Escrito por David García Colín
Si le preguntas a un posmodeno cuál es la causa de la opresión, te va a contestar algo como: «la opresión es configurada -como señala Lyotard (un buen posmoderno debe siempre citar a un oscuro e intragable gurú que sólo los iniciados en la secta han leído)- por una narrativa que impone un discurso hegemónico de dominación del «otro», la «otredad», de las «minorías», «lo diferente», etc».
Si, fingiendo interés, le preguntas sobre el origen de esa narrativa opresora, te responderá: «el discurso hegemónico -como dice Foucault (el Lex Luthor de la posmodernidad)- es impuesto de acuerdo a relaciones de poder que se imponen en todos los ámbitos de la vida cotidiana».
Si, aguantando el bostezo, le preguntas sobre el origen de esas misteriosas relaciones de poder, es probable que te responda: «Se configuran históricamente en tanto «ser ahí» (“dasein”)-como señaló Heidegger-«. Un posmoderno elegante procurará siempre, para aumentar el embrujo de la palabra, fingir que sabe alemán, aunque no sepa otra maldita cosa que «dasein». Otro mandamiento es nunca decir en pocas palabras y de manera clara lo que se puede decir con mil palabras y de la manera más oscura concebible (presuntamente para aparentar profunda sabiduría).
Si le insistes, resistiendo las ganas de recordarle que Heidegger era un maldito nazi, sobre en qué consiste esa evolución histórica, te dirá: «Esto sólo se puede desentrañar -como dijo Gadamer- mediante un análisis hermenéutico que revele la tradición histórica que determina el texto y el discurso».
Y si le preguntas, resistiendo las ganas de tundirle con el espantoso libro «Verdad y método» con el que la maestra hippie (esa que confundía la poesía con filosofía) te torturó en la carrera de filosofía, sobre qué es lo que determina la tradición dominante en un momento histórico determinado, te dirá: «se configura a través de un discurso hegemónico que imponen las relaciones de poder; en occidente ha dominado el discurso eurocéntrico, heteronormativo, patriarcal, falocéntrico, machista, judeocristiano, racista, de racionalidad instrumental (como dijo la Escuela de Frankfurt y Enrique Dussel)…».
Después de tanto mareo, volvemos al punto de partida de una «explicación» que no explicó nada. Como burro de noria, giran en círculo vicioso que no sale del lenguaje, la narrativa y el discurso.
Si, en un vano intento, te esfuerzas en aclararle que la ideología dominante (o la narrativa como ellos le llaman) es la de la clase dominante de un modo de producción determinado y que el poder (relaciones de poder) de las clases sociales se estructuran conforme a las relaciones de producción de un sistema socioeconómico dado; realidad que trasciende y determina al lenguaje y al discurso, te dirá: «no existe nada que escape al discurso pues la realidad se configura a través del lenguaje y los metarrelatos que estructuran la realidad. No hay verdad objetiva, todo es una narrativa construida históricamente. La ciencia es un mito de la razón ilustrada, no menos dogmática que la religión (como decía Lyotard)». El talante oscurantista, nihilista, no puede ocultarse.
A estas alturas ya da flojera recordarle al posmoderno que antes de Nietzsche, Lyotard o Foucault; Marx ya había estudiado la ideología pero siempre en relación con intereses de clase realmente existentes. Marx no sólo se conformó con explicar que de toda realidad social genera una expresión ideológica contradictoria pero funcional a la clase dominante, también explicó las leyes del desenvolvimiento de la sociedad capitalista. La única manera de transformar la ideología de las masas es a través de la lucha colectiva para cambiar las condiciones de existencia, por derribar el capitalismo. Lo único que han hecho los posmodernos es tergiversar, desde una óptica idealista, subjetivista, relativista y absurda, lo que ya habían estudiado los fundadores del marxismo. Para ellos, en general, la lucha de masas es absurda pues la alienación -también estudiada por Marx- se declara un fenómeno absoluto y monolítico -que obviamente no incluye a los “genios” posmodernos-.
Pero este debate engorroso y aparentemente escolástico tiene consecuencias prácticas pues la posmodernidad influye fuertemente en colectivos, grupos feministas y neozapatistas involucrados en la lucha. Para el posmoderno, atrapado en el fango del subjetivismo extremo, la lucha contra la opresión no consiste en la lucha de clases-proceso objetivo, de masas, colectivo- sino, simplemente, en cambiar el lenguaje, en «desestructurar» (como decía Derrida) el discurso para «desmontar» las estructuras de dominación, en discutir éste o aquél aspecto del discurso o la forma de hablar. Se pretende crear «nuevos paradigmas» que «den apertura» a «lo otro», a los olvidados (Lévinas), como si la ideología dominante pudiera derribarse por decreto. De aquí la absurda idea de querer acabar con la opresión de la mujer cambiando vocales por @ o ‘x». No se pretende derribar al sistema capitalista, se conforman con cobrar conciencia de la opresión, estudiar las maneras subjetivas en que ésta se expresa y reproduce. Como no tienen ninguna alternativa al capitalismo, pues no se puede transformar lo que no se comprende, sólo les queda la opción de la «resistencia», o sea dejar todo como está.
Se le da al lenguaje un poder místico y mágico que apela al amor propio de intelectuales que viven encerrados en la academia y que obtienen su sustento y ascenso social con palabras y discursos. Normalmente estas personas desprecian a los trabajadores y sus luchas prosaicas como huelgas y marchas -«cómo yo, distinguido académico, me voy a mezclar con la chusma ignorante»-.
No se trata ya de lucha de clases, sino de infinidad de luchas parciales, confinadas en espacios domésticos, privados, académicos, sectoriales; entre mujeres vs hombres, oriente vs occidente, centro vs periferia, privilegios vs excluidos, blancos eurocentricos vs minorías, etc. Se trata, para ellos, de un cambio subjetivo, predominante individual – o a lo sumo de colectivos pequeños-.
Por supuesto, el marxismo debe partir de la luchas concretas, por modestas y limitadas que sean, pero siempre vinculándolas con la lucha por el socialismo. Los posmodernos se resisten a entender que toda lucha parcial se inserta en un sistema socioeconómico dominante que subsume a los fenómenos parciales.
Como no se tiene una visión de clase, se divide, en beneficio de la burguesía, a los oprimidos en líneas culturales, de género y hasta raciales. Obviamente no se «desmonta» nada con este vicioso embate de palabras -que pretende sustituir la lucha de clases por la «lucha de frases»- y la clase dominante puede seguir tranquila explotando real y objetivamente a los trabajadores, mientras con la otra mano paga las becas de esa aristocracia posmoderna e inútil.
Es la miseria del posmodernismo y su orgánica incapacidad de entender la dinámica y leyes del capitalismo, única manera de aspirar a acabar con toda clase de opresión.