Escrito por: Dejan Kukic
El 5 de junio de 1967, la Fuerza Aérea israelí lanzó un ataque sorpresa contra las bases aéreas egipcias en la provincia del Sinaí, iniciando lo que se conoció como la guerra de los Seis Días, que terminó con la ocupación por parte de Israel de Cisjordania, Gaza, toda la Península del Sinaí y, un poco más tarde, los Altos del Golán. Los palestinos sufren las consecuencias desde entonces.
Con esta primera intervención bélica Israel alcanzó una victoria rotunda, diezmando las capacidades aéreas de Egipto. La mitad de la Fuerza Aérea egipcia fue destruida en media hora. La IAF (la Fuerza Aérea Israelí, por sus siglas en inglés) invadió después los campos aéreos jordano, sirio e iraquí. 452 aviones fueron destruidos, lo que equivalía al conjunto de las fuerzas aéreas de Egipto, Siria y Jordania.
En cuatro días, el ejército israelí tomó Jerusalén oriental, que estaba en manos de las fuerzas jordanas, ocupó Cisjordania, Gaza, y toda la Península del Sinaí. Tras el alto al fuego decretado por los tres estados árabes, Israel lanzó otro ataque, el 9 de junio, contra los Altos del Golán, anexándose rápidamente la mayor parte de la zona de Siria.
Cincuenta años después, como escribió recientemente el periodista de Haaretz, Gideon Levy: «visto en retrospectiva, debería llamarse la Guerra de los 50 años, no la Guerra de los Seis Días y, a juzgar por la situación política, su esperanza de vida parece interminable». La ocupación de los territorios palestinos desde 1967, ampliando el proyecto imperialista de 1948, ha llevado a la opresión más bárbara del pueblo palestino a lo largo de las décadas posteriores. Periódicamente, cuando las tensiones flaquean o si sirve de distracción conveniente para la clase dominante israelí, esta tierra se transforma en un campo de bombas. El resto del tiempo, los palestinos son tratados como prisioneros en su propio país, apenas tienen el derecho de vivir y trabajar y se les priva comúnmente de las necesidades básicas e infraestructura por parte del Estado israelí. Mientras tanto, sus propios líderes reaccionarios juegan la baza del nacionalismo o del fundamentalismo islámico por un lado, mientras que negociaban sus libertades en acuerdos con los imperialistas por el otro.
La beligerancia mutua entre Israel y Egipto continuó después de 1967, resultando en la guerra de Yom Kippur, en 1973. El tratado de paz entre los dos países, que se produjo en 1979, reflejó más que nada la servidumbre cada vez mayor de Egipto al imperialismo estadounidense, el principal patrono de Israel. Hoy, Egipto mantiene una relación relativamente estable con Israel actuando como guardia de prisiones en la frontera sur de la Franja de Gaza. El gobierno egipcio se niega actualmente a proporcionar a la población de Gaza energía eléctrica (cortada por el Estado israelí) hasta que Hamas ceda ante sus demandas de seguridad. Cualquier ayuda que reciben los palestinos a través de este canal depende de los propios intereses políticos del régimen egipcio y requiere la conformidad del Estado israelí. Israel y Siria han estado en estado de guerra hasta el día de hoy, entrando en conflicto directo en varias ocasiones desde 1967. Las tensiones entre los dos países han cesado por el momento por la destructiva guerra civil que se libra en Siria. La intervención decisiva de Rusia e Irán en esta guerra ha relegado a Israel a la posición de una potencia secundaria en la región e, irónicamente, al mismo tiempo, ha debilitado sus relaciones con el imperialismo estadounidense.
Antecedentes de la guerra y sus consecuencias
Para más detalles y análisis en profundidad de los acontecimientos y del trasfondo de la guerra de los Seis Días pinchar aquí (http://www.marxist.com/oldsite/1967-war-230805.html).
Baste decir que en los años previos a la guerra, las hostilidades estaban aumentando entre Israel y estos tres estados árabes, para quienes se hacía evidente la ambición de Israel de expandirse en la región, la cual estaba respaldada por la nación imperialista más poderosa de la historia. Egipto, Jordania y Siria eran entonces conocidos como la República Árabe Unida, con intereses políticos estrechamente entrelazados.
Sin embargo, sus dirigentes no utilizaron la ideología panárabe en la que se sustentaban en términos de clases, lo que podría haber expuesto las limitaciones de sus regímenes en el frente interno, en su lugar, la usaron para agitar sentimientos nacionalistas contra Israel. La clase dominante israelí no necesitó muchas excusas para lanzar un ataque, ya que la actitud de los regímenes árabes jugó ciertamente de su parte.
Basándose en informes de la inteligencia soviética (cuyos datos resultaron ser falsos), sobre un plan de Israel de atacar a Egipto, el jefe de Estado egipcio, Abdel Gamal Nasser, envió dos divisiones del ejército al norte del Sinaí en mayo de 1967. Israel comenzó los preparativos para un ataque. En junio, Egipto cerró los Estrechos de Tirán a los barcos israelíes, dando a Israel la excusa que necesitaba. En realidad, Israel había estado preparando la posible justificación de este ataque desde octubre de 1966. El ministro de Defensa israelí de entonces, Moshe Dayan, admitió más tarde en sus memorias que en los días previos al ataque, el gobierno había estado discutiendo qué excusa podrían usar. Se sugirió presentar un supuesto «en el que devolvimos el ataque, y así es como comenzó la guerra». Sin embargo, el propio Dayan se opuso: «cada mentira se descubrirá al final y podría tener graves consecuencias», que podría «destruir la base moral y justa de nuestras acciones».
Al final, el gobierno israelí optó por la «pequeña» mentira de Dayan para mantener la inmaculada bandera del sionismo (!):
«Justo después del ataque aéreo, habría un anuncio general que no entraría en detalles ni mencionaría quién atacó primero – algo así como que ‘estallaron las hostilidades’, y luego se expondría el trasfondo que habría obligado a Israel a romper el cerco».
El régimen egipcio estaba en aquel momento involucrado en una guerra difícil con Arabia Saudita y las fuerzas británicas en Yemen. La economía egipcia se había modernizado con las medidas progresistas del régimen de Nasser, pero comenzaba a verse sometida a la presión del peso muerto de la burocracia en los sectores nacionalizados, y de los capitalistas que reaccionaban contra el estrecho control del Estado sobre el sector privado. Algunas de las reformas ganadas por las masas egipcias daban marcha atrás. Hussein Abdel-Razek, uno de los generales del ejército egipcio en 1967, describe la posición de Egipto previa a la guerra con Israel:
«Las fuerzas egipcias estaban en Yemen, donde se libraba una guerra de desgaste, más allá de nuestras capacidades. Éramos un país en desarrollo, que se disponía a construirse, pero el gran despliegue del ejército y la enorme carga de la economía egipcia para apoyar a los militares los llevó, cuando entraron en la guerra del 67, a una posición muy débil».
El propio Nasser estaba en contra de ir a la guerra dada dicha posición. Egipto no estaba en absoluto preparado para tal eventualidad, su derrota fue un reflejo de ese equilibrio de fuerzas.
Cuando se produjo el ataque del 5 de junio, los informes iniciales de la prensa estatal egipcia lo negaban por completo, mientras que otros, más tarde, sugerían que el ataque provenía de Estados Unidos y no de Israel. Estados Unidos no había querido intervenir directamente en los conflictos árabe-israelíes por temor a una confrontación directa con la Unión Soviética, que proporcionaba a Egipto respaldo militar y financiero, y había aconsejado ostensiblemente a Israel contra una guerra. Sin embargo, proveyeron a Israel con la mayor parte de las armas y la tecnología en la que se basaron fundamentalmente. Se ha descubierto ahora que en junio de 1967 había un plan propuesto por el gobierno israelí para plantar un dispositivo nuclear en la provincia de Sinaí, con el cual chantajear a Egipto. Israel no se topó por casualidad con las armas nucleares. Es más, Estados Unidos se mostraba muy satisfecho con el resultado inmediato de la Guerra de los Seis Días. Su avanzadilla regional en Oriente Medio había superado con éxito tres obstáculos a los intereses del imperialismo estadounidense en menos de una semana.
El resultado de la guerra fue un desastre para el régimen de Nasser, quien mantenía su popularidad en Egipto a pesar de los crecientes problemas económicos al defender la fuerza de un frente panárabe contra el imperialismo occidental. El propio Nasser quiso renunciar, pero su popularidad personal, reflejada en las manifestaciones callejeras que se desataron, lo empujaron a permanecer. «Esta experiencia nos daba, en la superficie, una imagen de fuerza, pero en realidad éramos muy débiles, éramos más débiles de lo que la gente pensaba», dice Razek. La derrota, conocida como «al-Naksah» (el revés) en árabe, señaló el comienzo del fin para el nasserismo. Tres años después tras la muerte de Nasser, su sucesor, Anwar Sadat, emprendió una política económica hacia la privatización dejando el país en manos del imperialismo estadounidense.
La Guerra de los Seis Días confirmó la posición de Israel como una potencia imperialista en la región, dando aún más poder a su arrogante clase dominante. La posición de Israel hoy, sin embargo, se ha visto afectada por cambios dramáticos en la situación regional y por la situación mundial.
Israel como potencia imperialista hoy
La posición debilitada de Estados Unidos en la escena mundial ha quedado demostrada de forma patente por su papel decreciente en la crisis siria durante los últimos seis años. Hace tan sólo una década, el gobierno estadounidense se sentía en condiciones de vigilar Oriente Medio, invadiendo Afganistán e Irak con el pretexto de evitar una amenaza terrorista global y haciendo luego ruidos amenazantes contra Irán. Cuando la revolución siria comenzó durante la primavera árabe en 2011, los servicios de inteligencia estadounidenses vieron una nueva oportunidad para que Estados Unidos se estableciera en la región y socavara a los poderes que se le oponían. La CIA, junto con Arabia Saudita, ayudó a armar y financiar todo tipo de agrupaciones islámicas reaccionarias que luchaban contra el régimen de Bashar al-Assad.
Este es un factor que en gran parte ayudó a la revolución a convertirse tan rápidamente en la carnicería que hemos visto desde entonces. Otro es el resultado desastroso de las guerras en Irak y Afganistán, que lejos de evitar una amenaza terrorista ayudaron a crear una mucho mayor. De todas las potencias que se apresuraron a contener la situación en Siria, han sido el ejército ruso y la Guardia Revolucionaria iraní los que han marcado la diferencia. Esto ha obligado a Estados Unidos, no sólo a retroceder de su posición singular como policía mundial, sino también a trabajar con el régimen de Irán, el mismo al que hace sólo unos años intentaba minar e, incluso, derrocar.
Tal cambio en la posición estadounidense ha tenido un impacto en su aliado más tradicional y de confianza en la región – Israel. El régimen de Irán se niega formalmente a reconocer la soberanía del Estado israelí y ha utilizado durante mucho tiempo las hostilidades con Israel para mostrar músculo demagógicamente. Israel, asimismo, considera a Irán su mayor amenaza militar. Por lo tanto, la coalición de fuerzas estadounidenses e iraníes en Siria minó la dependencia que Israel tiene con Estados Unidos en cuando a apoyo militar y diplomático. El acuerdo nuclear de 2015 entre las potencias mundiales e Irán para permitirle capacidad nuclear y abrir el comercio con Occidente fue un duro golpe para Israel.
Ahora se abren claras divisiones entre los intereses de Estados Unidos e Israel en Oriente Medio. Esto ya estaba claro en 2014, cuando bajo presión pública, el entonces presidente Obama condenó el bombardeo israelí de una escuela en Gaza y, más tarde, pidió una solución de dos Estados. Desde entonces, se han producido varios encontronazos entre el perro y su dueño, en particular, sobre el acuerdo nuclear iraní. Un comentarista, a finales de 2014, describió la relación como «lo peor ya ha pasado». Observadores superficiales en Israel quieren creer que los buenos viejos tiempos de las relaciones entre Estados Unidos e Israel han vuelto con la elección del presidente Donald Trump. Y no hace falta decir que a pesar de los desencuentros, esto no ha impedido que Estados Unidos continúe proporcionando un enorme respaldo militar y financiero al Estado israelí. Pero hay que recordar, que antes de visitar Israel, la primera visita de Trump desde su elección fue a Arabia Saudita para acordar un acuerdo de armas de 350.000 millones de dólares.
Israel necesita a Estados Unidos, pero la necesidad ya no es mutua en la misma medida. Puede llegar un momento en que Israel vuelva a su posición anterior de activo sin valor para los Estados Unidos en el Medio Oriente. Por ahora, sin embargo, el menor papel que juega Estados Unidos a escala mundial ha significado la entrada en acción de algunos de los mismos poderes contra los que Israel debía actuar como un amortiguador.
La isla de Tirán
El Estrecho de Tirán, cuyo cierre por las fuerzas egipcias a los buques internacionales fue utilizado por Israel como la provocación que necesitaban para iniciar la guerra de los Seis Días, lleva el nombre de la isla de Tirán, que está a sus puertas. En los últimos días, el presidente egipcio, Abdel Fattah el-Sisi, ha firmado una orden ejecutiva para entregar la isla de Tirán y la isla de Sanafir, a Arabia Saudí, que quiere construir una carretera al Sinaí, a cambio de un paquetes de rescates de miles de millones de dólares e inversiones.
Esta decisión ha provocado alboroto en Egipto, sobre todo por la importancia de las islas en las guerras entre israelíes y egipcios. Tirán estuvo en manos de Israel desde 1967 hasta que le fue devuelta a Egipto en 1982; el gobierno egipcio incluso tuvo que pedir permiso por escrito a Israel para obtener el permiso de ceder la isla antes de anunciarlo. Israel lo aprobó- sin duda con regocijo.
Tal acto de un régimen que se presenta a sí mismo al mando de un sólido ejército es visto justificadamente por los egipcios como una traición a todos los que lucharon por liberar el Sinaí de la ocupación israelí. Es un acto que expone la debilidad de un régimen que, en su desesperado cinismo, está dispuesto a vender partes de Egipto a cambio de unos cuantos dólares saudíes más. La situación económica en Egipto bajo el capitalismo exige claramente medidas drásticas de este tipo. Sin embargo, la consecuencia inmediata es que la ya escasa confianza que depositaron las masas en esta presidencia, inestable de por sí, ahora se ha desvanecido.
La debilidad del imperialismo y el potencial para la revolución
En Israel, la desigualdad es apabullante y la tasa de pobreza es ahora la más alta en cualquier país de la OCDE. El gobierno, liderado por el partido burgués Likud, de Netanyahu, se apoya cada vez más en elementos racistas y de extrema derecha para mantenerse en el poder. Así se pone de manifiesto con la actual decisión del gobierno de congelar el plan para el rezo mixto en el Muro de las Lamentaciones, bajo presión de los partidos ultraortodoxos, que ha provocado las críticas de la sociedad israelí contra este gobierno reaccionario. En cuanto a las «celebraciones» del 50 aniversario de la guerra, Gideon Levy predijo correctamente: «Creo que la mayoría de los israelíes serán bastante indiferentes. Es una sociedad totalmente preocupada por los asuntos privados. Nadie más que los colonos lo celebrarán. En Tel Aviv, a la gente no puede importarle menos y ningún esfuerzo artificial del gobierno puede cambiar eso». El proyecto imperialista sionista ha fracasado por completo en unir a Israel sobre una base nacional o religiosa, o en proporcionar siquiera a la clase obrera judía un trabajo y condiciones de vida estables. En el fondo, el sionismo es una ideología capitalista y bajo el peso de las contradicciones capitalistas está destinado a fracasar.
Mientras tanto, los palestinos y otros sectores oprimidos de la sociedad israelí viven y mueren diariamente en un clima de miedo y horror. En Jerusalén oriental, que las tropas israelíes aparentemente «liberaron» de la ocupación jordana, un abogado del registro de población israelí describía una situación en la que miles de árabes cruzan un puesto de control para registrarse como ciudadanos de su propia ciudad: “una mujer, que temía que si se movía no podría volver, daba el pecho a su bebé dentro de la puerta de entrada giratoria». Con condiciones de tal brutalidad, el sionismo tarde o temprano tendrá dificultades para ocultar la lucha de clases a ojos de los israelíes y palestinos de a pie.
En Egipto, otro régimen militar está siendo despojado de su fachada ilusoria de «hombre fuerte». Pero a diferencia de 1967, este embarazoso espectáculo sucede tras un periodo revolucionario, tan sólo unos años después de la eliminación por parte de las masas de dos regímenes anteriores y varios gobiernos. Y esta vez lo que se expone no es simplemente la debilidad de un solo político desesperado, sino la avidez sin rostro y sin fronteras de todo un sistema, y del que Egipto es esclavo actualmente.
El legado de la guerra de los Seis Días no sólo es el de una aventura imperialista, guerra bárbara, fervor nacionalista y opresión salvaje. También ha ayudado a poner en marcha una cadena de acontecimientos que han incluido las dos Intifadas palestinas y varios movimientos revolucionarios de masas. Esta cadena de acontecimientos sólo puede completarse con la transformación socialista de la sociedad, o seguirá resonando con graves consecuencias para millones de personas en todo el Oriente Medio.