Llegaron de todo el país, del sur y del norte, de la costa y de la selva, muchos aymaras y quechua, obreros, campesinos y la juventud estudiantil, todos unidos en Lima con un objetivo: derrocar a la presidenta ilegítima Dina Boluarte, que asumió el poder tras el golpe del 7 de diciembre contra Pedro Castillo.
La marcha de los 4 Suyos (llamada así por los cuatro puntos cardinales de la división administrativa del imperio inca) fue multitudinaria, decenas de miles como mínimo, aunque es difícil hacerse una idea general clara por la dispersión de la misma. Desde primera hora de la mañana se reunieron en distintos puntos de la capital, Lima, para marchar hacia el centro.
Habían llegado desde el lunes 16 de enero, a pesar de que el gobierno había declarado el estado de emergencia en los departamentos de Lima, el Callao, Puno y Cusco. Los bloqueos policiales de las carreteras querían impedir que las caravanas de vehículos convergieran hacia la capital pero, en vano, obreros y campesinos encontraron la forma de evitarlas.
El movimiento de masas contra el golpe de Estado en Perú ha llegado a ese punto que la clase dominante teme en todo el mundo: la represión ya no sirve para acobardar a las masas. La policía y el ejército ya han matado a casi 50 personas.
El último incidente sangriento antes del paro nacional de ayer se produjo en Macusani, provincia de Carabaya, Puno. Aquí, miembros de las rondas campesinas habían llegado a la capital provincial para protestar contra Dina Boluarte y el golpe contra Castillo. Tras una marcha pacífica, se disponían a regresar a sus comunidades. Un rondero anónimo describió a La República lo que sucedió después:
“Todo estaba bien. Los policías comenzaron a apuntarnos y amenazarnos con insultos racistas y ahí se descontroló todo. Ellos disparaban armas y nosotros nos hemos defendido con hondas».
La policía utilizó fusiles de asalto AKM. Sonia Aguilar, campesina rondera de 35 años, murió instantáneamente de un balazo en la cabeza. Salomón Valenzuela Chua, de 60 años, también rondero, moriría al día siguiente por heridas de bala en el tórax. «Cuando nuestra hermana cayó muerta, todos se enfurecieron porque no era posible que nos maten». La rabia de la gente estalló e incendiaron el edificio del poder judicial y luego obligaron a la policía a abandonar el pueblo e incendiaron también la comisaría.
Los que llegaron a Lima fueron recibidos por estudiantes de dos de las principales universidades: la San Marcos y la Nacional de Ingeniería, que habían tomado las instalaciones para proporcionar un lugar donde dormir a los que habían recorrido largas distancias en buses y micros. Los limeños solidarios les proporcionaron comida, agua y mantas.
Las columnas de manifestantes convergieron en la Plaza Dos de Mayo hacia las 4 de la tarde. No se componían solamente de delegaciones de las provincias, sino también un número considerable de obreros y estudiantes de la capital. Los principales organizadores habían anunciado que la marcha se dirigiría al Parque Kennedy, pero muchos decidieron marchar hacia el Congreso y la Presidencia, con un objetivo en mente: que se vayan todos, tanto la ilegítima «presidenta» asesina Dina “Balearte” cómo todo el Congreso golpista.
Uno de los principales lemas de las protestas de los últimos días, tras el baño de sangre de diciembre, ha sido: «Esta democracia, ya no es una democracia». Los manifestantes se han dedicado a avergonzar a los policías: «que triste debe ser, matar a campesinos para poder comer».
El gobierno se había preparado, con casi 12.000 efectivos de la policía, muchos de ellos antidisturbios, y vehículos blindados. La represión policial dividió la enorme marcha en al menos cinco grandes bloques. En la avenida Abancay, que conduce al Congreso Nacional, una barrera policial contenía a la multitud. Cuando intentaron avanzar, la policía empezó a disparar botes de gas lacrimógeno desde vehículos blindados.
Grandes grupos de manifestantes se reagruparon en torno a la Plaza San Martín, otros decidieron marchar hacia el distrito de Miraflores. La represión policial fue brutal durante horas. Grupos de reservistas del ejército que se han unido al movimiento contraatacaron contra los antidisturbios. Los jóvenes, con escudos de fabricación casera, organizaban la autodefensa.
En un momento dado se incendió una vieja casona de madera en una esquina de la Plaza San Martín. Testigos presenciales afirman que fue un bote de gas lacrimógeno de la policía el que inició el fuego, que envolvió todo el edificio. El centro de la ciudad se llenó de humo y gases lacrimógenos. La policía propinaba brutales palizas al azar.
Además de Lima, hubo manifestaciones masivas en Arequipa, Cusco, Puno, en varias provincias del norte de la capital, etc. Decenas de bloqueos de carreteras cubrieron el mapa del país.
En Juliaca (Puno), Arequipa y Cusco, las masas intentaron tomar, de nuevo, los aeropuertos locales. El ánimo es insurreccional. En Arequipa consiguieron desbordar a la policía que lo custodiaba y esta respondió, también de nuevo, con munición real matando a Jhan Carlo Condori Arcana, de 30 años.
Pasadas las 9 de la noche, Dina Boluarte pronunció un discurso que fue televisado. En lugar de utilizar un tono conciliador, atacó de nuevo a los manifestantes. Culpó de las protestas a «unos malos ciudadanos que buscan quebrar el Estado de derecho, generar caos, desorden y tomar el poder”. Añadió que no tenía intención de dimitir y que “el Gobierno está firme y su gabinete más unido que nunca”. Pero al mismo tiempo extendió el estado de emergencia por 30 días a las regiones de Amazonas (en la frontera noreste), La Libertad (en la costa norte) y Tacna (en la frontera sur), revelando cómo el movimiento sigue creciendo en extensión geográfica.
Sin embargo, detrás de esta fachada la clase dirigente está claramente preocupada. El movimiento no da señales de amainar, a pesar de la brutal represión. Las encuestas de opinión muestran un rechazo abrumador a Boluarte y al Congreso.
Algunos de los comentaristas más sagaces de la clase dominante empiezan a preguntarse si no sería buena idea que Boluarte se hiciera a un lado para restablecer la calma y desactivar el movimiento.
El problema al que se enfrentan es que, por un lado, esto supondría una victoria para el movimiento y no hay garantías de que las masas se detengan ahí. Por otro lado, no tienen un sustituto claro para ella. Necesitarían una figura que tuviera un cierto grado de apoyo popular para sustituirla. De hecho, ella, al ser la propia vicepresidenta de Castillo, era la «mejor» figura para encabezar el golpe desde el punto de vista de la clase dominante. Esa carta ya ha sido quemada.
La dimisión de Boluarte bajo la presión del movimiento de masas plantearía inmediatamente la cuestión de la Asamblea Constituyente y la libertad de Castillo. La clase dirigente teme las consecuencias. En un artículo de opinión en el medio de derecha argentino Infobae, Rafael Zacnich Nonalaya, gerente de Estudios Económicos de la Sociedad de Comercio Exterior del Perú, advertía:
“Una nueva Constitución no resolverá las urgencias de la población de la noche a la mañana; sino, por el contrario, abriría el espacio para, por ejemplo, petardear una de las bases del crecimiento y la generación de recursos, como lo es el capítulo económico de la Constitución, volviendo al Estado empresario y desincentivando la inversión en nuestro país.» (énfasis nuestro).
La oligarquía capitalista y las multinacionales mineras temen lo que una Asamblea Constituyente pudiera decidir en materia económica. La nacionalización del gas y la minería fue una de las promesas electorales que auparon a Castillo a la presidencia. La misma encuesta de opinión que reveló el descrédito masivo de Boluarte y el Congreso, también mostró un fuerte apoyo a más empresas públicas.
Aún así, si se enfrentan a la perspectiva de ser derrocados por las masas de obreros y campesinos en las calles, la clase dominante podría considerar la opción de conceder algún tipo de Asamblea Constituyente: que se convocara después de muchos meses, que implicara un referéndum y luego unas elecciones meses después; y que tuviera una serie de mecanismos para garantizar que estuviera firmemente bajo su control. El objetivo sería desviar las masas de la movilización callejera y llevarlas a los canales seguros del parlamentarismo burgués, de la variedad constitucional.
El movimiento de masas de obreros y campesinos sigue en ascenso y se extiende en número y alcance. La resistencia de las masas peruanas es realmente inspiradora. Se han levantado y están dispuestas a llegar hasta el final. En el momento de escribir este artículo amaneció con 127 bloqueos de carreteras en las principales vías de todo el país, abarcando 18 regiones diferentes. Las masas obreras y campesinas están decididas y no han sido derrotadas.
Sin embargo, existe el peligro de una situación de empate virtual que podría agotar a las masas: Boluarte no está dispuesta a dimitir y el movimiento no está dispuesto a retroceder. Ahora es el momento de aprovechar la oportunidad y avanzar hacia adelante.
Para ello, el movimiento necesita una dirección democrática centralizada. Hasta ahora, la CGTP y la Asamblea Nacional Popular (ANP), le han dado un cierto grado de coordinación, junto con instancias de coordinación y organizaciones de masas que existen a diferentes niveles: Frentes de Defensa de los Pueblos regionales, la coordinación nacional de rondas campesinas, instancias sindicales, ligas campesinas, organizaciones indígenas, etc.
Todos ellos deberían reunirse en una gran Asamblea Nacional Revolucionaria de Obreros y Campesinos, formada por delegados elegidos y revocables, que tomara las riendas del país en sus propias manos y acabara con todas las instituciones existentes. La cuestión de quién gobierna el país está planteada. El pueblo trabajador del Perú debe llevar la lucha hasta sus últimas consecuencias, tomando el poder en sus propias manos.