Escrito por David García Colín Carrillo |
El próximo año se cumple el centenario de la promulgación de la Constitución de 1917. Las conquistas plasmadas en ésta, están siendo brutalmente desmanteladas en todos los terrenos desde hace unos 30 años, y de forma vertiginosa en el gobierno actual. Por ello es importante recordar que la Constitución de 1917 fue el producto de una cruenta guerra civil, es decir, de la lucha de clases revolucionaria, pero también del triunfo de la facción burguesa que no fue capaz de impedir que algunas reivindicaciones de las masas populares, que fueron el motor verdadero de la Revolución mexicana, quedaran dentro del texto constitucional. Si es cierto que la Constitución de 1917 fue producto de una revolución, sólo por medio de otra -esta vez anticapitalista y socialista- será posible no sólo rescatar los aspectos progresistas de la Carta Magna, sino llevarlos más allá.
Cuando el 14 de septiembre de 1916 Venustiano Carranza promulga el decreto para convocar un Congreso Constituyente, la facción burguesa de la “familia revolucionaria” se había impuesto sobre los bandos campesinos y populares encabezados por Zapata y Villa. En la Convención de Aguascalientes de 1914 la dirigencia campesina -que había rebasado y desconocido a la dirección burguesa de Carranza y prácticamente tenía el control militar del país- se había demostrado incapaz de dotar a la Revolución mexicana de un programa político acabado que reorganizara la sociedad sobre nuevas bases. Este vacío político le costará al movimiento revolucionario su derrota a manos de los caudillos burgueses. En la guerra revolucionaria resulta de mayor importancia la dirección política que los triunfos puramente militares. La burguesía contaba con un programa político acabado, el campesinado y el proletariado se encontraron sin dirección en el momento decisivo.
Después de haber ocupado la capital del país y de haber entregado el poder político a un personaje corrupto e inútil como Eulalio Gutiérrez -además de haber dejado libre a Carranza para reorganizarse desde Veracruz- Villa sufrió una serie de derrotas decisivas a manos de el ejército obregonista -que dejaron a su ejército reducido a un grupo guerrillero- y el ejército de Zapata ya no fue capaz de mantener una amenaza seria fuera de su territorio de influencia. Lo que hacía falta a la facción burguesa era consagrar ese triunfo en un texto constitucional para así derrotar políticamente de forma definitiva a los sectores populares, una vez que fueron derrotados en el plano militar. Para ello el bando Constitucionalista sesiona en el Teatro Iturbide en la ciudad de Querétaro, un Estado bajo control y equidistante. La composición de los diputados constituyentes es muy reveladora de los intereses que pretendían imponerse sobre aquéllos que en realidad habían luchado y dado la vida contra el ŕegimen de Díaz: la mayor parte de los diputados pertenecían a las clases medias (62 abogados, 18 profesores, 16 médicos, 16 ingenieros, 22 militares) y sólo una escasa minoría a los trabajadores (5 líderes sindicales, 4 mineros, 3 ferrocarrileros). Sin embargo, la constituyente no dejará de ser una caja de resonancia de algunas demandas del pueblo, sobre todo considerando que el rojo vivo del incendio revolucionario amenazaba con volver a encenderse.
La propuesta de constitución enviada por el viejo “Barbas de chivo” -como se conocía a Carranza- era más que moderada y en realidad era prácticamente idéntica a la constitución liberal juarista. Para esto no había valido la pena el millón de muertos. Sin embargo, el intento de huelga general que entre los meses de julio y agosto movilizó a cientos de miles de trabajadores en la Ciudad de México no sucedió en vano y Zapata y Villa, aunque militarmente derrotados, no dejaban de ser una fuerza a considerar, sobre todo en la necesidad de arrebatarles sus banderas políticas para que no volvieran a levantarse. Si bien el régimen de Carranza reprimió ferozmente la movilización de los trabajadores encabezados por una organización anarquista (la “Casa del Obrero Mundial”), que tantos servicios había hecho al gobierno, algunos sectores radicalizados de la pequeña burguesía entendieron que debían introducir en la Constitución las demandas de los sectores populares si es que se quería alcanzar algún grado de estabilidad.
El hecho de que unos cuantos diputados “jacobinos” como Jara, Mugica y la influencia de “ideólogos” del campesinado como Andrés Molina Enríquez pudieran hacer pasar de forma mayoritaria ciertas reivindicaciones, demuestra que los representantes del nuevo Estado en formación sabían que era imperativo arrebatar las banderas políticas al movimiento obrero y campesino. Carranza, como buen bonapartista burgués, tuvo que reconocer esto y aceptar a regañadientes artículos que nunca quiso pero tampoco pretendía cumplir. Evidentemente, esto no elimina la honestidad y las convicciones revolucionarias de personajes como Mugica, quien jugará un papel importante en el asilo de Trotsky en México, como tampoco puede ocultar el maquiavelismo de Carranza. Sólo de esta manera se explica que un perfecto burgués terrateniente -viejo integrante del régimen profirista- aprobara finalmente artículos como el 27 o el 123, que afectaban directamente sus intereses de clase. Así, tras escasos dos meses de debates, el 31 de enero de 1917 el “Barbas de chivo” promulga la Constitución.
Si bien es cierto que ni Carranza, Obregón o Calles tenían la mínima intención de dar cumplimiento a las demandas radicales de la constitución surgida a inicios de 1917, debe reconocerse que en artículos como el 3°, 27, 39 y 123 -que se refieren al derecho a la educación, al reparto agrario, la soberanía sobre los recursos naturales, el derecho a la sindicalización, la jornada legal, el salario digno y la soberanía popular- se contemplan demandas históricas del movimiento zapatista, el magonismo, y de huelgas como las de Cananea, Río Blanco y la huelga de 1916. En suma se trata del impulso de una revolución que había sido derrotada pero aún se le temía y cuyo impacto tuvo efectos políticos relevantes, mismos que quedaron plasmados en una Constitución que muchos consideran la más avanzada del mundo en aquéllos días. Quizá la más avanzada, pero durante años lo fue sólo en el papel. Estos artículos intentarán cobrar cuerpo y realidad con el ascenso del movimiento de masas que significó el cardenismo.
Las constituciones reflejan la lucha de clases, y si bien contienen principalmente la voluntad de la clase dominante y la facción triunfante en los procesos históricos, también las luchas populares obligan a contener sus demandas, encorsetadas -claro está- en los límites de un sistema imperante. La lucha revolucionaria ha dado a luz documentos -que sin ser el aspecto esencial de los procesos, como creen los abogados- no dejan de ser testimonios de la lucha de clases. La Guerra de independencia norteamericana dio a la luz a la “Constitución de los Estados Unidos”, la Revolución francesa dio lugar a la “Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano” y la Revolución mexicana la Constitución de 1917. Sin embargo, nunca se debe olvidar o soslayar que lo relevante de estos documentos no es la letra ni el pedazo de papel donde están escritos, sino las luchas revolucionarias, los triunfos y derrotas que se ocultan en ellos; es decir, los intereses de clase que cobran forma jurídica. También es necesario reconocer su caducidad y que ahora -por más que haya en ellas derechos que estamos obligados a defender- reflejan más el pasado que el presente. Lo que nos debe interesar, desde un punto de vista revolucionario, es la historia de carne y hueso, y menos los documentos jurídicos.
Los intelectuales pequeñoburgueses de nuestro días hablan de la Constitución de 1917 como si hubiera sido producto de un “pacto social” que los gobiernos neoliberales han roto. Sin embargo esto es mistificar la historia y ocultar el hecho revolucionario tras una fórmula propia de leguleyo. No se trató de un “pacto social” sino de una lucha de clases. Las bases zapatistas y el magonismo radical no firmaron nunca pacto alguno, fueron derrotados por las armas o recluidos y aislados en mazmorras. Si el derecho a la tierra quedó plasmado en la Constitución no fue por un pacto entre burgueses y campesinos, sino porque los campesinos se alzaron en armas, tomaron la tierra y porque los diputados pequeñoburgueses temían que aquéllos volvieran a levantar su bandera de lucha. Por esto el régimen asesinó a Zapata y a Villa. El gobierno de Cárdenas hizo mucho por dar cumplimiento a estos artículos pero, una vez más, fue por la reanimación de la lucha de clases en forma de huelgas y malestar en el campo, que el gobierno bonapartista de izquierda de Cárdenas pudo llegar tan lejos -sin romper nunca con el capitalismo, para desgracia nuestra-. Si el régimen actual ha estado desmantelando sistemáticamente estas conquistas, no es porque se pretenda romper un “pacto social” que nunca existió más que en la imaginación de los intelectuales cobardes, sino porque el capitalismo mexicano en crisis necesita arrebatar nuestras conquistas, hasta borrarlas incluso del papel. De esto se deriva que no hace falta ningún nuevo “pacto social” -la fórmula de la traición- sino otra revolución social. Pero ahora la Revolución no puede mantenerse en los marcos de la democracia burguesa, necesita romper con la sociedad burguesa que ha dado todo lo que puede dar y desde hace ya bastante tiempo sólo significa barbarie sin fin. En esto radica la caducidad histórica del constitucionalismo burgués y la necesidad de luchar por el socialismo.