El anuncio en la reciente cumbre de los BRICS de que este bloque de países se ampliaría para incluir a otros seis nuevos (Argentina, Egipto, Irán, Etiopía, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos) generó una oleada de declaraciones optimistas, casi piadosas, de destacados dirigentes del Partido Comunista Portugués (PCP), ensalzando las virtudes de este grupo ampliado de países del llamado «Sur Global».
António Filipe, ex diputado y miembro del Comité Central del PCP, escribió en Expresso que la «creciente multipolaridad de los BRICS representa una posibilidad para cada país de obtener apoyo para el desarrollo sin estar sujeto a la tutela imperial […] Esta es una buena noticia para el mundo y no dejará de tener un impacto significativo en el desarrollo de las luchas sociales».
En las páginas de ¡Avante!, el periódico oficial del PCP, también encontramos elogios públicos al Partido Comunista Chino (PCCh) por parte de Luís Carapinha, miembro del Comité Central del PCP. Celebra que el PCCh sea la «fuerza impulsora de grandes proyectos internacionales de cooperación e inversión […] Iniciativas que, juntas, sientan las bases para la transición a una nueva era de desarrollo global más equitativo, embrión de un nuevo orden económico internacional».
Su panegírico al PCCh termina, sin embargo, con una importante advertencia: «Quedan luchas por delante para transformar los intereses económicos convergentes del Sur Global – y de sus pueblos – en métodos efectivos de cooperación. Esto debe hacerse, sin perder nunca de vista al enemigo principal en cada momento». Los comunistas, de hecho, nunca perdemos de vista al enemigo principal: la burguesía, en todos y cada uno de los «momentos dados».
BRICS
No se puede negar que en las últimas décadas se ha producido un importante desarrollo de las fuerzas productivas en los países conocidos como BRICS. Desde un punto de vista marxista, esto no es malo, sino todo lo contrario. Al desarrollar la industria, la clase capitalista fortalece a la clase obrera y, en última instancia, crea las condiciones para su propio derrocamiento. El desarrollo económico y la expansión de la industria ayudan a avanzar en las tareas de la revolución socialista en estos países.
Debe quedar claro que el BRICS no es una organización benéfica, sino un grupo de países -las llamadas «economías emergentes»- que se han unido con el fin de flexionar su creciente músculo económico para influir en la política mundial. Las clases dirigentes de los Estados miembros del BRICS no tienen ningún interés en un «desarrollo más equitativo». Más bien, al igual que las clases dominantes de todas las naciones capitalistas, quieren una mayor parte de este «desarrollo», es decir, del comercio mundial, para sí mismas.
La pertenencia a los BRICS no borra las diferencias de clase dentro de un país, ni disipa las contradicciones del capitalismo ni aporta solución alguna a la crisis actual. Entonces… ¿Qué tipo de «impacto significativo» pueden tener los BRICS en las luchas sociales o en las condiciones de vida de la clase trabajadora?
Para los comunistas, un «desarrollo mundial más equitativo» sólo puede lograrse mediante la lucha de clases y la toma del poder por el proletariado. No puede lograrlo un club formado por imanes iraníes, generales egipcios, capitalistas brasileños, príncipes saudíes, oligarcas rusos y burócratas chinos.
Imperialismo
Sería un error presentar el mundo como si sólo estuviera formado por dos tipos de naciones: por un lado, un grupo de potencias imperialistas (EEUU, Europa y Japón) y, por otro, todos los países pobres y subdesarrollados, totalmente dependientes del llamado «Occidente».
Según este punto de vista, estos últimos países no pueden desempeñar un papel independiente en la política mundial ni en la economía mundial; sus acciones están totalmente subordinadas y dependen de las grandes potencias imperialistas (principalmente EEUU) y, como tales, nunca pueden ser considerados imperialistas.
Esta forma de ver las cosas ignora la realidad. ¿Podemos, por ejemplo, situar a Etiopía, Bolivia o Bangladesh al mismo nivel que Rusia y China? Es evidente que estos países se encuentran en niveles muy diferentes de desarrollo económico. Y a un desarrollo económico distinto corresponde una capacidad distinta de hacer valer sus demás intereses: su deseo de obtener una mayor cuota de los mercados mundiales, un mayor acceso al petróleo y a otras materias primas, prestigio, poder militar, etc.
Es precisamente el desarrollo del capitalismo lo que conduce necesariamente al imperialismo, la fase superior del capitalismo. Hace más de cien años, Lenin explicó que el equilibrio de fuerzas entre las potencias imperialistas no era inmutable:
«Hace medio siglo, Alemania era un país que representaba una insignificancia comparando su fuerza capitalista con la de Gran Bretaña; lo mismo puede decirse al comparar Japón con Rusia. ¿Es «concebible» que en diez o veinte años la correlación de fuerzas entre las potencias imperialistas permanezca invariable? Es absolutamente inconcebible».
En El imperialismo, fase superior del capitalismo, Lenin definió los cinco rasgos fundamentales del imperialismo:
- La monopolización de la economía.
- La fusión del capital bancario e industrial para crear el «capital financiero».
- La exportación de capital.
- La asociación internacional de naciones capitalistas.
- El reparto del mundo -entonces mediante la colonización directa y hoy mediante el neocolonialismo- en «esferas de influencia».
¿Puede alguien negar que el crecimiento de los monopolios, el dominio del capital financiero, la exportación de capital, la participación en asociaciones internacionales y la avidez por nuevos mercados son aplicables al capitalismo ruso o chino de hoy?
Comparemos con el ejemplo histórico de Portugal. Durante la dictadura del Estado Novo, el PCP dijo (correctamente) que Portugal era tanto un país colonizador como colonizado. Si en aquella época era posible caracterizar al país más pobre y atrasado de Europa Occidental como una nación dependiente y al mismo tiempo imperialista, ¿por qué no podemos caracterizar hoy a Rusia o China como países con ambiciones y políticas imperialistas, a pesar de que Estados Unidos sigue siendo la potencia imperialista más importante del mundo?
Y aquí tenemos que ser totalmente claros: reconocer el carácter imperialista de Rusia y China no disminuye el hecho de que el gobierno de Estados Unidos sea la fuerza más reaccionaria del planeta. Por esta razón, nos oponemos irreconciliablemente al imperialismo estadounidense. Sólo en los últimos 30 años, ha bombardeado o invadido Somalia, Sudán, Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia y Siria. Podemos añadir los innumerables casos de injerencia, chantaje, sanciones, golpes de Estado y «revoluciones de colores» patrocinados por el gobierno estadounidense en el mismo periodo.
Pero el capitalismo estadounidense no es el único villano Ha asumido su papel de principal potencia imperialista, debido a su posición como mayor potencia capitalista del mundo. En la actualidad, Estados Unidos -a su vez, una antigua colonia británica- está desempeñando el papel que Gran Bretaña desempeñó en el siglo XIX. Este papel podría ser desempeñado por otro país mañana, si Estados Unidos fuera suplantado como el país capitalista más avanzado y poderoso. Esto se debe a que, al fin y al cabo, lo que cuenta no son los intereses declarados de los capitalistas, sino las leyes históricas del desarrollo del capitalismo.
Por lo tanto, se plantea la pregunta: ¿ha cambiado el carácter del imperialismo desde la época de Lenin, desde los días en que Portugal era tanto un país colonizador como colonizado? ¿O es la posición del PCP sobre el imperialismo la que ha cambiado?
El papel de China
El hecho de que China esté gobernada por un partido que formalmente se autodenomina «comunista» no significa que su economía sea socialista. Al contrario, la camarilla burocrática que domina China ha dirigido la restauración del capitalismo en las últimas décadas. Ello se ha logrado mediante una política de privatizaciones generalizadas, la liberalización del mercado interno y del comercio exterior, y una apertura a la inversión extranjera a una escala sin precedentes: ahora es el país del mundo que más inversión extranjera atrae.
El desarrollo económico de China se basó en décadas de planificación económica bajo una economía nacionalizada. Pero esa época ya ha pasado. Hoy en día, el sector privado aporta el 60% del PIB chino, representa en torno al 60% de la inversión, genera más del 80% de los puestos de trabajo en las ciudades y constituye alrededor del 80% del total de empresas del país. ¿Son éstas las características de una economía socialista?
En Portugal, tras la Revolución de los Claveles, ya se había nacionalizado todo el sector bancario y financiero, así como las principales industrias. Sin embargo, a pesar del tamaño del sector público (e incluso de elementos de autogestión en algunas áreas), Portugal nunca dejó de ser un país capitalista. Las empresas nacionalizadas funcionaban según los estándares y normas de la economía de mercado, en contraposición a los de un plan económico decidido y aplicado democráticamente por los trabajadores.
Lo que tenemos hoy en China es un Estado altamente centralizado, que mantiene un firme control sobre aspectos de la economía capitalista, así como sobre el importante sector público del país. El carácter del papel del Estado en la economía privada es un vestigio de la revolución de 1949. Quién puede olvidar el famoso eslogan de Deng Xiao Ping, «¡enriqueceos!» – tomado de Bujarin- que coreaban los burócratas chinos en la década de 1990? Poco después, en 2001, fue el turno de Jiang Zemin de pedir abiertamente a los capitalistas que se afiliaran al Partido Comunista, en un momento en que más de 100.000 empresarios ya eran miembros.
Quienes sostienen que también Lenin, tras la Guerra Civil rusa, abogó por la aplicación de la Nueva Política Económica, que permitió una cierta liberalización de la economía soviética, no deben perder de vista que la NEP siguió dejando las principales palancas económicas en manos del Estado. Además, la NEP se aplicó en circunstancias muy especiales: el país había sido devastado por la guerra, estaba completamente rodeado por potencias imperialistas y la NEP se consideraba una política temporal para ganar algo de tiempo hasta el triunfo de la revolución comunista en Europa occidental.
Las políticas procapitalistas de China son cualquier cosa menos temporal. Han durado décadas. Se han privatizado sectores clave de la economía y los dirigentes del PCCh no llaman a la revolución mundial, sino a que los capitalistas chinos se unan a su Partido. ¿Puede alguien imaginarse a Lenin abogando por que la burguesía rusa se una al Partido Bolchevique? Y en la cuestión del régimen encontramos otra diferencia importante: a pesar de la amenaza de burocratización que se cernía sobre el Estado soviético en la década de 1920, el sistema de democracia obrera y libertad de discusión que existía en Rusia al principio no puede compararse con el régimen monolítico chino.
Por último, la política exterior de un país es la manifestación externa de los intereses de su clase dirigente. La llamada Iniciativa «Cinturón y Ruta» se presenta a menudo como un ejemplo de la diferente relación que China desea establecer con otros países, en comparación con Estados Unidos.
Que China quiera construir puertos, carreteras, ferrocarriles, aeropuertos e infraestructuras y otras inversiones «productivas» en otros países no es nada «innovador», ¡es la exportación de capital! China concede préstamos que supuestamente se destinarán a proyectos e inversiones de empresas chinas, igual que los británicos construyeron ferrocarriles en la India a costa de los indios. En ninguno de los dos casos se trata de unir a los pueblos y regiones del país, sino de saquear sus recursos y venderles productos fabricados en casa.
El hecho de que China pueda ofrecer ahora condiciones más favorables para conceder préstamos no se debe a la imaginaria beneficencia del Estado chino, sino a la necesidad de seguir siendo competitiva y conquistar nuevos mercados frente a Estados Unidos y sus aliados.
¿Un orden mundial más justo?
Dejando de lado, por un momento, la verdadera naturaleza de los países del BRICS, sus defensores se centran a menudo en el «desarrollo más justo» que esta asociación podría aportar.
Sin embargo, para simplificar, el capitalismo está en crisis. Esta crisis es el resultado de las contradicciones y los límites del sistema. En las últimas décadas, el crecimiento económico ha sido el resultado del crédito barato y del desarrollo del comercio mundial.
Pero lo que en el pasado aceleraba el crecimiento se ha convertido hoy en un enorme freno. La economía mundial se está polarizando cada vez más en dos bloques enfrentados como consecuencia de la rivalidad económica que se está desarrollando entre Estados Unidos y China. Esto ya está evolucionando rápidamente hacia una guerra comercial abierta, con la introducción de medidas como aranceles, sanciones y restricciones al acceso a tecnologías de punta. El comercio mundial se ve así amenazado por una creciente ola de proteccionismo, en la que cada país intentará exportar la crisis a sus vecinos. Y la factura de este proteccionismo, de los costes crecientes de las cadenas de suministro y de producción, se pasará en última instancia a los consumidores, es decir, ¡a la clase trabajadora!
En este contexto, ¿Cómo podemos hablar de un «orden mundial más justo»? ¿Y para quién sería «más justo» ese orden mundial? ¿Para los emires de Dubái? ¿O para los trabajadores inmigrantes del sudeste asiático que son explotados por los capitalistas emiratíes hasta un grado rayano en la esclavitud?
Entre 2009 y 2022, el PIB de Estados Unidos pasó de 14,47 billones de dólares a 25,46 billones. Sin embargo, el salario mínimo se mantuvo en 7,25 dólares la hora. ¿Qué beneficios ha obtenido la clase trabajadora estadounidense de toda la riqueza producida en su país, de todos los recursos que «sus» capitalistas han saqueado en todo el mundo?
Incluso si los países del BRICS consiguieran conquistar una mayor cuota del comercio mundial, o se beneficiaran de la llamada desdolarización y se desvincularan de las instituciones financieras dominadas por Occidente, dentro de la sociedad de clases, la creación de más riqueza no significa automáticamente una redistribución más justa de la renta. Y en plena crisis capitalista, tal expectativa no es más que una quimera.
La teoría de la «revolución permanente”
Siguiendo la táctica del «Frente Popular» menchevique-estalinista, tras la Segunda Guerra Mundial los partidos comunistas abogaron por alianzas con la llamada burguesía «progresista» de los países colonizados en la lucha contra las potencias colonizadoras. Supuestamente, en los países colonizados habría una capa de capitalistas «antiimperialistas», con la que las masas campesinas y proletarias podrían aliarse para conquistar la independencia. Pero siempre y en todas partes, la capa de la burguesía llamada «democrática», «progresista» o «antiimperialista» nunca perdió de vista que el proletariado y las masas oprimidas eran su principal enemigo.
El carácter utópico de esta idea ha quedado al descubierto en repetidas ocasiones por las numerosas derrotas sucesivas sufridas por los movimientos revolucionarios y el aplastamiento de los levantamientos populares. El Frente Popular fue incapaz de impedir la dominación neocolonial de los países que se liberaron del dominio colonial directo. La creencia de que la clase capitalista puede desempeñar un papel supuestamente «progresista» en el llamado Sur Global no sólo es errónea, sino reaccionaria.
Antes de 1917, aunque era una potencia imperialista, Rusia era también un país relativamente atrasado y dependiente. A pesar de la existencia de gigantescos focos de industria muy avanzada, la mayor parte del país había cambiado poco desde los días de la servidumbre, y el campesinado seguía subyugado a la nobleza agraria. Al desarrollar la teoría de la Revolución Permanente, Trostky explicó que en un país atrasado en la época del imperialismo, la «burguesía nacional» estaba inseparablemente ligada a los restos del feudalismo y al capital imperialista. Esto la hace completamente incapaz de llevar a cabo ninguna de sus tareas históricas.
Como predijo Trotsky, la corrupta burguesía rusa era incapaz de resolver las tareas más acuciantes que le planteaba la historia, en particular la cuestión agraria. Por esta razón, los bolcheviques pudieron tomar el poder sobre la base de consignas con un contenido esencialmente democrático-burgués, como las demandas de «paz, tierra y pan», de una Asamblea Constituyente, del derecho de las nacionalidades oprimidas a la autodeterminación, etcétera. Pero una vez tomado el poder en sus manos, los obreros rusos no se detuvieron ahí. Procedieron a expropiar a los capitalistas y comenzaron la tarea de la transformación socialista de la sociedad.
Del mismo modo, debido a la debilidad endémica de las burguesías nacionales del llamado «Sur Global», así como a sus vínculos con el imperialismo, estos capitalistas nunca podrán cumplir sus tareas históricas. Siempre seguirán siendo los agentes serviles de las grandes potencias, ya tengan su sede en Washington o en Pekín.
En El Manifiesto Comunista, Marx y Engels escribieron: «la emancipación de la clase obrera debe ser obra de la clase obrera misma». Fue desde esta perspectiva que, en 1917, los bolcheviques organizaron a la clase obrera rusa y la dirigieron en la lucha contra la reaccionaria nobleza zarista, contra la llamada burguesía rusa «liberal» y contra las potencias imperialistas tanto de la Entente como de las Potencias Centrales.
Ayer como hoy, los comunistas mantenemos la perspectiva de que «la emancipación de la clase obrera debe ser un acto de la clase obrera misma», ¡suya y de nadie más!