Por David García Colín Carrillo
Hoy [18 de julio del 2018] se cumplen 100 años de que el zar Nicolás II y su familia fueran fusilados por los bolcheviques. En contracorriente de la sentimental y lacrimógena propaganda de la burguesía –hipócrita en una clase social que se encumbró en el poder con una revolución que cortó cabezas reales- hay que situar ese evento en su contexto revolucionario para entender su significado y causas.
En abril de 1918 cinco sextos del territorio están en manos de los blancos cuyas fuerzas desde el sur y oeste se cierran, como pinzas, rumbo a Moscú. La revolución bolchevique –a lo largo de tres años- será asediada por 21 ejércitos extranjeros en 12 frentes de guerra. Los ejércitos reaccionarios quieren asesinar a la revolución en su cuna. Los bolcheviques y millones de solados, campesinos y obreros que les apoyan creen que la revolución tiene derecho a defenderse.
La idea de los comunistas, al mantener presa a la familia real, era armar un juicio público contra los crímenes del zar y la zarina que sería transmitido al mundo. En un juicio el zar y la zarina podían haber sido condenados a muerte pero no así los cinco hijos cuyo único crimen era pertenecer a una dinastía condenada. La monarquía rusa tenía las manos manchadas de sangre, muy lejos de la imagen encantadora que nos muestran las películas de Disney. A Nícolás II se le conocía entre los activistas como “Nicolás el sangriento” desde que aquél domingo 3 de enero de 1905 el zar respondiera a una procesión pacífica cargada de íconos religiosos e imágenes del zar con una lluvia de balas. Pero era uno más de sus crímenes. Nicolás había patrocinado progromos monstruosos contra judíos y minorías nacionales. Tan sólo en el mes de octubre de 1905, 10 mil personas fueron asesinadas en razzias de las Centurias Negras. Cuando un cierto capitán Richter ametralló a personas desarmadas, el zar estampó al margen del informe “¡bravo muchaco!”.1
Ante la decadencia de la monarquía y la sensación de que el suelo se esfumaba bajo sus pies, la zarina y el zar se aferraron a un tosco y vulgar misticismo que incluso repelía a la reaccionaria iglesia ortodoxa. Rasputín, un loco alcohólico, cuaquero y estafador, alcanzó tal influencia en la zarina que provocó una conspiración palaciega que le costó la vida. “Así terminaba un reinado que había sido todo él una cadena ininterrumpida de fracasos, catástrofes, calamidades y crímenes, empezando por la hecatombe de Chodinka durante las fiestas de coronación, pasando por los fusilamientos en masa de huelguistas y campesinos sublevados, por la guerra rusojaponesa, por las terribles represiones que siguieron a la revolución de 1905, por las innumerables ejecuciones, razzias punitivas y los progromos nacionalistas, y acabando por la participación insensata e infame de Rusia en la infame e insensata guerra mundial”.2
Las tropas checas se aproximaban a Ekaterinburgo en donde se encontraba arrestada la familia real, el peligro de su liberación era inminente. La reacción tendría una cabeza coronada, con su dinastía sucesoria, como estandarte. En estas terribles condiciones se explica el fusilamiento y el que se incluyera a los cinco hijos. Serán consideraciones similares a las que obligan a los jacobinos a ejecutar al rey Luis XVI o a los liberales juaristas con respecto a Maximiliano. Entre el 16 y 17 de julio de 1918 la Cheka local fusila, en el sótano de la casa Ipátiev, en torno a la una y media de la madrugada, a los últimos Romanov. Las tropas invasoras toman Ekaterinmburgo nueve días después abriéndose camino hacia Moscú pero ya no encuentran ningún estandarte vivo (y esto incluye a los hijos que llevan la sangre de la dinastía). Trotsky relata en su diario una conversación con Sverdlov (quien funge, en Moscú, como brazo derecho de Lenin): “¿Quién tomó la decisión [de ejecutar a los Romanov]? –Lo decidimos aquí –respondió Sverdlof-. Ilich creía que no debíamos dejar a los Blancos una bandera viviente para agruparse en torno a ella”.3
Al día siguiente una reunión presidida por Lenin, donde comisarios del pueblo discuten un decreto sobre protección de la salud, es interrumpida por Sverdlov con la noticia de la ejecución de la familia real. Un breve silencio es interrumpido por Lenin: “Ahora procederemos a leer el borrador del decreto, artículo por artículo”.4 Incluso Orlando Figes, un autor absolutamente hostil a Lenin –y evidentemente a la Revolución rusa-, anota un testimonio: “La población de Moscú recibió las noticias [de la ejecución] con una indiferencia sorprendente”.5
La indiferencia del pueblo ante la ejecución del zar no es casualidad ni es tan sorprendente como cree Figes. No existen dudas de que si la reacción triunfa va a ahogar en sangre a las masas que han apoyado la revolución y, por supuesto, destruirán sus conquistas (revolución agraria, nacionalización, reformas progresistas). Cuando los blancos toman el control del territorio proceden a masacrar a la población y regresan las tierras a los terratenientes:
“Con la ayuda de la división alemana de Von der Goltz, los blancos aplastan a los rojos a principios de abril y desatan un terror inaudito; mujeres y prisioneros, alineados delante de muros o fosas, son abatidos a disparos de ametralladora; se elimina a los heridos y se amontona a 80 mil prisioneros en la cárceles o en los primeros campos de concentración en la guerra civil. El saldo del terror asciende a 35 mil muertos, fusilados, arrebatados por el hambre y el tifus”.6
Los métodos de terror descritos por el propio general blanco Kornilov son bastante claros: “Aun cuando haya que quemar la mitad de Rusia y derramar la sangre de la tres cuartas partes de la población, lo haremos si es necesario para la salvación del país” o leamos ésta otra “perla de humanitarismo” y legalidad burguesa: “Donde se fusila a la genta como perros, reina la paz, la prosperidad y un sentido muy afinado de legalidad ”. Los campesinos sublevados en Tambov (1920-1921) “cortaron a hachazos las manos y los pies de los comunistas que habían capturado, les arrancaron los ojos, los destriparon a golpes de horca o los quemaron vivos en hogueras a cuyo alrededor bailaban de júbilo”. 7
Los cosacos no se quedaban atrás: “(…) organizaban sopas comunistas en las aldeas de mayoría judía: ponían a hervir a judíos comunistas en enormes calderos e invitaban a los otros cautivos a comer la carne cocida de sus camaradas, so pena de sufrir la misma suerte. Innumerables niñas y muchachas judías fueron violadas por cosacos que a continuación les hundían el sable en el bajo vientre hasta la empuñadura.”8
El general Kolchak amalgama su ejército con el terror: […] se daba por supuesto era servir en el Ejército blanco, igual que había servido en las fila del zar, y que, si se negaba, el Ejército tenía derecho a castigarle, incluso a ejecutarle si era necesario, como una advertencia para los otros. Se flageló y torturó a los campesinos, se tomaron rehenes y se les fusiló, y se quemaron aldeas completas hasta los cimientos para forzar los reclutamientos militares”.9
En contraste el “terror” del Ejército Rojo no es competencia en cuanto a crueldad. “El partido se esforzaba por moderar la dureza de la instituciones locales… Mientras en los primeros seis meses de su actividad, desde diciembre de 1917, las comisiones extraordinarias de represión (Chekas) no habían fusilado más que a veintidós personas, más de seis mil ejecuciones produjéronse en los seis últimos meses de 1918, de acuerdo con las estadísticas oficiales, manifiestamente deficientes. Por terrible que fuera, el terror rojo no podía compararse, en cuanto a amplitud, con el Terror blanco que asolaba la pequeña Finlandia. En el mediodía, la contrarevolución masacraba a los revolucionarios y consideraba que cualquier obrero era, por definición, un pro-bolchevique. Los rojos respondían con la masacre de los oficiales y los burgueses prominentes ”.10 Es cierto que el gobierno aprobará medidas draconianas, como la toma de rehenes y la amenaza a los familiares de los contrarrevolucionarios, y que Lenin señalará que el gobierno soviético más que dictadura parece una “papilla para gatos”, pero también es cierto que esas medidas draconianas –más de propaganda que de efectos prácticos- rara vez se aplicarán.
El fusilamiento de la familia real es un símbolo de una revolución que se defiende desesperadamente y está dispuesta a llegar hasta el fin. No se trató de una muestra de fuerza sino de debilidad. Gracias a esa determinación el Ejército Rojo –creado de la nada y dirigido por Trotsky- ganó la sangrienta guerra civil, contra todas las previsiones de los estrategas de la burguesía –incluido Churchill- que no le daban al poder soviético unas semanas o acaso unos meses de vida. No fueron los recursos materiales o el entrenamiento militar los que decidieron la contienda –los ejércitos blancos estaban generosamente financiados y dirigidos por militares experimentados-, fue, ante todo, la inspiración política de un pueblo en armas para defender sus conquistas.
Y aunque, sin duda, hubiera sido preferible un juicio público contra el odiado monarca, nadie lloró la muerte de Nicolás el Sangriento. Los lloriqueos –acaso reservados en el corazón de monárquicos y fascistas- no renacerán sino hasta el colapso de la Unión Soviética y ante la necesidad de la burguesía de enterrar con símbolos reaccionarios la memoria de la revolución.
1 Trotsky, Historia de la revolución rusa, Tomo I, Madrid, Sarpe, 1985, p. 73.
2 Ibid. p. 97.
3 Citado en: Robert Payne, Vida y muerte de Lenin, en Grandes Biografías del Reader”s Digest, Madrid, p. 171.
4 Figes, Orlando; La revolución rusa (1891-1924) La tragedia de un pueblo, España, Edhasa, 2014, p. 700.
5 Ibid. p. 700.
6 Jean-Jacques Marie, Trotsky, revolucionario sin fronteras, México, Fondo de cultura económica, 2009, p. 171.
7 Ibid. p. 187.
8 Ibidem.
9 Figes, Orlando; La revolución rusa (1891-1924) La tragedia de un pueblo, España, Edhasa, 2014, p. 717.
10Serge, Victor; Vida y muerte de León Trotsky, México, Juan pablos editor, 1971, p. 99.