A punto de cumplirse ya los primeros tres años del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, está claro que el panorama político en México dio un vuelco que pocos habrían anticipado antes de las elecciones federales de 2018. Desde entonces, se libra una disputa por la credibilidad entre los partidos que se alternaron los tres sexenios anteriores en el gobierno (ahora desacreditados y aún sin reponerse del revés sufrido en los últimos comicios presidenciales). Éstos se han agrupado en una coalición auspiciada por la propia clase dominante —que se rehúsa a renunciar a su control sobre el Estado— y sus medios de comunicación, y el nuevo gobierno, que mantiene un amplio respaldo popular, impulsando algunas políticas sociales en beneficio de una parte de las clases explotadas, mientras se juega en dos frentes la continuidad de su proyecto (contra la inercia del aparato estatal que le fue heredado y contra la infiltración de la derecha en las filas de su propio partido).
Cada acontecimiento público es una nueva escaramuza para legitimar o desacreditar a la llamada Cuarta Transformación, siendo una de las más recientes el citatorio judicial y la consecuente evasión del excandidato presidencial del PAN, Ricardo Anaya Cortés, quien abandonó el país declarándose como perseguido político.
El pasado lunes 23 de agosto, Ricardo Anaya se hizo notar en las redes sociales mediante un video en el que anunciaba su decisión de “exiliarse” en los EE.UU., para sustraerse a la “persecución política” de que lo haría objeto, a decir suyo, el actual gobierno. A partir de ese momento, recibió el respaldo unánime de los partidos opositores, además de que sus aseveraciones tuvieron una amplia difusión en los medios de comunicación dominantes, que las validaron de inmediato, sin mediar análisis o crítica alguna, y las reprodujeron hasta el cansancio.
Para la clase explotadora y sus representantes, la culpabilidad o inocencia de Ricardo Anaya, e incluso la justicia misma, son irrelevantes; lo que les interesa es suplantar el interés del conjunto de la sociedad con sus propios intereses mezquinos, mediante la manipulación. Con ello en mente, no desaprovecharon la ocasión para caracterizar al gobierno que encabeza AMLO como un régimen represivo y abstraerse por completo de aquellas conductas de Ricardo Anaya que, en 2018, y aún antes, eran condenadas desde las propias filas de la derecha. El que aspira a repetir la candidatura presidencial en 2024 se acarreó la animadversión de no pocos de sus correligionarios mientras labraba su camino a la presidencia de su partido sin escatimar traiciones ni mediar escrúpulos.
Iniciada su carrera política en la Juventud panista de Querétaro, en 1997 (con 18 años), perdió la elección para el único cargo público para la que se había postulado antes de ser aspirante presidencial, cuando buscó se diputado local en el año 2000. No obstante, desde 2002 fungió como secretario del gobernador Francisco Garrido, al que había seguido desde que aquél ocupó la alcaldía de Querétaro, cinco años atrás. En 2007, buscó la cercanía con el grupo partidista afín a Felipe Calderón (impuesto ya como presidente de la República mediante un fraude electoral, un año antes), distanciándose de su anterior benefactor (quien había apoyado a Santiago Creel en la búsqueda de la candidatura presidencial del PAN), culminando su separación al marginar a Francisco Garrido del Comité Ejecutivo Nacional del partido, posición que el mismo Ricardo Anaya asumiría a instancias del calderonista Germán Martínez.
Su nueva lealtad lo premiaría con una diputación local por la vía plurinominal, en 2009, con la presidencia local de su partido, un año después, y finalmente, con una diputación federal, también plurinominal, en 2012; cargo desde el cual cultivaría nuevas relaciones, con Gustavo Madero (vencedor del calderonismo al interior del PAN) y con Luis Videgaray (secretario en el gabinete presidencial del priísta Enrique Peña Nieto).
Las primeras ráfagas del “fuego amigo” ya se arrojaban sobre Ricardo Anaya desde que apoyaba a Roberto Gil contra Gustavo Madero en la disputa por la presidencia del PAN, revelando probables actos de corrupción durante su participación en el gobierno de Francisco Garrido, en Querétaro. Una vez como diputado federal, pudo limar las asperezas, escindiéndose del calderonismo para ser nombrado vicecoordinador parlamentario de su partido, cargo desde el cual se hizo conocido por cobrar sobornos o “moches” a los gobiernos locales a cambio de asignarles recursos (como integrante de las comisiones legislativas de Hacienda, Presupuesto e Infraestructura). Fue también desde esa posición que empezó su interlocución con el entonces secretario de Hacienda, Luis Videgaray, para ascender finalmente a la presidencia del Congreso. También en ese contexto, habría recibido el soborno del entonces director de la paraestatal Pemex, Emilio Lozoya, para aprobar la reforma energética de EPN. Finalmente, para conquistar la presidencia del PAN, desde la cual apuntalaría sus aspiraciones presidenciales, tuvo que adelantarse a Gustavo Madero, quien tenía el mismo proyecto y creía contar con la lealtad de Ricardo Anaya para concretarlo. Ya en plena campaña presidencial, el calderonista Ernesto Cordero lo acusaría de lavado de dinero.
Con tales antecedentes, no puede sino causar suspicacia el cobijo que hoy le procuran a Ricardo Anaya sus correligionarios y sus aliados en la coalición opositora. Tampoco dejan de llamar la atención las declaraciones que Anaya ha soltado en su defensa desde que fuera citado a declarar por el caso de Emilio Lozoya, llenas de imprecisiones y verdades a medias, como el hecho de que asegurara que sería detenido al rendir su declaración, cuando todavía no había una acusación formal en su contra o alerta migratoria en su búsqueda, como lo informó el 26 de agosto el Instituto Nacional de Migración. Así mismo, destaca el hecho de que Ricardo Anaya haya salido del país desde el 5 de julio, en un vuelo privado, con bastante anticipación a su decisión de “exiliarse”. Respecto al señalamiento de que habría adquirido dos inmuebles luego del soborno por la aprobación de la reforma energética peñista, pretendió desviar la atención señalando que dichos inmuebles pertenecieron a su madre y a su suegra, cuando ello no lo exime de la sospecha de que ambas adquisiciones hayan sido aprovechadas para el lavado de dinero; delito que ya le había imputado su correligionario Ernesto Cordero por la venta de una nave industrial en Querétaro, ocasión en la cual falsificó la firma del notario público Salvador Cosío Gaona.
La audiencia de Ricardo Anaya ante la Fiscalía General de la República —órgano independiente al que se refiere reiteradamente como “la fiscalía de López Obrador”— fue finalmente aplazada para el 4 de octubre, en virtud de que, al solicitar una audiencia virtual por vía remota, pretendió atender a la misma desde territorio extranjero, lo que no está permitido por la ley. Sin embargo, y aunque la charada de Ricardo Anaya se hace evidente cuando aduce que se busca truncar sus aspiraciones presidenciales, para evadir su responsabilidad, resta comprobar la capacidad de la FGR para imputarlo, vista la lentitud con la que ha investigado y atendido las revelaciones que hiciera Emilio Lozoya desde que fue extraditado desde España.
Sobre el caso de Ricardo Anaya, el presidente López Obrador aseguró que en su gobierno “puede haber políticos presos, pero no presos políticos”, mas, hace falta que la fiscalía a cargo de Alejandro Gertz Manero consigne a más de los primeros para que termine por cristalizar la lucha contra la corrupción del actual gobierno.
La carrera de Ricardo Anaya representa nítidamente la estampa del PAN y de la clase política mexicana, amparada por un Estado, burgués y capitalista, que no puede reformarse, sino que debe extinguirse para que parásitos como él dejen de medrar a expensas de la clase trabajadora.