Una revolución necesariamente significa la irrupción de las masas en la arena de la política y sólo puede alcanzar sus objetivos en la medida en que involucre a la masa de «gente común» en el movimiento. La revolución norteamericana no fue una excepción a esa regla. Aunque la historia oficial enfatice (y exagere) el rol de hombres como George Washington, lo que realmente garantizó el éxito de la revolución fue la activa participación de las masas –los artesanos, carpinteros, aprendices, pequeños granjeros y tramperos, y los elementos de clase media baja, abogados y periodistas inspirados en las ideas revolucionarias, que los incentivaron a entrar en acción.
El carácter clasista de la revolución norteamericana fue bien entendido por los colonialistas británicos. El general Thomas Gage que estaba a la cabeza de las tropas británicas en Norteamérica escribió en tono preocupado al Secretario de Estado del rey el 21 de diciembre de 1765:
«El plan de los propietarios ha sido sublevar a las clases bajas para impedir la ejecución de la ley […] con el propósito de aterrorizar y alarmar a la gente de Inglaterra con la revocación del acta. Y los comerciantes, habiendo contradicho las bondades que habían descrito para que al menos fuera revocada, obligaron sin duda a que muchas ciudades mercantiles y los principales comerciantes de Londres los ayudaran a lograr sus fines.
«Los abogados son la fuente desde donde fluyen los reclamos en todas las provincias. En esta provincia, nada público es ejecutado sin ellos, y es de desear que siquiera el escaño esté libre de culpa. El cuerpo completo de comerciantes en general, asambleístas, magistrados, etc., se ha mantenido unido en este plan de motines, y sin la influencia e instigación de ellos el pueblo raso se hubiese quedado muy quieto. Muy grandes penas estábamos tomando al incitarlos antes que ellos despierten. Los marinos son los únicos que se mantienen apropiadamente mansos, y están enteramente bajo el comando de los comerciantes que los emplean.»
Estas líneas indudablemente contienen un error característico de la mentalidad policial (o militar). Atribuyen las huelgas, disturbios y revoluciones al trabajo de ¨agitadores¨, quienes son considerados la causa del despertar de la masa que de otro modo continuaría mansamente subyugada. Agitadores existían, por supuesto, y muy talentosos, como Sam Adams. Pero imaginar que pudieran tener semejante efecto dramático en las masas, sin que éstas estuvieran ya preparadas para escuchar su mensaje revolucionario, es una evidente estupidez. El relativamente pequeño número de revolucionarios agitadores, organizados en sociedades ilegales como los Hijos de la Libertad, sólo tuvo pudo tener éxito porque el pueblo estaba ya preparado para movilizarse, motivado por su propia experiencia. Siempre sucede así.
La historia oficial de la Revolución, como siempre, subestima el rol de las masas y se concentra en los estratos altos –los comerciantes ricos de Boston y los terratenientes feudales como Washington, quienes defendían sus propios intereses, como el general Gage entendió muy bien. Pero para triunfar en esa disputa contra la administración colonial, estaban obligados a apoyarse en las masas, quienes llevaron todo el peso de la lucha. Sucedió que los trabajadores en las ciudades, organizados en los Hijos de la Libertad, destruyeron las casas de los odiados agentes y arrojaron sus muebles en las calles y los quemaron. Fueron ellos los que alquitranaron y emplumaron a los soplones. Fueron ellos quienes tradujeron los discursos de los líderes a la acción. Después de eso fueron los pequeños granjeros y tramperos quienes jugaron el rol decisivo en la derrota militar del ejército inglés de ocupación.
El hecho es que la revolución norteamericana nunca podía haber triunfado sin que las masas intervinieran de manera decisiva. Hay que recordar que los comerciantes norteamericanos adinerados, que habían dado el puntapié inicial con su desafío frente a Londres en cuestiones de comercio e impuestos, comenzaron a frenar la revolución cuando vieron que las masas pobres se estaban poniendo demasiado activas y tomando el asunto en sus propias manos. Los comerciantes estaban con temor de que las masas pudieran «ir demasiado lejos» y por lo tanto trataron de alcanzar un compromiso con el enemigo. En el momento de la verdad los “patriotas” norteamericanos ricos tenían mucho más en común con sus hermanos de clase en Inglaterra que con la clase trabajadora y los granjeros pobres de su propio país.
La lucha de clases y la revolución norteamericana
Ya en el momento de su nacimiento, Norteamérica se enfrentó con la sonora contradicción entre ricos y pobres –esto es, con la cuestión de clase. Desde su mismo comienzo esa ha sido una contradicción entre la teoría y la práctica de la democracia norteamericana, un abismo entre las palabras y los hechos. Mientras el pueblo estaba luchando por los Derechos del Hombre, los comerciantes y los terratenientes de Norteamérica sólo se preocupaban por los Derechos de los Ricos. El gobernador Morris expresaba los sentimientos de los adinerados cuando escribió: «La vanguardia de la movilización se vuelve peligrosa para la buena gente, y la cuestión es cómo limitarla.» Esa fue la cuestión para la clase dominante norteamericana desde entonces.
Tan temprano como en 1772 –antes del comienzo de las hostilidades con Inglaterra- el gran revolucionario norteamericano Sam Adams escribió en The Boston Gazette:
«Este no es un gran momento para el pueblo de este país, sea para declarar explícitamente si seremos hombres libres o si seremos esclavos […] Déjenos […] observar con calma a nuestro alrededor para considerar qué es lo mejor que se puede hacer […] Dejemos que sea el tema de discusión en todos los clubes sociales. Dejemos que todo el pueblo se reúna. Dejemos que las asociaciones y las combinaciones se constituyan por todas partes para consultarse y recuperar nuestros justos derechos.»
¿Qué es esto sino un llamado a organizar lo que los rusos más tarde llamarían soviets (que en ruso significa «comité» o «consejo»)? Los revolucionarios norteamericanos establecieron algo que se asemejaba a los soviets –esto es, comités revolucionarios- más de cien años antes de que los obreros rusos pensaran en eso. Ellos establecieron sus clubes de la libertad y los comités de correspondencia, los cuales pusieron a los grupos combatientes revolucionarios en contacto unos con otros.
Habiendo incitado a las masas a luchar contra Gran Bretaña, esa movilización no era fácil de aceptar por el alto mando de la oligarquía privilegiada, después que los chaquetas rojas ingleses fueron expulsados. En New Hampshire una turba de varios cientos de hombres marchó a la legislatura con palos, piedras y pistolas reclamando ayuda: «Impriman dinero y bajen las tasas» era su slogan. Se sucedieron graves insurrecciones en Massachusetts contra los altos impuestos que recaían desproporcionadamente sobre los pobres. Ellos particularmente apuntaron a los tribunales donde los prestamistas se asegurarían ordenes de desahucio contra los granjeros pobres que habían contraído deudas. En el New York Picket del 11 de septiembre de 1786 leemos:
«El martes 29 [de agosto]… día señalado por la ley para la sesión de la Corte de Apelaciones Ordinarias […] se congregaron en la ciudad desde diferentes comarcas del condado cuatrocientas o quinientas personas algunas de ellas armadas con mosquetes, otros con cachiporras, con la declarada intención de impedir que la corte continuara sus actividades […]»
Ese movimiento culminó en lo que fue conocido como el levantamiento de Shays –una insurrección armada liderada por Daniel Shays, antiguo oficial del ejército revolucionario. Alrededor de 1.000 hombres armados con mosquetes, espadas y palos, tuvo éxito en cerrar la corte por varios meses. Leo Huberman escribió:
«Las clases altas de todo el país estaban completamente aterrorizadas por este levantamiento armado de la gente pobre. No había dinero en el tesoro para pagar a las tropas estatales, así que un cierto número de gente rica contribuyó lo suficiente para costearlas. Shays y sus seguidores apuntaron hacia Springfield, donde existía un depósito público conteniendo 7.000 mosquetes y 13.000 barriles de pólvora, cocinas de campaña, calderas y sillas de montar. Fueron interceptados por las tropas estatales, unos pocos tiros fueron disparados y la turba se dispersó.» (Leo Huberman, We the People, p. 94.)
El verdadero significado de la rebelión de Shays sólo puede ser entendido en términos de clase. Más tarde el general Knox escribió a George Washington explicando el carácter peligroso que tenían las ideas de los insurgentes. En particular, Knox comentó la creencia de los rebeldes en que «las propiedades de los Estados Unidos habían sido protegidas de […] Gran Bretaña con los esfuerzos conjuntos de todos y por lo tanto deben ser propiedad común de todos.» (el destacado es mío, Alan Woods)
Incidentes similares a éste han ocurrido en todas las revoluciones de la historia. Cuando las masas sienten que el poder por el que han luchado y muerto está resbalando de sus manos, intentan desesperadamente tomar la iniciativa otra vez. Pero la naturaleza de clase de la revolución norteamericana del siglo XVIII era objetivamente burguesa. No podía ir más allá de los límites prescriptos por el modo de producción capitalista. En consecuencia, el intento de Shays estaba condenado a fracasar de antemano, como lo había estado el intento análogo de los Levellers ingleses y del ala izquierda de los puritanos, más de un siglo antes en Inglaterra.
El frustrado desafío de Shays debió aterrorizar a la oligarquía que tranquilamente había estado concentrando el poder político y económico en sus manos. Y comprendió la necesidad de crear inmediatamente un fuerte poder estatal como un bastión contra las masas. En ese mismo momento estaban bajo la presión de las masas. Cuando los 55 delegados se reunieron en 1787 para revisar los Artículos de la Confederación, ninguno de ellos provenía de las clases trabajadoras o de los pequeños granjeros. La clase que había sostenido toda la lucha y se había jugado la vida en la revolución fue rigurosamente excluida del proceso de decisión. Los hombres que redactaron la Constitución norteamericana eran todos prestamistas, comerciantes, fabricantes, especuladores o esclavistas.
Algunos han trazado un paralelo entre esta fase de la revolución norteamericana y la contrarrevolución termidoriana en Francia, es decir el comienzo de la reacción conservadora contra el espíritu igualitario del auge revolucionario. En el sentido de que marcó la inevitable etapa de estabilización, cuando los hombres adinerados, los grandes terratenientes y los comerciantes ricos arrebataron el poder a la plebe radical, ésa es una comparación justa. Gradualmente, la voz de los elementos más radicales fue estrangulada por los propietarios. Los fieros debates que se propagaron acerca de la Constitución fueron el detonante de ese conflicto de clases.
Las discusiones se extendieron por meses. La cuestiones en disputa eran numerosas: ¿debían los grandes estados tener más voz en el gobierno nacional que los pequeños estados? ¿Debían los esclavos negros ser considerados como lo eran los hombres blancos? etc. Pero había una cuestión en la cual todos ellos coincidieron: que aquellos que tenía pequeñas propiedades o ninguna no debían tener demasiado poder. Al final la Constitución de los Estado Unidos sólo fue aprobada después de encarnizados debates y aún así fue aprobada sólo por un estrecho margen, como podemos ver:
New York: a favor 30, en contra 27
New Hampshire: a favor 57, en contra 47
Massachusetts: a favor 187, en contra 168
Virginia: a favor 89; en contra 79
Los ideales expresados en la Constitución eran extremadamente revolucionarios para su época, comenzando con las palabras de apertura: «Sostenemos estas verdades como evidentes: que todos los hombres han sido creados iguales.» Esta proclamación de la igualdad era como un manifiesto revolucionario. En el texto de la famosa Declaración, no obstante, hay un cambio significativo. En los primeros documentos se consideraban como «derechos inalienables» del hombre a: «la vida, la libertad y la propiedad.» El último punto era de particular interés para los comerciantes ricos y los terratenientes que ahora estaban a la cabeza de la República. Sin embargo, Thomas Jefferson la sustituyó por esta frase: «la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad», dejando afuera toda referencia a la propiedad.
Ese era claramente un cambio significativo resultante de la presión de las clases bajas. En los hechos el gobierno revolucionario tomó medidas que violaron el sagrado derecho de propiedad cuando se confiscaron las tierras de los Tories, propietarios proingleses. Las haciendas estaban entonces quebradas y se vendieron a los pequeños granjeros. La república norteamericana desde su nacimiento fue un poder revolucionario que debía su existencia de los trabajadores y pequeños granjeros y estaba, al menos en el comienzo, bajo su influencia. Posteriormente, cuando la lava de la revolución se enfrió, los grandes terratenientes y los intereses comerciales prevalecieron. Pero en sus inicios la revolución norteamericana fue un faro de esperanza para el mundo entero.
El significado internacional de la revolución norteamericana fue mayor de lo que la mayoría de la gente supone hoy. La conexión entre las revoluciones norteamericana y francesa fue muy cercana. El gran revolucionario norteamericano Thomas Paine había vivido en Francia y desarrollado las ideas más radicales. La proclamación de Los derechos del hombre fue la idea más revolucionaria de su tiempo. Personas como Thomas Paine eran de los más avanzados revolucionarios demócratas de su época. Las ideas de libertad, igualdad y fraternidad que ellos invocaban hicieron temblar a las clases dominantes de toda Europa.
Lo que aún falta por comprender es el impacto que las ideas revolucionarias norteamericanas tuvieron en el naciente movimiento de los trabajadores británicos. Los escritos de Tom Paine pasaron de mano en mano entre los grupos clandestinos de trabajadores conocidos como corresponding societies (sociedades de corresponsales). Hoy en día, el poder británico gusta de ostentar sus credenciales democráticas. Pero esa es una mentira evidente. La clase dominante británica luchó con uñas y dientes contra la democracia. Se opusieron a todo intento de establecer el derecho a voto, que más adelante fue conquistado con la lucha de la clase obrera británica, pagando un alto precio en mártires, prisión, deportación y muerte.
En aquellos oscuros días, cuando la clase obrera británica estaba luchando por conseguir los más elementales derechos, cuando los sindicatos estaban prohibidos por las tristemente recordadas Combination Acts del Primer Ministro Pitt, la llama de la libertad estaba alimentándose, no sólo con el ejemplo revolucionario de Francia, sino también con las ideas revolucionarias democráticas de Thomas Paine, quien por generaciones fue un héroe de los trabajadores británicos.
Ricos y pobres
Si bien la conquista de la independencia por parte de las colonias norteamericanas fue un gran paso adelante, no significó la victoria final de la democracia en Norteamérica. El poder estaba en manos de la opulenta oligarquía: «El más serio problema heredado de la revolución fue el incumplimiento en llevar a cabo su declaración acerca de la igualdad de los hombres. Queremos señalar que los líderes del período revolucionario limitaron deliberadamente la aplicación de la igualdad para aquellos hombres a los que reconocían como partícipes del contrato social y miembros de la comunidad política. Aun entre ellos la igualdad no fue nunca rigurosamente mantenida. El voto calificado, limitado a los propietarios, y la desigual representación de las distintas secciones en la legislatura estatal otorgaron distintas ventajas a los hombres ricos y a las áreas privilegiadas. Las pruebas de alfabetismo fueron sustituyendo con los años a las pruebas de propiedad como una más defendible forma de privar de sus derechos a los pobres, pero con el mismo o peor efecto. Esas desigualdades han persistido hasta el presente, operando ahora principalmente para poner a los hombres blancos en ventaja por sobre los negros, y a las áreas rurales en ventaja sobre las urbanas en los comicios.» (Dan Lacy, The Meaning of the American Revolution, pp. 282-3.)
La conquista de la democracia formal y la proclamación de los Derechos del Hombre no impidieron la concentración del poder económico y político en pocas manos. La posición social de la clase trabajadora lejos de mejorar, empeoró, como se ve en el siguiente ¨Llamamiento del pueblo trabajador de Manayuk al público¨, aparecido en Pennsylvanian, el 28 de agosto de 1833:
«Estamos obligados por nuestros empleadores a trabajar, en esta estación del año, de las 5 de la mañana hasta el ocaso, durante catorce horas y media, con un intermedio de media hora para desayunar y otro de una hora para almorzar, completando trece horas de dura labor, en un empleo insalubre, donde nunca sentimos entrar una brisa que nos refresque, acalorados y sofocados como estamos, y donde nunca vemos el sol sino a través de una ventana, y en una atmósfera pesada, con polvo y pequeñas partículas de algodón, las que estamos constantemente inhalando para deterioro de nuestra salud, nuestro apetito y nuestras fuerzas.
«A menudo nos sentimos tan débiles que apenas somos capaces de realizar nuestro trabajo, a causa del agotador horario estamos obligados a trabajar a través de los largos y ardientes días del verano, en el impuro e insano aire de las fábricas, y el pequeño descanso que tenemos por la noche no resulta suficiente para recuperar nuestras exhaustas energías físicas, retornamos a la labor en la mañana, tan agotados como cuando la dejamos; además del trabajo que tenemos, cansados y debilitados como estamos, nosotros y nuestras familias estaremos pronto hambrientos, porque nuestro salario es apenas suficiente para proveernos con lo necesario para vivir. No podemos aprovisionarnos contra enfermedades o dificultades de ningún tipo, ni guardar un sólo dólar, las necesidades diarias consumen lo poco que recibimos y cuando estamos en cama por una enfermedad algún tiempo, nos hundimos en la más profunda desesperación, que a menudo termina en la ruina total, pobreza e indigencia.
«Nuestros gastos son quizá superiores a los de la mayoría de los trabajadores, porque se requiere del salario de toda los integrantes de la familia capaces de trabajar (salvo sólo una pequeña niña que cuide la casa y prepare la comida) para suministrar lo urgente, en consecuencia las mujeres no tienen tiempo alguno para hacer sus propios vestidos o el de los niños, ni por supuesto tampoco para emplear en la compra de cualquier artículo que se necesite.» (J. Kuczynski, A Short History of Labor Conditions under Industrial Capitalism, vol.2, p. 25.)
La situación de las mujeres trabajadoras era subrayada en un informe de la Convención de los Sindicatos Nacionales en septiembre de 1834: «El señor Douglass ha observado que sólo en la aldea de Lowell, hay cerca de 4,000 mujeres, de distintas edades, arrastradas hoy a una vida de esclavitud y miseria. Es suficiente para que a uno le duela el corazón, dijo, observar a esas mujeres degradadas, como pasan por las fábricas -marcado su pálido rostro- con su aspecto abatido. Estos establecimientos son actual morada de desgracias, enfermedad y miseria; y están inevitablemente calculados para perpetuarla –si no para destruir la libertad misma.»
Otro informe declara: «Se ha observado que, en relación al número de hombres, es superior en 140.000 el número de mujeres empleadas en todo Estados Unidos, las cuales trabajan un promedio de 14 a 15 horas por día, sin que el aire puro y el sano ejercicio sean suficientes para su salud, y en confinamiento, con el consiguiente exceso de esfuerzo, el cual detiene el crecimiento del cuerpo, destruyendo en consecuencia las naturales capacidades mentales, y frecuentemente deformando sus extremidades.»
Aún más horrible era la situación de los niños: «Si los niños deben ser condenados a esas prisiones mortales,» decían los delegados de New Haven en la mencionada convención, «hagamos que la ley al menos los proteja contra el esfuerzo excesivo y que se derramen unos pocos rayos de luz sobre su oscurecido intelecto ¡Trabajadores! Amargo debe ser el pan que nuestros pequeños niños obtienen entre penas y lágrimas, esforzándose en el trabajo de día, durmiendo de noche, sometidos a la opresión, consunción y decrepitud, llevados hacia una temprana tumba, sin conocer otra vida que ésta, y conociendo de ésta sólo la miseria.»
La lucha de clases ha acompañado a la República Norteamericana desde su nacimiento. En 1778, cuando aún estaba fresca la tinta de la Declaración de Independencia, los oficiales gráficos de la ciudad de Nueva York se organizaron en demanda de un incremento salarial. La primera huelga por obtener aumentos tuvo lugar en Filadelfia a comienzos de 1786 cuando los trabajadores gráficos reclamaron un salario mínimo semanal. La primera huelga general, que fue la primera huelga de un considerable número de trabajadores de un largo número de sindicatos en un gran movimiento huelguístico, tuvo lugar en 1827, también en Filadelfia. En este periodo se formaron muchos sindicatos y hubo numerosas huelgas.
Los patrones se opusieron ferozmente al derecho de los trabajadores a organizarse en sindicatos y a declararse en huelga. En 1806 miembros de los obreros textiles de Filadelfia fueron procesados por conspiración criminal después de una huelga por mejoras salariales. Los cargos fueron (1) asociación para elevar salarios y (2) asociación para dañar a otros. Quebrada la huelga, el sindicato se disgregó. Este no era un caso aislado. Siempre que fue posible los empleadores contrataban esquiroles para quebrar las huelgas y apelaban a los tribunales para que declarara ilegales a los sindicatos. Lejos de ser reconocidas en tanto derecho democrático, las organizaciones sindicales fueron llevadas a los tribunales y procesadas por «conspiración para impedir los negocios» (una frase copiada de la legislación inglesa: «conspiracy in restraint of trade»). Por décadas, las huelgas, boicots y otras formas de lucha de la clase obrera estaban sujetas a la acción legal basada en considerarlas como «conspiración».
Continuará…