Es llamada la tercera raíz y, sin embargo, es una raíz enterrada en un sitio profundo de la conciencia de la sociedad mexicana, donde su identidad se constriñe a ser un fenómeno local, aún no del todo reivindicado en una escala nacional. De acuerdo con el Censo de Población y Vivienda 2020 del Instituto Nacional de Geografía y Estadística (INEGI), 2 millones 576 mil 213 mexicanas (50.4%) y mexicanos (49.6%) se reconocen como afrodescendientes, constituyendo un 2% de la población total del país (que está por encima de los 126 millones). Las entidades de la Federación con mayor concentración de esta población son Guerrero, Oaxaca, Baja California Sur, Yucatán, Quintana Roo, Veracruz, Campeche, Ciudad de México, San Luis Potosí y Morelos, que en su conjunto son el lugar de residencia de un 45.1% de los afromexicanos.
En la actualidad, distintos colectivos sociales y académicos se proponen la tarea de hacer pública la presencia africana en la historia y la geografía mexicanas, en el interés de contribuir a la contención de la violencia y la discriminación de la que son objeto los afrodescendientes, lo mismo por parte de las instituciones del Estado como de otros sectores sociales. Estos esfuerzos se diversifican en la forma de encuentros, convocatorias, parlamentos internacionales, asociaciones civiles, publicaciones y una escuela de formación para líderes sociales afrodescendientes. Organismos públicos, como el Instituto Nacional de Antropología e Historia, contribuyen también con la creación y gestión de espacios culturales dedicados a la memoria colectiva de esta población, como la Sala de Afrodescendientes de la Costa del Golfo, en el Museo Regional de Palmillas, en Córdoba, Veracruz.
Si bien estos empeños son necesarios y loables, la trascendencia de la cultura afromexicana en la conformación de la nuestra nación sigue circunscrita, más allá de las propias comunidades afrodescendientes, al conocimiento de sectores sociales bien acotados, principalmente de índole artístico e intelectual. No obstante, esta población cuenta en sus anales con personajes de estatura verdaderamente nacional, como el General Vicente Guerrero (1782-1831), jefe del ejército insurgente en la etapa final de la Guerra de Independencia (la de la Resistencia, 1816-1821), y segundo presidente de la República (abril-diciembre, 1829). Y hacia las postrimerías del siglo XIX, sería precisamente un descendiente suyo, el escritor y periodista liberal Vicente Riva Palacio (1832-1896), líder de una guerrilla contra la segunda intervención francesa (1861-1867) y gobernador del Estado de Michoacán de Ocampo (1865-1867), quien dirigió, por encargo del presidente Manuel González (1832-1893), la redacción de una historia general de la nación mexicana, que se titularía México a través de los siglos (1884); encargándose de escribir él mismo el segundo volumen, dedicado a la historia del periodo colonial, tuvo la ocasión de indagar en los archivos de la Inquisición para desenterrar —de las profundidades de la historia novohispana— a una de las figuras más emblemáticas hoy en día para la comunidad mexicana afrodescendiente: el líder rebelde Gaspar Yanga.
La esclavitud africana
La esclavitud, por supuesto, no es un fenómeno exclusivo de región geográfica o sociedad humana alguna; ésta persiste aun el día de hoy, en el marco de las relaciones sociales del presente, pero sin tener más la relevancia que tuvo para las sociedades eminentemente esclavistas. Si bien, en los sistemas tributarios de Asia y de la América precolombina, la esclavitud tuvo un carácter sobre todo doméstico, los antiguos griegos, y luego de ellos los romanos, hicieron de la explotación intensiva del trabajo esclavo el fundamento de sus relaciones económicas y sociales. La sociedad de la antigua Europa estuvo claramente dividida entre aquellos privados de la libertad, que soportaban el peso de las tareas agrícolas, y los hombres libres, con el privilegio de ejercer todas las actividades plenamente sociables, como el arte, la ciencia y la política.
La historia del continente africano quedó marcada por la esclavitud de una manera descarnada. Pero la misma no comenzó con el colonialismo europeo, sino que fueron las propias civilizaciones africanas las que le dieron inicio. Sociedades sedentarias, como los ashantis de Ghana y los yorubas de Nigeria, hicieron del comercio de esclavos provenientes de otros pueblos un fructífero negocio. Otros grupos, como los imbangala de Angola y los nyamwezi de Tanzania sirvieron de intermediarios, organizándose en bandas de guerra avocadas a la captura de prisioneros en otros Estados o entre las sociedades de cazadores y recolectores, menos organizadas. Sin embargo, como en otras sociedades tributarias, el trasiego de esclavos estaba destinado primordialmente para la servidumbre, e incluso era posible para algunos esclavos el alcanzar su libertad mediante contratos con sus amos.
Fue hacia el siglo X que el tráfico de esclavos creció por la demanda proveniente de la península arábiga, iniciando el comercio transahariano de esclavos; que persiste todavía en algunos países musulmanes de la región del Sahel y en otros del Golfo Pérsico. Cuando la dominación musulmana se extendió por el norte de África y su costa oriental, e incluso por el oriente europeo y la península Ibérica, el mercado africano de esclavos tuvo un crecimiento notable. Antes de la proliferación del comercio transahariano de esclavos, en la época del califato islámico (siglos VIII-IX), los esclavos del mundo árabe provinieron de la Europa del este y de la región del Cáucaso, de entre pueblos como los georgianos y los armenios, además de algunas regiones del Asia central; incluso en la España medieval fue común la captura de esclavos cristianos por parte de los califatos ibéricos, como siguió ocurriendo después —aunque ya con menor frecuencia— a manos de los corsarios berberiscos. Mas, con el advenimiento del Imperio otomano (1299-1919), el comercio de esclavos fluyó desde la región subsahariana cada vez en mayor volumen. Desde el punto de vista religioso, la ley sharía justifica la esclavitud de los pueblos reacios a adoptar el islam y sólo la presión colonial proveniente de Occidente, con las relaciones sociales impulsadas por la misma, pudo moderar esta práctica a comienzos del siglo XX, aunque nunca llegó a erradicarla definitivamente.
Los puertos de la costa oriental de África fueron también un punto de salida importante para los esclavos africanos dirigidos al mundo árabe esclavista (que se extendió hasta el sureste asiático), pero, sin lugar a duda, fue el comercio atlántico de esclavos el que terminó por desangrar al continente africano, teniendo un efecto duradero en su desarrollo posterior. En el siglo XV, fueron los portugueses quienes incursionaron antes que las demás potencias coloniales europeas en la costa occidental de África, llegando a Guinea. Inicialmente interesados en el comercio de oro, no fue sino hasta el siglo XVI, cuando los portugueses establecieron plantaciones de caña en el archipiélago anteriormente deshabitado de Cabo Verde, que estos se involucraron en el comercio de esclavos para explotarlas plenamente; además de la falta de disponibilidad de mano de obra local para dichas plantaciones, las propias condiciones extremas del clima africano hacían de la mano de obra esclava la más apta para tan odiosa tarea.
No obstante, el factor decisivo para la explosión del comercio atlántico de esclavos sería el arranque del dominio colonial europeo en América. Ya desde la llegada de Cristóbal Colón (1451-1506) a la isla de la Española (hoy Haití y República Dominicana), entre 1492 y 1493, se hizo evidente que la mano de obra nativa de las islas caribeñas no resistiría la intensidad de la explotación bajo la esclavitud; su población se vio diezmada casi al punto del exterminio y los colonizadores acudieron de inmediato a los esclavos africanos, conocidos por su fortaleza física y su resistencia a los rigores de los climas tropicales. Este ejemplo no tardaría en ser reproducido por otras potencias europeas que ambicionaron las riquezas americanas, especialmente tratándose de los recursos auríferos, como la Gran Bretaña, Francia, Países Bajos y Portugal. El dominio portugués en Brasil, la conquista española del imperio mexica y el establecimiento de las trece colonias inglesas en Norteamérica sólo intensificaron el tráfico de esclavos procedentes de África. Sin embargo, temerosos de abandonar las costas y exponerse a las enfermedades que proliferan en la jungla africana, los europeos en realidad se limitaban a menudo a comprar los esclavos a los reinos locales, que los capturaban de entre sus enemigos y de entre las tribus más indefensas en el corazón del continente.
Así, el trabajo de los esclavos africanos se volvió imprescindible en el territorio americano para la explotación de recursos agrícolas como el café, el azúcar, el tabaco y el algodón, además de la explotación minera del oro y la plata, los campos de arroz, la construcción, la producción de madera, los astilleros y también el servicio doméstico. En la actualidad se estima que más de 12 millones de esclavos africanos atravesaron el océano Atlántico en calidad de mercancías humanas. Bajo los distintos sistemas económicos que los explotaron, su condición social se constituyó casi inequívocamente en una condición racial heredada a sus descendientes. Aunque existieron, por supuesto, una minoría de negros libertos (con derechos notablemente restringidos), estos fueron la excepción, puesto que la economía colonial dependía por entero de su sujeción y sometimiento.
En principio, el sistema colonial europeo, consistió en la extracción de recursos naturales —y humanos— de otros continentes para su usufructo en Europa, pero su impulso motriz, en el orden de lo histórico, no fue algún rasgo cultural perverso anidado en la conciencia de Occidente, sino el surgimiento de nuevas relaciones sociales como producto del propio desarrollo económico de los pueblos europeos, que también trajo despojo y explotación para su propia población (que sería desprovista de la tierra para migrar a los centros urbanos, a fin de alimentar con su fuerza de trabajo a las nacientes industrias). La explotación colonial de América se dividió eventualmente en dos modelos: uno extractivista de corte feudal, representado por España y Portugal, y otro productivo de corte burgués, representado por la Gran Bretaña y Países Bajos, aunque ambos se valieron por igual del tráfico atlántico de esclavos africanos para fructificar. Mientras el primero derrochaba en lujos la riqueza del llamado nuevo mundo, el segundo la transformaba en productos acabados; este último terminaría por imponer su superioridad al consumarse la Guerra Civil en los EE. UU. (1861-1865), trayendo la abolición de la esclavitud (que no sería el fin de las penurias de la población afrodescendiente). Lo que se fraguaba detrás de este proceso histórico era el nacimiento del sistema de producción capitalista y la organización de una división mundial del trabajo.
La sociedad novohispana
La sociedad colonial en México no surgió meramente a partir de la implantación de un modelo social y económico europeo sobre los pueblos indígenas, sino que éste se fue integrando paulatinamente con el modelo económico prehispánico, adquiriendo características peculiares. “Se puede afirmar que el modo de producción de las culturas mesoamericanas, desde al menos el periodo clásico hasta el postclásico, se asemejan a los que Marx denominó: “Modo de Producción Asiático” en donde una serie de poblaciones y culturas más o menos comunistas y autosuficientes eran explotadas por medio del pago de tributo en forma de trabajo y especie por una casta privilegiada que organizaba a las comunidades en la construcción de obras públicas”.1
Si bien la pequeña comunidad agrícola prehispánica conservaba formas de organización interna derivadas de la sociedad prehistórica (que aún existen en pequeñas sociedades aisladas de cazadores y recolectores, en distintas partes del mundo), adaptadas al sedentarismo en la forma de la propiedad colectiva de la tierra, dentro del marco del Estado teocrático, estaban inscritas en un sistema de explotación con una jerarquía social establecida; un modelo social de obtención del producto del trabajo ajeno por medio del tributo, sostenido en una ideología específica. En el caso concreto del Imperio mexica, esto era especialmente cierto para los pueblos que se encontraban sometidos a su poderío militar.
Antes de que los conquistadores españoles pudieran implantar el modo de producción feudal que predominaba en la península ibérica, debieron integrarse en el modelo económico tributario, desde una posición de dominio. Las relaciones de dominación y sujeción militar entre los distintos señoríos mesoamericanos facilitaron el éxito de la incursión española, que en realidad trastocó el poderío mexica y desató un reacomodo de las relaciones políticas existentes al apuntalar la posición de los pueblos enemistados con estos. “El proceso de conquista sobre los pueblos mesoamericanos fue, en realidad, una guerra civil entre el imperio Mexica y los pueblos explotados por ellos (el Códice Mendoza habla de 400 pueblos que pagaban tributo) […]; fueron los mandos indígenas los que destruyeron su propia cultura erigiendo sobre las ruinas de sus templos las iglesias y palacios de los conquistadores”.2 Los aliados de los españoles suponían que no se trataría más que de un reordenamiento bajo nuevos señores, dentro de la clase de relaciones económicas y políticas que les eran familiares. Poco podían saber sobre el movimiento de las fuerzas sociales que desde Europa condicionarían su desarrollo posterior.
Durante el primer siglo de la dominación española en México, la modificación más significativa en el modo de producción fue la explotación de metales preciosos, que insertó a la Nueva España en el proceso de acumulación originaria del capital que preparaba a la burguesía europea para el asalto al poder político. Pero a pesar de que esta nueva actividad introdujo las relaciones salariales, éstas no llegaron a dominar la economía colonial, que fue eminentemente feudal, ni fue España quien capitalizaría esta nueva riqueza, sino aquellos países que transitaban hacia las nuevas relaciones productivas, como Países Bajos y Gran Bretaña. La explotación intensiva de fuerza de trabajo indígena diezmó rápidamente a la población originaria, mientras los recursos extraídos del subsuelo no alimentaban el desarrollo del mercado interno y eran derrochados en proyectos suntuarios. “Como resultado de la mortalidad de la población indígena en el primer siglo de la colonia la estructura tributaria va cediendo su lugar a las haciendas con relaciones sociales feudales.”3
El conjunto de las instituciones coloniales de la sociedad novohispana sirvió al propósito de transferir todo el producto del trabajo indígena y esclavo a la minoría española dominante, sirviéndose de mecanismos como la encomienda. “Para el imperio español sus colonias eran organismos económicos complementarios que lo debían proveer de lo que no había dentro de la península, especialmente de metales preciosos. España ejercía un monopolio formal del comercio exterior de sus colonias y estaba prohibida la producción de aquellos bienes que pudieran ofrecer competencia a los de los originarios de la península”.4 Sin fomentar el desarrollo productivo, los peninsulares y criollos acaudalados se convirtieron en una clase terrateniente acaudalada y parasitaria, poseedora de extensas haciendas y lujosos palacios, a costa de la miseria de los grupos sociales oprimidos.
Para poder sostener el dominio español durante tres siglos, surgió un sistema de castas que determinaba la función social de cada grupo étnico en la sociedad novohispana, dependiendo de su origen, y que se apoyaba en una legislación brutal y restrictiva. “El estudio diligente de la legislación colonial española muestra claramente que aquellos que aseguran que las autoridades españolas no eran crueles e inhumanas no han tenido la ocasión de examinar ciertos materiales básicos en la materia.”5 Esto dio origen a la llamada ‘leyenda negra’ española, fomentada en su momento por las potencias coloniales rivales, y que aseguraba que el dominio colonial hispano era el más cruento de todos. No deja de haber una gran hipocresía en tal acusación, toda vez que los anales de la dominación colonial están repletos de horrores a todo lo largo y ancho del continente americano, sin embargo, la evidencia histórica que constituye la legislación novohispana no sirve para desmentirla. “Había un doble estándar de castigos —uno para los españoles y otro para las personas de las castas “inferiores”, una ley para los pocos privilegiados y otra para las multitudes de oprimidos.”6
En lo que respecta a los esclavos traídos desde África, su traslado requería de una licencia real de importación y el pago de un impuesto de 400 reales por cabeza; no dejaron de ser marcados en la espalda o el rostro con hierros al rojo vivo sino hasta 1574, su contacto social con la población indígena fue restringido desde 1580, la reunión entre ellos —incluyendo a mulatos y negros libertos— quedó prohibida desde 1612 y se les vetó portar armas desde 1552 (incluyendo cuchillos desde 1583). Un decreto de 1571 imponía la pena de muerte para los negros y mulatos que auxiliaran a los esclavos fugitivos; también tenían prohibida la posesión de caballos y se les reservaban las ocupaciones más riesgosas, como la pesca de ostras, que los colocaba a merced de los tiburones (1601). El trabajo en las hilanderías también fue reservado sólo para los negros, desde 1602, y las mujeres negras tenían prohibido vestir los mismos atuendos que las mujeres indígenas (1582). La venta de pulque quedó prohibida para los negros (1760), se les aplicó una pena diferenciada por castas por participar en juegos de azar (1573) y se restringió la participación en mascaradas sólo para la nobleza española (1731). Los castigos para los peninsulares y criollos por las mismas faltas solían consistir en multas o destierros (en los casos graves) y azotes, encarcelamiento o la muerte, para las otras castas.
Restricciones tan específicas y exhaustivas obedecían al interés de mantener en marcha, por medio de la coerción, el funcionamiento del modelo económico colonial, en el que la esclavitud jugaba un papel fundamental para la minería. Se impusieron regulaciones, por ejemplo, para que la proporción de hombres africanos superara a la de mujeres, al ingresar en el puerto de Veracruz (inicialmente su único punto de ingreso permitido), en una proporción de dos hombres por cada mujer, con el fin de que su población no proliferara fuera de control, por temor a su sublevación. A despecho de estas medidas probaron poco efectivas, la población de origen africano tuvo un desarrollo dinámico hacia el aumento progresivo de la proporción de negros libertos y las rebeliones de esclavos fueron frecuentes e inevitables.
Fue significativa la conspiración negra de 1536, suprimida por medios violentos, y que se repetiría diez años más tarde (1546), resultando en el ahorcamiento público de los negros fugitivos Juan Román y Juan Venegas, en la plaza mayor de la Ciudad de México, por instrucción Antonio de Mendoza (1493-1552), primer virrey de la Nueva España. Los alzamientos de esclavos africanos, por supuesto, no fueron exclusivos del régimen novohispano, sino que también pudieron registrarse en otros virreinatos de la época, como el de la Nueva Granada. Algunas contaron con líderes carismáticos, como la de Bayano, registrada en la región del Darién (hoy Panamá), en 1552, que sería aplastada tras 5 años de guerra de guerrillas, o la de Benkos Biohó, en Cartagena de Indias, Colombia, que llegaría a una tregua con la Corona, para establecer —aunque efímeramente— el pueblo libre de San Basilio de Palenque (1605-1621); tregua que terminaría con la captura de su líder y su posterior ejecución.
Gaspar Yanga
Tratándose de Gaspar Yanga, tanto la fecha de su nacimiento como la de su muerte quedan oscurecidas por su personalidad de leyenda. Su origen es incierto, pero ha sido situado por algunas fuentes en Gabón, en la costa occidental africana; una crónica de la época, la del padre jesuita Juan Laurencio, testigo privilegiado de los acontecimientos, asegura que Yanga pertenecía al pueblo Brán, cuya identidad es también imprecisa, probablemente por merced de una transliteración desafortunada por parte del cronista. También afirma que Yanga y su lugarteniente, Francisco de Matosa (conocido como Matiza) eran originarios de Angola, mas, en aquel tiempo, era habitual que con ese nombre se hiciese referencia a toda la región del África Central, así como al conjunto lingüístico de los pueblos bantúes, el más extenso —además de diverso— en el continente, al que perteneció también el conjunto político cultural de los reinos asentados en la costa occidental del territorio bantú, que fueron los primeros en hacer contacto con los portugueses. Los pueblos de la lengua bantú, originarios de los valles de Nigeria y Camerún, se extendieron por la mayor parte del África subsahariana en una serie de migraciones que se alargaron por algunos milenios (3000 a.C. a 1000 d.C.), multiplicándose hasta en 556 variantes lingüísticas. Al problema de identificar la tribu a la que pertenecía Gaspar Yanga se suman las dificultades de la transcripción paleográfica, pues en distintas versiones de la crónica del padre Laurencio el nombre varía, convirtiéndose en Bron o Abron.
Sumando una especulación más al conjunto ya existente, que también ha identificado el origen de Yanga con la tribu Bram del África Central, y de ser cierto que éste se sitúa más bien en la costa occidental, quizás Yanga habría pertenecido al pueblo Fang, dividido en siete familias y el más numeroso en Guinea Ecuatorial, contando también con una presencia importante en Gabón. La razón de esta dificultad sin solución para determinar el origen de Gaspar Yanga es un efecto, por supuesto, de la despersonalización de que fueron objeto los esclavos durante el periodo colonial, cuyo origen, siendo indiferente para sus explotadores, no quedaba documentado en registro fiable alguno; sumando a esto la ignorancia general que ha prevalecido hasta el presente sobre la diversidad cultural africana. Por estos motivos, no se puede hacer una referencia fiable a la vida del líder rebelde hasta su llegada al puerto de Veracruz.
Presumiblemente embarcado en Cabo Verde, luego de desembarcar en Veracruz, Yanga habría trabajado en la plantación azucarera de Nuestra Señora de la Concepción, hasta su fuga en 1570, cuando se convirtió en el líder de una banda de negros cimarrones, así llamados por huir por las cimas de los montes y comparados así, en el imaginario novohispano, con animales salvajes. En esta condición, el grupo de Yanga habría formado un asentamiento de difícil acceso en la espesura de la selva veracruzana, significativamente semejante a la selva centroafricana, genéricamente conocidos como palenques (o quilombos, en Brasil), donde los cimarrones podían expresar libremente su identidad cultural, identificándose como africanos y no como americanos; diferenciándose de los negros libertos de las ciudades, que se asimilaban en la sociedad novohispana, aunque aspirando también a conseguir su autonomía.
Como otros grupos de cimarrones, el de Yanga se sostuvo por medio de la agricultura de autosubsistencia, cultivando camote, caña de azúcar, tabaco, frijoles, chile, calabaza y maíz, además de criar su propio ganado. Pero otra actividad ocupaba también la atención de los fugitivos: el asalto a las caravanas mercantiles que transitaban entre el puerto de Veracruz y la Ciudad de México. Esta posición estratégica les volvía una amenaza latente para la estabilidad social de todo el virreinato, pues además de generar la incertidumbre en el comercio, su ejemplo de bravura daba aliento a otros esclavos. A pesar de las constantes expediciones punitivas en su búsqueda, el palenque de Yanga permaneció durante décadas como un aliciente para aquellos africanos e indígenas por igual que deseaban sustraerse de sus explotadores.
Hacia el año 1600, se habría unido al palenque de Yanga el grupo de cimarrones de Francisco Matiza, en adelante, el estratega militar de la comunidad; la que llegó a crecer hasta el medio el millar de habitantes. Por aquel tiempo, se extendió la creencia popular de que Gaspar Yanga era un príncipe africano que habría sido capturado como esclavo y llevado a la fuerza a la Nueva España. Dicha denominación le emparenta en forma peculiar con la rebelión de Ganga Zumbi, en Brasil, fundador del quilombo de los Palmares, comunidad cimarrona que mantuvo su autonomía en circunstancias semejantes, en virtud de un tratado con la Corona portuguesa, entre 1580 y 1710, además de hijo de una princesa del Congo. Incluso la semejanza fonética entre los nombres de ambos líderes invita a la imaginación. Como tantos detalles sobre su persona, la ascendencia real de Gaspar Yanga no puede comprobarse, pero sin duda debía brindarle legitimidad a su movimiento en el imaginario de los esclavos africanos.
Para 1609, Yanga ya se había convertido en un viejo y según consta en algunos relatos, en el ánimo de no pocos esclavos cabía el deseo de extender el ejemplo de su comunidad para hacerse con el control de todo el virreinato, nombrándolo monarca. Si esta aspiración era solamente el objeto de un rumor o el contenido de una verdadera conspiración, es algo incierto, pero fue entonces cuando el virrey Juan de Mendoza y Luna comisionó al capitán Álvaro Baena para castigar a los cimarrones insurrectos y, el 23 de enero de aquel año, una expedición mixta de 600 hombres a cargo del capitán Pedro González de Herrera salió del puerto de Veracruz en busca del palenque de Yanga. La expedición solo contaba con 100 soldados españoles, mientras que el resto de sus elementos era una mezcla heterogénea de indios, negros, mestizos y mercenarios blancos, pero a pesar de haber partido en la mayor secrecía, ésta fue advertida por la comunidad de cimarrones, que incluso los desafió a encontrarles para chocar con ellos. Finalmente, un mes más tarde, la expedición de la que formaba parte el padre Juan Laurencio se dispuso para atacar a la comunidad rebelde.
Superados vastamente en número y contando, si acaso, con un centenar de combatientes, los cimarrones plantaron una serie de obstáculos, además de trampas en el camino que ascendía hasta su palenque. Desde la altura, los yanguicos arrojaban un sinfín de proyectiles a los invasores, vigilando su ascenso desde un árbol muy alto que les servía de atalaya. El grado de previsión y organización de los cimarrones ciertamente borra la imagen rústica que la monarquía novohispana hizo de ellos y les permitió escapar cuando los atacantes alcanzaron el palenque, cubriendo su huida; la que constituyó una hazaña en toda la línea, dejando, no obstante, bajas significativas en ambos bandos. Dispersándose, Yanga y los suyos siguieron a salto de mata y fundando nuevos palenques para reorganizarse cuando el primero fue incendiado, y continuaron dejando a sus perseguidores siempre a la zaga.
Sin precisar muy bien cómo fue que Yanga había hecho llegar a sus enemigos las condiciones para su rendición, el padre Laurencio regresó a la Ciudad de México para presentar al virrey las mismas, donde pedía amnistía y libertad total para su comunidad, con el derecho para fundar un asentamiento propio en calidad de súbditos de la Corona española y de la Iglesia. En respuesta a una cédula real del mismo rey Felipe III de España, el virrey Luis de Velasco accedió el 10 de agosto de 1609 a dictar la ordenanza para la fundación del pueblo de San Lorenzo de los Negros, que finalmente se establecería en 1618, simultáneamente a la vecina Córdoba (desde donde podrían ser vigilados), llegando a un cese al fuego bajo la condición de que no alojaría ni prestaría ayuda a nuevos esclavos prófugos. Cuando el virrey Rodrigo Pacheco Osorio, III marqués de Cerralbo aprobó, en 1631, el trazado del pueblo, éste fue nombrado San Lorenzo del Cerralbo. La familia de Yanga tendría el derecho exclusivo de gobernar la comunidad, misma que sería atendida espiritualmente por la Orden franciscana.
No fue sino hasta 1934 que la comunidad sería nombrada como Yanga, Veracruz, que contaba en 2020 con 4,904 habitantes, siendo la cabecera de un municipio con 17,902 pobladores, que se extiende por 87.98 km2. La comunidad, que fue el sitio de un mestizaje africano-indígena ya desde la época colonial, es en la actualidad un epicentro para el activismo afrodescendiente en México, donde se celebra cada 10 de agoste, desde 1976, el Festival de la Negritud. Sin embargo, conviene acotar la construcción ideológica formada en el tiempo reciente que pretende reivindicar a Gaspar Yanga como un precursor de la libertad americana. Es cierto que su subsistencia hasta nuestros días la diferencia del resto de las comunidades de cimarrones que lucharon por su autonomía durante el periodo colonial en todo el continente; lo que es un hecho sumamente significativo. Pero no puede soslayarse que, en última instancia, su sobrevivencia dependió de una adaptación al propio régimen colonial, en defensa de su identidad cultural, toda vez que la transformación profunda del régimen virreinal —y con ella la abolición efectiva de toda esclavitud— sería una tarea fuera de su alcance y que tendría que ser completada más tarde por la Revolución de Independencia (1810-1821), e incluso por la lucha política posterior que desenvolvió a lo largo del siglo XIX.
Del mismo modo, sería erróneo creer que las reivindicaciones actuales de la población afrodescendiente se circunscriben únicamente a una lucha cultural y que no guardan relación con el conjunto del movimiento social en todo el país, y con la lucha de los oprimidos en todo el mundo por sacudirse las lacras que un modelo superior de explotación perpetúan en el presente, en la forma del sistema de producción capitalista. La plena dignidad de todos los grupos étnicos y culturales del planeta depende finalmente de la abolición revolucionaria de toda explotación, en favor de una sociedad global sin división de clases y una planificación democrática de la producción social.
Notas
1 Rubén Rivera Álvarez, “La conquista y la colonia”, en Independencia y revolución: 200 años de lucha de clases en México (México: Centro de Estudios Socialistas Carlos Marx, 2010), 33.
2 Ibid.
3 Ibid., 34.
4 Ibid.., 35.
5 William H. Dusenberry, “Discriminatory Aspects of Legislation in Colonial Mexico”, The Journal of the Negro History 33, n.° 3 (julio 1948): 285.
6 Ibid., 291.