Trotski en México

Rubén Rivera

“¡No cederemos esta bandera a los maestros de la falsedad! Si nuestra generación resulta ser demasiado débil para instaurar el socialismo sobre la tierra, entregaremos la bandera inmaculada a nuestros hijos. La lucha que se avecina trasciende con creces la importancia de individuos, facciones y partidos. Es la lucha por el futuro de toda la humanidad. Será dura y prolongada. Quien busque comodidad física y tranquilidad espiritual, que se haga a un lado. En tiempos de reacción, es más conveniente apoyarse en la burocracia que en la verdad. Pero todos aquellos para quienes la palabra «socialismo» no es un sonido hueco, sino el contenido de su vida moral: ¡adelante! ¡Ni las amenazas, ni las persecuciones, ni las violaciones podrán detenernos! ¡Aunque sea sobre nuestros huesos blanqueados, la verdad triunfará! Le abriremos el camino”. 

León Trotski, 1937.

El 9 de enero de 1937, arribó al puerto de Tampico el revolucionario ruso León Trotski. A esa fecha cumplía ya 10 años desde que fue expulsado del Partido Comunista de la Unión Soviética y casi 8 desde que fue obligado a salir de su patria. Primero estuvo un tiempo en Turquía, luego en Francia y Noruega. En cada caso se intentó silenciarlo y aislarlo del mundo; siempre vigilado por los servicios de inteligencia soviéticos y siempre sometido a la posibilidad de una nueva detención.

Para la dirigencia soviética su llegada a México significaba el lugar más apartado posible en espera de que estuvieran listos los preparativos para su desaparición física.

En la Unión Soviética se había proclamado una nueva Constitución, que en cierto modo acercaba al sistema soviético al parlamentarismo. Había, pues, que convocar a elecciones. De forma paralela, Alemania se rearmaba de forma vertiginosa y Hitler no dudaba en afirmar una y otra vez que uno de sus objetivos era acabar con el bolchevismo.

Para Stalin era urgente eliminar a toda costa el riesgo de que se desarrollase en el seno de la URSS una alternativa capaz de sustituirlo, de tal modo que comenzaron los tristemente célebres procesos de Moscú.

En agosto de 1936, se desató el primero de los procesos, contra el “centro terrorista Trotski- Zinoviev”; toda una farsa para justificar el asesinato, junto a Smirnov, de Zinoviev y Kamenev, las dos figuras más prominentes del partido después de Lenin y Trotski durante la Revolución de Octubre. Trotski mismo fue condenado en ausencia.

En enero de ese año tocó al siguiente nivel, aquellos que Lenin consideraba promesas del partido: Piakatov, Sokolnikov y Radek, entre otros.

En junio de ese fatídico 1937, tocó el turno a los principales cuadros del ejército, entre ellos al genio militar Mijaíl Tujachevski y decenas de miles de oficiales leales a él.

En 1938, el tercer proceso público terminó con la muerte de Bujarin y de una capa de estalinistas responsables de los primeros procesos; Stalin no quería dejar cabos sueltos.

Para ese entonces Trotski destacaba por ser el único compañero de Lenin que quedaba vivo. Y pasó, de ser uno más, a la principal prioridad de los servicios secretos soviéticos en el exterior.

Trotski sabía que no le quedaba mucho tiempo y se afanó profusamente en dejar para las siguientes generaciones un análisis objetivo de la degeneración de la URSS y las posibles alternativas políticas.

Para desenmascarar los procesos convocó a una comisión independiente, que analizaría si las acusaciones en su contra tenían algún fundamento: la famosa comisión Dewey.

Marchaba contra reloj, pues le urgía concluir la conformación de una organización comunista alternativa; la guerra se avecinaba y ante la probable debacle del estalinismo y la democracia, era necesario un relanzamiento: ésta debía ser la IV Internacional. Lamentablemente, al margen del partido norteamericano, la gran mayoría eran grupos pequeños, muchos de ellos infiltrados por los servicios de espionaje rusos y muchos otros conformados por antiestalinistas pequeñoburgueses que priorizaban su libertad individual sobre la construcción de un partido de combate.

En la titánica batalla de Trotski por conformar la IV Internacional, era su hijo, León Sedov, quien, desde Francia, cargaba con el principal peso del trabajo práctico.

Lamentablemente, el brazo de los verdugos de Stalin también alcanzaría a sus hijos y el 16 de febrero, en una clínica de París, fue asesinado León Sedov (aunque se quiso simular una apendicitis mal atendida). En su obituario, un Trotski descorazonado escribía:

“Vivíamos firmemente convencidos de que mucho tiempo después de que nos hubiéramos ido serías tú el continuador de nuestra causa común. ¡Pero no pudimos protegerte! Adiós, León. Legamos tu recuerdo irreprochable a las generaciones más jóvenes de los obreros del mundo”.

En mayo, se publicó una versión del Programa de transición: La agonía del capitalismo y las tareas de la IV internacional, la propuesta de Trotski para la siguiente fase de lucha contra el capitalismo en previsión de la futura crisis mundial.

En septiembre, finalmente se verificó el congreso fundacional de la IV Internacional, la cual —con una conducción adecuada— tenía perspectivas de convertirse en la alternativa para los revolucionarios del mundo, pero que lamentablemente no llegó a trascender.

En México, Trotski vivió unos meses en la casa del pintor Diego Rivera, gran artista, pero un político de lealtades muy volátiles. Razón por la cual finalmente se mudo a una casa en la calle Viena, en Coyoacán, la cual es hoy la sede de un museo en su memoria.

En esos últimos meses, Trotski se centró en las tareas de construcción de la IV Internacional, especialmente las relacionadas con la crisis de su sección norteamericana y en la preparación de una biografía sobre Stalin, la cual consideraba que debería tener la importancia de un balance histórico.

El advenimiento de la guerra hacía previsible que Stalin decidiera eliminarlo físicamente. Por tal motivo, apoyado fundamentalmente en los militantes norteamericanos, incrementó las medidas de seguridad en su casa. 

No obstante, no era uno sino varios los planes que ya estaban poniéndose en marcha con el fin de terminar con su vida.

En marzo de 1939, inician formalmente los planes, uno de los cuales fue encargado al muralista David Alfaro Siqueiros, quien organizó un asalto nocturno —con un grupo de correligionarios— que desembocó en el asesinato de algunos guardias (uno de los cuales, por cierto, también era agente estalinista). El atentado no tuvo éxito. No obstante, había también en marcha otro plan, éste muchísimo más elaborado.

Meses atrás, se había infiltrado —entre los visitantes a la casa de Trotski— Ramón Mercader, otro agente estalinista, que se las había arreglado para hacerse novio de la militante norteamericana Sylvia Angelov, que hacía labores secretariales en ese domicilio.

El 20 de agosto, con el pretexto de mostrarle un texto para que lo revisara, Mercader se las arregló para quedar a solas con Trotski y asestar a traición, con un piolet, un golpe mortal sobre su cráneo. El revolucionario ruso aún tuvo fuerzas para detener a su propio asesino. 

No pudo más, las fuerzas lo abandonaron y en sus últimos momentos de lucidez, pese a las palabras de consuelo de sus compañeros, afirmó —siempre preciso— sobre lo acontecido: “Este es el fin, esta vez lo han logrado”.

Unas horas después, en el hospital, el compañero más cercano a Lenin murió.

Semanas antes, nuestro querido viejo, siempre previsor, dejó un mensaje que no está de más repasar una y otra vez:

“Puedo ver la brillante franja de césped verde que se extiende tras el muro, arriba el cielo claro y azul y el sol que brilla en todas partes. La vida es hermosa. Que las futuras generaciones la libren de todo mal, opresión y violencia y la disfruten plenamente”.