El presente artículo fue escrito por Alan Woods en el de contexto del 60 aniversario del llamado «Día D», bajo el título: «60º Aniversario del Día D. La verdad sobre la Segunda Guerra Mundial». En este se hace un análisis sobre el final de la Segunda Guerra Mundial, sobre el papel del imperialismo, el stalinismo y la derrota del fascismo por parte del Ejército Rojo.
El pasado mes de junio se cumplieron sesenta años del día que, en una mañana desapacible de tormenta, las tropas aliadas desembarcaron en las playas de Normandía. Este fue el Día D, la tan largamente aplazada invasión de Europa. Una semana después de las celebraciones oficiales visité Normandía con algunos amigos y compañeros. Hoy las mismas playas están plácidas y tranquilas. Paseando por las playas durante un brillante y soleado día de junio era difícil imaginar las terribles escenas de caos y carnicería que se vivieron hace sesenta años, cuando ni siquiera la mitad de los hombres consiguieron salir de la playa de Omaha porque antes fueron derribados por el fuego mortal de las armas alemanas.
La historia del Día D se ha contado en muchas ocasiones. A la opinión pública ha llegado una impresión conmovedora a través de películas como El día más largo y, más recientemente, Salvar al soldado Ryan. Las recientes celebraciones, acompañadas por toda una serie de documentales de televisión, han reavivado las historias sobre la heroica invasión de Francia, el terrible coste de vidas humanas, el sacrificio y el valor. Todo esto es cierto, pero no nos cuenta toda la historia.
Los cementerios militares, con sus interminables hileras de cruces, proporcionan una información detallada pero no pueden decir todo lo ocurrido. El cementerio estadounidense es como un jardín maravillosamente cuidado, con música de fondo de campanas que tocan melodías como El himno de batalla de la República y ancianos engalanados con medallas que lloran por los compañeros y la juventud que perdieron.
Hay una cosa curiosa que me llamó la atención. Las cruces del cementerio norteamericano sólo ponen la fecha de la muerte. No hay fecha de nacimiento. Parece que los soldados nunca nacieron, sólo murieron. Para que fuera ésta su única función en la vida. Murieron para que los demás puedan vivir en paz y democracia. En cualquier caso esa es la leyenda oficial. La verdad sobre la guerra es algo diferente. Pero en aniversarios como éste, lo último que se busca es la verdad.
Las celebraciones oficiales del Día D fueron como una elaborada pieza teatral. Como en el teatro, todo estuvo cuidadosamente ensayado y orquestado. Este año el papel de empresario lo jugó habilidosamente Jacques Chirac y el gobierno francés. Como se podría esperar lo hicieron con gran brillantez. Los pueblos y las ciudades estaban todos cubiertos con banderas de los aliados y placas con frases como: «Bienvenidos libertadores» y «Gracias». Todo muy conmovedor.
Sí, conmovedor, pero también un poco sorprendente. Después de todo se trataba del sesenta aniversario. En el cincuenta aniversario, que es una fecha más lógica para las celebraciones, el escenario fue bastante diferente. Las celebraciones entonces fueron a una escala mucho menor. Las celebraciones oficiales prácticamente se limitaron a un puñado de dignatarios. Muchos de ellos fueron acordonados para separarles del público.
¿Cuál es la diferencia en esta ocasión? Claramente está más en juego que la memoria histórica. Tiene más que ver con nuestros propios tiempos y el hecho de que, después del enfrentamiento entre Europa y EEUU con relación a Iraq, los gobiernos europeos, y Francia en primer lugar, estaban ansiosos por reparar los puentes rotos. Molesto por las críticas norteamericanas de «ingratitud», el gobierno francés está intentando demostrar su compromiso sincero con la Alianza del Atlántico Norte. El aniversario del Día D fue la excusa perfecta.
Muchos antiguos soldados estadounidenses que visitaron Francia durante las últimas semanas sin duda quedaron sinceramente conmovidos ante la bienvenida que recibieron de la población francesa normal, que a su vez era sincera en su deseo de prestar un tributo a los soldados que arriesgaron todo luchando en una guerra sangrienta contra el fascismo. Cuando los hombres y mujeres corrientes hablaban de su deseo de vivir en paz y libertad, sin duda eran sinceros. Pero las palabras y los hechos de la población corriente es una cosa y los de sus gobiernos y clases dominantes es otra bien distinta.
La debilidad de Alemania
La invasión a través del Canal en el verano de 1944 fue sin duda una hazaña inmensa de planificación militar, que necesitó de unos recursos y mano de obra colosales. Los alemanes habían fortificado la línea costera con búnkeres y artillería, un enorme sistema defensivo conocido como Muro Atlántico. A pesar de los duros bombardeos las fuerzas alemanas mantenían una fuerza considerable. Me sorprendió ver que, incluso hoy, varios búnkeres alemanes (con algunas armas dentro aún) se mantienen en pie, desafiando el tiempo como si fueran grotescos castillos arruinados rodeados de los cráteres provocados por las bombas.
Pero la historia de la guerra demuestra que las murallas y los búnkeres son poco útiles si no hay fuerzas serias para defenderlos. En 1940 Francia se sentía segura detrás de las defensas supuestamente inquebrantables de la Línea Maginot, hasta que el ejército alemán las rodeó. El comandante alemán Rundstedt se quejó a sus colegas más cercanos de que la muralla no era otra cosa que una gigantesca mentira, un «muro propagandístico». Creía que se debía atacar duramente a los invasores mientras que éstos aún estaban en las playas y empujarlos al mar. Esto requería blindados móviles y no unas defensas estáticas. Desgraciadamente, Rundstedt sabía que sus fuerzas eran reducidas y en general de pobre calidad:
«La mayoría de las tropas estacionadas en Francia eran chicos desentrenados o alemanes de la etnia Volksdeutscheg procedente de Europa del Este. Incluso había prisioneros de guerra soviéticos, armenios, georgianos, cosacos y otros grupos que odiaban a los rusos y querían ver libre su patria de comunismo. El armamento de las divisiones costeras era también de segunda fila, la mayoría fabricado en el extranjero y obsoleto» (M. Veranov, The Third Reich at War, pág. 490).
Alarmado ante la perspectiva de una invasión aliada de Francia, Hitler envió a su general más famoso, el legendario mariscal Erwin Rommel, antiguo comandante del Afrika Korps, para asegurar las defensas costeras. El alto mando alemán esperaba beneficiarse de la experiencia de Rommel y de su sólido conocimiento técnico, también esperaba que su presencia calmaría a la opinión pública alemana y preocuparía a los aliados. Pero Rommel se quedó conmocionado al ver la relativa debilidad de las defensas alemanas y particularmente por la ausencia de fuerzas efectivas de lucha.
«Rommel se quedó consternado ante lo que encontró. Quedó conmocionado por la ausencia de un plan estratégico global. Al principio descartó la idea de la Muralla Atlántica catalogándola de producto de la imaginación de Hitler, la llamó Babia (Wolkenkucksheim). Inspeccionó las tropas y vio que apenas eran las adecuadas. Desechó a la Armada y la fuerza aérea por ser casi inútiles: la Luftwaffe podría reunir a no más de 300 aviones de combate útiles frente a los miles de aviones británicos y estadounidenses que se esperaba surcaran los cielos cuando empezara la invasión de las playas, la Armada sólo tenía un puñado de barcos.
Dada la manifiesta debilidad de las fuerzas alemanas, Rommel no encontró otra alternativa que centrar las fuerzas en detener a los invasores al borde del agua. Por su experiencia en el norte de África, estaba convencido de que los aviones de combate y bombarderos aliados descartarían cualquier movimiento a gran escala de las tropas alemanas, ya que esperarían contraatacar contra una cabeza de playa establecida» (Ibíd., pág. 490).
La única posibilidad para los alemanes era detener la invasión en las playas. Como demuestran las líneas anteriores, esta táctica estaba determinada por la debilidad y no por la fortaleza. Los alemanes concentraron sus mejores fuerzas para este propósito, con resultados letales. Cerca de Saint Laurent, todavía se puede ver dentro de un búnker un poderoso cañón antitanque de 88 milímetros. Desde esta posición estratégica, con un alcance que abarcaba toda la playa de Omaha, es fácil imaginar el efecto devastador de estas armas, combinado con el fuego incesante de las ametralladoras apuntando hacia la orilla, destruyendo los tanques y matando a un montón de soldados.
Era tal la intensidad del fuego alemán que un comandante naval desembarcó prematuramente 29 tanques Sherman, supuestamente anfibios, demasiado lejos de las aguas en calma y cerca de la playa, 27 de estos tanques fueron directamente al fondo del mar con todas sus tripulaciones. Esto dejó a los hombres del Regimiento 116 sin los tanques vitales para cubrirles cuando estuvieran en la playa. Sólo el primer día murieron, desaparecieron o cayeron heridos más de 2.000 soldados estadounidenses y británicos.
A pesar de las enormes pérdidas sufridas en las playas de Normandía una vez desembarcaron las fuerzas británicas y estadounidenses el resultado era una conclusión inevitable. Las fuerzas alemanas eran demasiado débiles para ofrecer una resistencia efectiva. La razón de esta lamentable situación está clara. Hitler había estado agotando las reservas estacionadas en Francia para hacer frente a las enorme pérdidas que había tenido en el frente ruso.
Intrigas imperialistas
El desembarco de Normandía fue una operación militar impresionante y costosa, pero no se puede comparar con la escala de la ofensiva del Ejército Rojo en el Este. Esto era algo obvio para cualquiera que tuviera el más mínimo conocimiento del desarrollo de la guerra, incluidos los comandantes aliados y los gobiernos a los que representaban. En agosto de 1942 el Estado Mayor Conjunto de EEUU elaboró un documento que decía lo siguiente:
«En la II Guerra Mundial Rusia ocupa una posición dominante y es el factor decisivo si se busca la derrota del Eje en Europa. Mientras que en Sicilia las fuerzas de Gran Bretaña y EEUU se están enfrentando a dos divisiones alemanas, el frente ruso está recibiendo la atención de aproximadamente 200 divisiones alemanas. Cada vez que los aliados abran un segundo frente en el continente, éste será un frente secundario porque Rusia continuará centrando todas las fuerzas. Sin Rusia en la guerra, el Eje no puede ser derrotado en Europa y la posición de las Naciones Unidas se ha vuelto precaria» (Citado en V. Sipols. The Road to Great Victory, p. 133).
Estas palabras expresan con certeza la verdadera situación que existía en el momento del desembarco del Día D. Pero una versión completamente diferente de la guerra (y falsa) es la que normalmente se han encargado de cultivar continuamente los medios de comunicación. La realidad es que la guerra contra Hitler en Europa fue una lucha principalmente encabezada por la URSS y el Ejército Rojo. Durante la mayor parte de la guerra los británicos y los estadounidenses permanecieron como simples espectadores. Después de la invasión de la Unión Soviética en el verano de 1941, Moscú pidió reiteradamente la apertura de un segundo frente contra Alemania. Pero Churchill no se apresuró en complacerle. La razón no era tanto militar como política.
La política y la táctica de la clase dominante británica y estadounidense en la Segunda Guerra Mundial no estaban en absoluto dictadas por el amor a la democracia y el odio al fascismo, como la propaganda oficial quiere hacernos creer, sino que estaban dictadas por sus intereses de clase. Cuando Hitler invadió la URSS en 1941, la clase dominante británica calculaba que Alemania derrotaría a la Unión Soviética, que en este proceso Alemania quedaría tan debilitada que permitiría matar dos pájaros de un tiro. Es probable que los estrategas de Washington pensaran de una forma más o menos similar.
Pero los planes tanto de los círculos dominantes británicos como estadounidenses resultaron ser totalmente defectuosos. En lugar de ser derrotada por la Alemania nazi, la Unión Soviética luchó e infligió una derrota decisiva a los ejércitos de Hitler. La causa de esta extraordinaria victoria no podrá ser admitida nunca por los defensores del capitalismo, pero es una realidad patente. La existencia de una economía nacionalizada y planificada dio a la URSS una enorme ventaja en la guerra. A pesar de la política criminal de Stalin, que al inicio de la guerra casi lleva a la URSS al colapso, la Unión Soviética fue capaz de recuperarse y reconstruir su capacidad industrial y militar.
Sólo en 1943, la URSS fabricó 130.000 piezas de artillería, 24.000 tanques, armas autopropulsadas y 29.900 aviones de combate. Los nazis, con todos los ingentes recursos de Europa tras ellos, también aumentaron la producción, fabricaron 73.000 piezas de artillería, 10.700 tanques y armas de asalto y 19.300 aviones de combate (ver V. Sipols, Ibíd., pág. 132). Estas cifras hablan por sí solas. La URSS, movilizando el inmenso poder de una economía planificada consiguió producir más que la poderosa Wehrmacht. Ese es el secreto de su éxito.
Había otra razón para la formidable capacidad de lucha del Ejército Rojo. Hace mucho tiempo Napoleón insistía en la importancia decisiva de la moral en la guerra. La clase obrera soviética estaba luchando para defender lo que quedaba de las conquistas de la Revolución de Octubre. A pesar de los monstruosos crímenes de Stalin y la burocracia, la economía nacionalizada representaba una conquista histórica enorme, comparada con la barbarie del fascismo, la esencia destilada del imperialismo y el capital monopolista, ésta era una conquista por la que merecía la pena luchar y morir. La clase obrera de la URSS hizo esto a una escala espantosa.
El verdadero punto de inflexión de la guerra fue la contraofensiva soviética de 1942, culminando en la batalla de Stalingrado y más tarde en la aún más decisiva batalla de Kursk. Después de una feroz batalla que duró una semana, la resistencia alemana colapsó. Para furia de Hitler, que había ordenado al Sexto Ejército «luchar hasta la muerte», el general Paulus se rindió ante el ejército soviético. Incluso Churchill, el rabioso anticomunista, tuvo que admitir que el Ejército Rojo había «desgarrado los intestinos del ejército alemán» en Stalingrado.
Este fue un golpe devastador para el ejército alemán. Aunque no están disponibles las cifras exactas, parece que la mitad de los 250.000 hombres del Sexto Ejército murieron en combate o de frío, hambre o enfermedad. Unos 35.000 consiguieron salvarse, pero de los 90.000 que se rindieron apenas 6.000 regresaron a Alemania. La victoria rusa les costó 750.000 muertos, heridos o desaparecidos. El cuadro acumulativo fue incluso más negro. En sólo seis meses de lucha, desde mediados de noviembre de 1942, la Wehrmacht había perdido 1.250.000 hombres, 5.000 aviones, 9.000 tanques y 20.000 piezas de artillería. Más de cien divisiones fueron destruidas o dejaron de existir como unidades efectivas de lucha.
Martín Gilbert escribe lo siguiente: «En las primeras semanas de 1943 el renacido Ejército Rojo parecía estar al ataques en todas partes. La operación Estrella fue un masivo avance soviético hacia el oeste del río Don. El 14 de febrero los rusos capturaron Jarkov y más al sur se estaban aproximando hacia el río Dnieper» (M. Gilbert, Second World War). Mucho más que el desembarco de Normandía, la batalla de Kursk en julio de 1943 fue la batalla más decisiva de la Segunda Guerra Mundial. El ejército alemán perdió más de 400 tanques en esta lucha épica.
Después de este golpe devastador, los ejércitos rusos comenzaron a empujar hacia atrás a los alemanes, de nuevo hacia el frente occidental. Fue la mayor ofensiva militar de toda la historia. Inmediatamente encendió las luces de alarma en Londres y Washington. La verdadera razón del desembarco de Normandía fue que si los británicos y estadounidenses no abrían inmediatamente un segundo frente en Francia se habrían encontrado con el Ejército Rojo en el Canal.
La razón del conflicto Churchill-Roosevelt
Ya en ese momento los círculos dominantes de Gran Bretaña y EEUU estaban preparándose para el inminente conflicto entre Occidente y la URSS. La verdadera razón por la que se dieron prisa en abrir el segundo frente en 1944 fue detener el avance del Ejército Rojo. George Marshall expresó la esperanza de que Alemania «facilitaría nuestra entrada en el país para repeler a los rusos» (Ibíd., pág. 135).
Las diferencias entre Churchill y Roosevelt sobre la cuestión del Día D tenían un carácter político y no militar. Churchill quería confinar la guerra de los aliados en el Mediterráneo, en parte con un ojo en el Canal de Suez y la ruta hacia la India británica, y en parte también porque contemplaba la posibilidad de invadir los Balcanes para bloquear allí el avance del Ejército Rojo. En otras palabras, sus cálculos se basaban exclusivamente en los intereses estratégicos del imperialismo británico y la necesidad de defender el Imperio Británico. Además, Churchill aún tenía la esperanza de que Rusia y Alemania quedaran exhaustos y que el frente oriental acabara en tablas.
Los intereses de los imperialistas estadounidenses y británicos en este aspecto eran totalmente contradictorios. Washington, a la vez que era formalmente un aliado de Londres, tenía en todo momento el objetivo de utilizar la guerra para debilitar la posición británica en el mundo y particularmente romper su dominio completo de India y África. Al mismo tiempo, estaba preocupado por detener el avance del Ejército Rojo y conseguir el control de la debilitada Europa después de la guerra. Eso explica la prisa de los estadounidenses para abrir un segundo frente en Europa y la falta de entusiasmo de Churchill en ello. Harry Kopkinks, el principal representante diplomático de Churchill, se quejó de que las tácticas dilatorias de Churchill habían «alargado el cronometraje de la guerra».
En agosto de 1943 Churchill y Roosevelt se reunieron en Québec en medio de una poderosa ofensiva soviética. Las victorias soviéticas en Stalingrado y Kursk obligaron a los británicos y norteamericanos a actuar. El inexorable avance soviético obligó a Churchill a reconsiderar su posición. De mala gana, Churchill cedió ante las insistentes demandas del presidente estadounidense. Incluso así, la apertura del segundo frente se retrasó hasta la primavera de 1944.
Durante toda la guerra la conducta de los imperialistas británicos y estadounidenses estuvo dictada no por la necesidad de derrotar al fascismo y defender la democracia, sino por las consideraciones cínicas de la política de las grandes potencias. Las divisiones entre Londres y Washington surgieron porque los intereses del imperialismo británico y norteamericano eran diferentes e incluso antagónicos. El imperialismo norteamericano no quería que Hitler venciera porque eso habría creado un poderoso rival para EEUU en Europa. Por otro lado, EEUU tenía interés en debilitar al imperialismo británico y a su imperio, porque quería sustituir a Gran Bretaña como primera potencia mundial después de la derrota de Alemania y Japón.
La decisión de abrir un segundo frente en Italia estaba dictada principalmente por el temor a que, después del derrocamiento de Mussolini en 1943, los comunistas italianos llegaran al poder. Así que cuando el Ejército Rojo arrojó todo su peso sobre la Wehrmacht en la batalla de Kursk, los británicos y estadounidenses estaban cruzando las playas de Sicilia. En vano Mussolini pidió a Hitler que le enviara refuerzos ya que toda la atención de éste último estaba en el frente ruso.
La atención de Churchill se centraba en el Mediterráneo. Esta decisión estaba determinada por consideraciones e intereses estratégicos del imperialismo británico y su imperio. Sin embargo, desde finales de 1943 quedó claro para los estadounidenses que la URSS estaba ganando la guerra en el frente oriental y, si no hacían algo, el Ejército Rojo dominaría Europa. Por eso Roosevelt insistió en la apertura del segundo frente en Francia. Por otro lado Churchill lo retrasaba constantemente. Esto provocó serias fricciones entre Londres y Washington. Un artículo publicado recientemente trata esta cuestión:
«El desembarco de Normandía estuvo precedido de una cantidad considerable de maniobras políticas entre los aliados. Hubo muchos desencuentros ante la cuestión del momento de llevarlo a cabo, los nombramientos de los mandos y dónde se tendrían que producir exactamente los desembarcos. La apertura del segundo frente se pospuso un largo período de tiempo (inicialmente estaba previsto para 1942) y fue una particular fuente de tensión entre los aliados. Stalin en 1942 presionó a los aliados occidentales para que iniciaran el ‘segundo frente’. Churchill defendía su retraso hasta poder garantizar la victoria, prefería atacar primero Italia y el norte de África» (http://encyclopedia.thefreedictionary.com/Battle%20of%20Normandy).
Las preocupaciones de los imperialistas se expresaron abiertamente en una reunión de los Estados Mayores Conjuntos británico y norteamericano que se celebró en El Cairo el 25 de noviembre de 1943. Dijeron que «la campaña rusa había triunfado a pesar de todas las esperanzas y expectativas [es decir, las esperanzas de los rusos y las expectativas de sus «aliados»] y su avance victorioso continúa». Pero Churchill continuaba defendiendo posponer la operación Overlord.
Conflictos con Stalin
Se decidió que la fecha de la invasión sería el 1 de mayo, pero una anotación incluida en las actas de la reunión decía: «No debemos considerar, sin embargo, Overlord como una fecha fija ya que el eje de toda nuestra estrategia puede también cambiar. En realidad, la fuerza alemana en Francia durante la próxima primavera podría, como objetivo a gran escala, ser algo que haga completamente imposible Overlord«. Sería «inevitable paralizar la acción en otros escenarios» (Public Record Office, Prem 3/136/5, Vol. 2, págs. 77-8).
¿A qué otros escenarios hace referencia aquí? La respuesta se encuentra en otra anotación titulada: Entrada en la guerra de Turquía. En ella se decía que si Turquía declaraba la guerra a Alemania eso iniciaría las hostilidades en los Balcanes e «implicaría el aplazamiento de Overlord hasta una fecha que podría ser el 15 de julio» (Ibíd., págs. 106-7). En otras palabras, Churchill todavía estaba concentrándose en el Mediterráneo y los Balcanes. Al referirse a esto, George Marshall dijo al Estado Mayor estadounidense que «los británicos podrían descartar Overlod para entrar en los Balcanes» (John Ehrman, Grand Strategy. Vol. V, agosto 1943-septiembre 1944. pág. 117).
La discusión sobre el segundo frente continuó en Teherán, donde Stalin se reunió con Churchill y Roosevelt el 28 de noviembre de 1943. Al día siguiente tuvo lugar el siguiente intercambio entre Stalin y Churchill:
«Stalin: Si fuera posible, sería bueno emprender la operación Overlord durante el mes de mayo, el 10, 15 o 20.
«Churchill: No puedo comprometerme a eso.
«Stalin: Si Overlord se emprendiera en agosto, como dijo Churchill ayer, esa operación no llevaría a nada a causa del mal tiempo que hace en esa época. Abril y mayo son los meses más adecuados para Overlord.
«Churchill: […] No creo que se deban abandonar y considerar insuficientes la mayoría de las posibles operaciones en el Mediterráneo simplemente por evitar un retraso de Overlord de dos o tres meses.
«Stalin: Las operaciones en el Mediterráneo de las que habla Churchill en realidad son sólo distracciones» (The Teheran Conference, pág. 97).
Eso era absolutamente correcto. Las operaciones en el Mediterráneo eran una nimiedad comparadas con las batallas del frente oriental. Para empeorar las cosas, las fuerzas británicas y estadounidenses en Italia, aunque tenían una superioridad considerable sobre el ejército alemán, avanzaban lentamente permitiendo a la Wehrmacht mover sus fuerzas desde Italia al frente ruso. El 6 de noviembre de 1943, Molotov tuvo que señalar que la Unión Soviética «estaba disgustada por el hecho de que las operaciones en Italia se habían suspendido» permitiendo con esto la transferencia de tropas al frente oriental. «Es verdad que nuestras fuerzas están ganando terreno, pero lo están haciendo a costa de muchas pérdidas» (Citado por Sipols, pág. 161).
La lentitud del avance aliado en Italia no era una casualidad. Es de conocimiento común que las fuerzas británicas y norteamericanas podían haber tomado Roma sin batalla alguna después de meses en Montecassino. Organizaron un desembarco en Anzio, más allá de la costa de Montecassino y si hubieran avanzado rápidamente hacia Roma podrían haber cercado a las tropas alemanas que se encontraban atrincheradas en la Abadía de Montecassino. En cambio malgastaron un tiempo precioso en construir su cabeza de puente sobre la playa. Esto permitió reagruparse al ejército alemán y construir una línea defensiva que básicamente contuvo a las tropas aliadas en la playa de Anzio. Una vez ocurrido esto, no les quedó otra alternativa que luchar a su manera a través de las formidables líneas de defensa alemanas en Montecassino. Los aliados perdieron un gran número de soldados y se quedaron empantanados durante meses.
Es evidente que los británicos y estadounidenses estaban preocupados porque los partisanos llegaran al poder antes de la llegada de las tropas aliadas. Pensaban que era mejor dejar a los nazis luchar contra los partisanos y de este modo debilitar las fuerzas de la resistencia. Así que, mientras los aliados luchaban contra los alemanes en Italia, había un acuerdo tácito no declarado entre las dos partes para detener al enemigo de clase común, en este caso la clase obrera italiana.
Sin embargo, regresando a la cuestión del segundo frente, estaba claro que Roosevelt defendía una posición diferente a la de Churchill. Los norteamericanos tenían sus propias razones para querer satisfacer la demanda de la URSS de abrir el segundo frente en Europa. Ellos estaban implicados en una guerra sangrienta con Japón en el Pacífico, donde sus tropas habían capturado una por una las islas tan duramente defendidas. Se dieron cuenta de que desafiar a los poderosos ejércitos de tierra de Japón en Asia sería una tarea formidable, a menos que el Ejército Rojo lanzara una ofensiva contra los japoneses en China, Manchuria y Corea. Stalin dejó claro que el Ejército Rojo atacaría a los japoneses sólo después de que el ejército alemán fuera derrotado. Esta era una razón de peso para que Roosevelt estuviera de acuerdo con la exigencia rusa de iniciar Overlord y hacer caso omiso de las objeciones británicas.
Los temores de Londres y Washington
El rápido avance del Ejército Rojo en Europa al final obligó a Churchill a cambiar de idea con relación a Overlord. De una posición de inactividad supina en Europa, los aliados se dieron prisa para entrar en acción. El temor ante el avance soviético era ahora el principal factor en las ecuaciones, tanto de Londres como de Washington. Tan preocupados estaban los imperialistas que elaboraron un nuevo plan, la operación Rankin, que implicaba un desembarco de urgencia en Alemania si ésta colapsaba o se rendía. Estaban decididos a llegar a Berlín antes que el Ejército Rojo. «Deberíamos llegar hasta Berlín […]». Roosevelt se dirigió a los jefes del Estado Mayor en El Cairo en los siguientes términos: «Los soviéticos podrían entonces tomar el territorio hasta el este y Estados Unidos tendría Berlín» (FRUS, The Conferences at Cairo and Teheran. 1943, pág. 254).
A pesar de los éxitos del Ejército Rojo, Hitler todavía tenía a su disposición unas fuerzas considerables. La Wehrmacht seguía siendo una formidable maquinaria de lucha, con más de diez millones de hombres, más de seis millones y medio de los cuales estaban en el campo de batalla. Pero lo que nunca estuvo claro en Occidente es que dos tercios de éstos se concentraban en el frente ruso. La única contribución de los británicos y estadounidenses fueron las campañas de bombardeos que devastaron ciudades alemanas como Hamburgo, asesinando a un gran número de civiles, pero que fracasaron completamente en destruir el espíritu de lucha alemán o detener la producción bélica.
Las fuerzas alemanas del frente oriental tenían 54.000 armas y morteros, más de 5.000 tanques y armas de asalto y 3.000 aviones de combate. A pesar de los bombardeos aliados, las industrias bélicas de Hitler aumentaron su producción en 1944. Fabricaron 148.200 armas, frente a 73.700 de 1943. La producción de tanques y armas de asalto pasó de 10.700 a 18.300 y los aviones de combate de 19.300 a 34.100.
El Ejército Rojo lanzó una amplia ofensiva a finales de diciembre de 1943 que arrastró todo a su paso. Después de liberar Ucrania, hicieron retroceder a las fuerzas alemanas a través de Europa Oriental. El hecho es que tanto Roosevelt como Churchill (por no mencionar a Hitler) habían subestimado a la Unión Soviética. Los aliados se encontraran al Ejército Rojo a las puertas de Alemania y, si no hubieran lanzado Overlord cuando lo hicieron, se habrían encontrado con las tropas soviéticas en el Canal de la Mancha. Por eso el desembarco del Día D se realizó ese día.
Pero incluso después del desembarco de Normandía de junio de 1944, el frente oriental siguió siendo el frente de guerra más importante en Europa. Los ejércitos británico y estadounidense llegaron a las fronteras de Alemania pero se detuvieron allí. Por otro lado, el avance del Ejército Rojo fue el más espectacular de toda la historia bélica. En diciembre de 1944, el Alto Mando alemán decidió lanzar una contraofensiva en las Ardenas (la batalla de Bulge), con el objetivo de aislar a las tropas estadounidenses y británicas en Bélgica y Holanda de las principales fuerzas aliadas. El objetivo de esta ofensiva era más político que militar. Hitler esperaba obligar a los británicos y estadounidenses a firmar una paz por separado. Pero las fuerzas alemanas en el frente occidental eran demasiado débiles para infligir un golpe decisivo porque la mayoría estaba concentrada en el principal teatro de operaciones en el Este. La Wehrmacht avanzó unos noventa kilómetros antes de ser detenida.
Churchill escribió a Stalin el 6 de enero de 1945:
«La batalla en Occidente es muy dura y, en cualquier momento, el mando supremo podría tomar decisiones importantes. Usted sabe por su propia experiencia lo difícil que es la situación cuando hay que defender un frente muy amplio después de perder temporalmente la iniciativa. Es el gran deseo del general Eisenhower y necesita saber a grandes rasgos cuál es su plan, ya que obviamente afecta a las decisiones más importantes, tanto suyas como nuestras. […] Le agradecería que me dijera si podemos contar con una importante ofensiva rusa en el frente del Vístula o en cualquier otra parte durante el mes de enero […] Considero la cuestión urgente» (Correspondence between the Chairman of the Council of Ministers of the USSR and the Presidents of the United States and the Prime Ministers of Great Britain during the Great Patriotic War of 1941-45, Vol. 1, Moscú, 1957, pág. 294).
Las fuerzas soviéticas avanzaron el 12 de enero, haciendo retroceder al ejército alemán hasta un frente más amplio. Los imperialistas británicos y estadounidenses se encontraban en una situación difícil. Por un lado, como demuestra la carta de Churchill, dependían de la fuerza militar de la URSS para derrotar a Hitler. Por otro lado, estaban aterrorizados de la revolución en Europa del Este y el rápido avance del Ejército Rojo y el poder de la URSS.
Detrás de las líneas alemanas en el frente oriental, muchos miles de trabajadores y campesinos soviéticos estaban realizando una guerra de guerrillas heroica y desesperada. La noche del 19 de junio de 1944 más de diez mil cargas de demolición colocadas por los guerrilleros soviéticos dañaron sin posibilidad de reparación inmediata toda la red ferroviaria alemana al oeste de Minsk. Las dos noches siguientes estallaron otras cuarenta mil cargas en las líneas ferroviarias entre Vitebsk y Orsha, y Polotsk y Molodechno. Líneas esenciales para los refuerzos alemanes, las que unían Brest-Litovsk y Pinsk, también fueron atacadas, mientras que 140.000 guerrilleros soviéticos, al oeste de Vitebsk y al sur de Polotsk, atacaban las formaciones militares alemanas.
Martin Gilbert escribe lo siguiente: «Todo esto, sin embargo, sólo era el preludio de la mañana del 22 de junio cuando el Ejército Rojo abrió su ofensiva de verano. Con el nombre codificado de operación Bagration, por el general zarista, comenzó en el tercer aniversario de la invasión de Hitler de Rusia, con una fuerza más grande que la de Hitler en 1941. En total participaron 1.700.000 soldados soviéticos, apoyados por 2.715 tanques, 1.355 armas autopropulsadas, 24.000 piezas de artillería y 2.306 lanzacohetes, apoyados por el aire con 6.000 aviones y por tierra con 70.000 camiones, además de cien trenes de suministros diarios. En una semana, rompieron dos mil millas del frente alemán y éstos tuvieron que retroceder hacia Bobruisk, Stolbtsy, Minsk y Grodno, su posición en Rusia Occidental quedó rota para siempre. En una semana, murieron 38.000 soldados alemanes y 116.000 fueron tomados prisioneros. Los alemanes también perdieron dos mil tanques, diez mil armas pesadas y 57.000 vehículos. El Grupo Militar Alemán del Norte, del que dependía casi todo, fue roto en dos segmentos, uno se retiró hacia los Estados Bálticos y el otro hacia Prusia oriental» (M. Gilbert. Second World War, pág. 544).
Las operaciones ofensivas en el frente occidental se reanudaron en febrero. En realidad, las fuerzas británicas y estadounidenses se encontraron con poca resistencia seria porque la gran mayoría de las fuerzas efectivas de lucha de Hitler estaban en el frente oriental. Esto permitió a las fuerzas británicas y norteamericanas avanzar a lo largo del Rhin. Eisenhower, el comandante supremo de la Fuerza Expedicionaria Aliada en Europa, admitió que no se encontraron con una oposición seria: Las dos divisiones estadounidenses que hicieron el asalto sufrieron sólo un tercio de bajas» (Dwight D. Eisenhower, Crusade in Europe. Nueva York, 1948, pág. 389. El subrayado es nuestro).
El espíritu de lucha del ejército alemán quedó roto. Una media de 10.000 soldados alemanes se rendía diariamente a los británicos y estadounidenses. Pero en el frente oriental continuaban luchando desesperadamente. La razón hay que buscarla en la política de Stalin. Con Lenin y Trotsky, los bolcheviques llevaron a cabo una política internacionalista. Durante la sangrienta guerra civil que siguió a la Revolución de Octubre, la Rusia soviética fue invadida por veintiún ejércitos de intervención extranjeros. En determinado momento el poder soviético quedó reducido a la zona que rodea Moscú y Petrogrado, poco más que el territorio del antiguo Muscovy. Pero la revolución consiguió derrotar a los imperialistas. La razón es que los bolcheviques hicieron propaganda internacionalista entre las tropas imperialistas.
El resultado fueron motines en cada uno de los ejércitos intervencionistas. El primer ministro británico Lloyd George dijo que los soldados británicos tenían que retirarse de Murmansk porque estaban «infectados con la propaganda bolchevique». En contraste, Stalin aplicaba una política nacionalista. No intentó ganar a los soldados alemanes normales para que se volvieran contra las SS nazi. En realidad, la política de Stalin era: «el único alemán bueno es el alemán muerto». Esto garantizó que el ejército alemán en el frente oriental luchara hasta las últimas consecuencias, provocando unas terribles bajas al ejército soviético.
El problema de Londres y Washington era que el Ejército Rojo estaba extendiéndose por Europa como una ola irresistible. En sólo doce días las tropas soviéticas avanzaron 500 kilómetros, es decir, 25-30 kilómetros diarios. El ejército alemán perdió 300.000 hombres y 100.000 fueron hechos prisioneros. En el momento en que las fuerzas británicas y norteamericanas se habían recuperado de la batalla de Bulge y reiniciaron su avance el 8 de febrero, el Ejército Rojo estaba sólo a 60 kilómetros de Berlín, mientras que los británicos y los estadounidenses estaban aún a 500 kilómetros de distancia. A principios de abril las fuerzas nazis fueron expulsadas de Polonia. El 13 de abril las fuerzas soviéticas entraron en Viena. Los dirigentes nazis sabían que habían perdido la guerra, pero un sector de ellos esperaba una ruptura de la alianza entre la URSS, los británicos y estadounidenses. La idea era entregar Occidente y mantener la lucha con los rusos en el Este. Esto no era algo tan imposible como puede parecer. Empezaron las negociaciones en Suiza entre la inteligencia norteamericana en Europa, representada por Allen Dulles, y el representante del Estado Mayor alemán en Italia, el general de las SS Wolff, para tratar la rendición alemana en Italia.
Al tener conocimiento de estas negociaciones, los rusos insistieron en su derecho a estar presentes en cualquier negociación. Estaban preocupados con razón porque sospechaban que el objetivo de esta rendición sería transferir las tropas alemanas de Italia al frente oriental, para frenar el avance del Ejército Rojo, de este modo permitiría a las fuerzas británicas y estadounidenses avanzar más hacia el Este.
Churchill escribió a Stalin con un aire de lastimosa inocencia, mientras Roosevelt aseguraba a Stalin su «sinceridad y veracidad» (Correspondencia…, Vol. 2, pág. 206 y Vol. 1, págs. 317-8). Los representantes estadounidenses dijeron que los únicos contactos que habían establecido con los alemanes eran para discutir la apertura de negociaciones. Esto era mentira. Los informes norteamericanos revelan que las negociaciones ya se habían iniciado en Berna. De esto se desprende que el objetivo de los nazis en realidad era detener la lucha en Italia para transferir las tropas al frente oriental (ver Bradley F. Smith y Elena Agarossi, Operation Sunrise, The Secret Surrender, Basic Books, Nueva York, 1979).
A mediados de abril el Ejército Rojo asestó un golpe contundente a las fuerzas alemanas que defendían Berlín. Tenían 2,5 millones de soldados, 41.600 armas y morteros, 6.250 tanques y armas autopropulsadas y 7.500 aviones de combate. Cercaron Berlín el 25 de abril. Al mismo tiempo las fuerzas soviéticas y estadounidenses se unieron en Torgau, en el Elba, dividiendo Alemania por la mitad.
Sin embargo, todo esto no significaba que los imperialistas británicos y norteamericanos no consideraran en serio la posibilidad de una guerra contra la URSS. En realidad, los círculos dominantes tanto de Londres como de Washington habían considerado esa posibilidad, pero se dieron cuenta de que era imposible. Después de una guerra sangrienta que supuestamente tenía el objetivo de luchar contra el fascismo, los soldados británicos y estadounidenses no habrían estado dispuestos a luchar contra la Unión Soviética. Los temores ante los éxitos económicos y militares de la URSS se expresaron en memorandos internos publicados años después. El Departamento de Estado norteamericano publicó un documento especial que decía lo siguiente:
«El hecho excepcional a destacar es el reciente fenómeno, en otro tiempo latente, de la fuerza militar y económica rusa, un acontecimiento que marcará época en las futuras relaciones político-militares internacionales y que todavía tiene que alcanzar su plenitud con los recursos rusos» (FRUS, The Conferences at Malta and Yalta, 1945, págs. 107-8).
Estas líneas revelan los verdaderos cálculos de los imperialistas. En el punto álgido de la guerra, los círculos gobernantes británicos y norteamericanos estaban valorando la situación en Europa y preparándose para luchar contra sus aliados rusos. Los estadounidenses consideraron la posibilidad de una guerra contra la Unión Soviética incluso antes que Hitler fuera derrotado, lo descartaron sólo porque, correctamente, pensaban que no podían ganar.
El informe citado dice que la fuerza militar e industrial de la URSS era ya más grande que la de Gran Bretaña. Incluso si EEUU hubiera unido sus fuerzas con Gran Bretaña en contra de la URSS, el informe concluía con una asombrosa franqueza que «en las condiciones actuales no podríamos derrotar a Rusia». El Departamento de Estado concluía que en ese conflicto EEUU «se encontraría en medio de una guerra que no podría ganar» (Ibíd., el subrayado es nuestro).
Colapso del régimen nazi
La burguesía alemana pagó un duro precio por entregar el poder a Hitler y sus gángsteres fascistas. Una vez en el poder, la clase dominante no fue capaz de controlar a la burocracia nazi. Ésta tenía sus propios intereses que no necesariamente coincidían con los de la burguesía. En la medida en que Hitler les protegía contra el bolchevismo, los capitalistas alemanes le apoyaban gustosamente. Mientras los ejércitos de Hitler avanzaban, se unían a los aplausos y saludos fascistas. Pero cuando vieron que los alemanes estaban perdiendo la guerra, su actitud cambió.
Incluso antes de eso la burguesía habría estado dispuesta a terminar la guerra y llegar a un acuerdo con los británicos y estadounidenses. Desgraciadamente para los banqueros e industriales alemanes, no era posible influir en Hitler o destituirle por métodos constitucionales. Por lo tanto, tuvieron que recurrir a las conspiraciones con un sector del Estado Mayor. En julio de 1944 hubo un intento de asesinar a Hitler que fracasó y supuso una purga salvaje en la que murieron y fueron arrestadas miles de personas. El coronel Graf Klaus von Stauffenberg, el principal conspirador, fue ejecutado. Rommel, el héroe de la campaña africana, también estaba implicado y se le obligó a tomar veneno. Otros oficiales no tuvieron tanta suerte. Ocho de ellos fueron ahorcados con la cuerda de un piano, un mensaje claro de la Gestapo para cualquier otro oficial que dudara del Führer. Después de liquidar a la oposición burguesa y aterrorizar al Estado Mayor, Hitler y su camarilla estaban decididos a luchar hasta el final, independientemente de las consecuencias para Alemania y la burguesía.
El régimen nazi estaba ahora en una situación de desintegración total. Algunos de los dirigentes nazis todavía esperaban una división entre la URSS, los británicos y los estadounidenses. Intentaron aguantar hasta el último minuto para acordar los términos de la rendición. Himmler hizo un intento a través del gobierno sueco pero no llegó a nada. Cuando Hitler se enteró se puso furioso. Según testigos presenciales parecía un loco, su cara se volvió roja y prácticamente irreconocible.
Lord Acton escribe lo siguiente: «El poder tiende a corromper. El poder absoluto corrompe absolutamente». Hitler había perdido totalmente el contacto con la realidad y estaba desquiciado. Al final se volvió loco. Ordenó la total destrucción del Ruhr, el corazón industrial de Alemania, para que no cayera en manos enemigas. Ordenó la destrucción de «todas las instalaciones industriales y suministro de comida dentro del Reich que pudieran ser utilizadas por el enemigo en un futuro inmediato o lejano para continuar su lucha» (Milton Shulman, Defeat in the West, pág. 283).
«Esperen hasta el final», ordenó Hitler. Pero en esta ocasión el control de Hitler de su Estado y ejército estaba ya en decadencia. El Ruhr no fue destruido. El general Friedrich Koechlin, el comandante del 81 Corps escribió más tarde: «Continuar resistiendo en el Ruhr era un crimen» (Ibíd., pág. 284). El 16 de abril 80.000 soldados alemanes se entregaron a los aliados. Dos días después, 325.000 soldados, incluidos treinta generales, salieron de sus agujeros para rendirse.
Casi al final, Hitler continuaba dando órdenes a tropas inexistentes y moviendo aviones y divisiones imaginarias. Pero el crepúsculo de los dioses había llegado. Se suicidó el 30 de abril y su cuerpo fue empapado y quemado con petróleo, un final apropiado para un monstruo fascista. Cuando su cuerpo ardía el sonido de las armas rusas se oía en el corazón de Berlín. El 1 de mayo la bandera soviética ondeaba sobre el Reichstag. Al día siguiente las fuerzas soviéticas tenían el control total de la capital alemana.
Una vez más quedó claro que era imposible un acuerdo con Gran Bretaña y EEUU, la voluntad de luchar que quedaba aún a los líderes nazis colapsó. Cinco días después Alemania se rindió.
Política contrarrevolucionaria
En cuanto quedó claro que la Unión Soviética emergería como la fuerza dominante en Europa después de la guerra, las tendencias reaccionarias de Churchill, que se había visto obligado a disimular, salieron a la superficie. Para este gángster contrarrevolucionario el enemigo principal ya no era la Alemania nazi. Era la Unión Soviética. El Ejército Rojo había aplastado a los ejércitos de Hitler en Prusia oriental y estaba a punto de entrar en Berlín. Churchill escribió al gobierno soviético que las conquistas del Ejército Rojo merecían «no escatimar aplausos» y las futuras generaciones debían conocer su deuda con ellos «sin reservas, como los que hemos vivido para presenciar estas soberbias conquistas» (Correspondence… vol. 1, págs. 305-6).
Pero estas palabras destilaban hipocresía. En realidad, Churchill no estaba en absoluto contento con el avance ruso. El general estadounidense Eisenhower planeaba rodear y destruir a las fuerzas alemanas que defendían el Ruhr e incluso dividir las fuerzas enemigas uniéndose con el ejército soviético. Churchill se opuso enérgicamente a este plan, quería mantener a toda costa a los rusos fuera de Berlín. Quería que los británicos y los estadounidenses tomaran Berlín, y no el Ejército Rojo. Envió un cable a Roosevelt el 1 de abril en el que decía lo siguiente: «Considero por lo tanto que desde un punto de vista político deberíamos marchar tan lejos al este de Alemania como fuera posible y que deberíamos tomar Berlín» (Roosevelt and Churchill. Their Secret Wartime Correspondence, pág. 669).
El primer ministro británico escribió en sus memorias que la destrucción del poder militar alemán «había traído consigo un cambio fundamental en las relaciones entre la Rusia comunista y las democracias occidentales. Habían perdido un enemigo común, que era casi el único nexo de unión». Perfilando su estrategia, Churchill defendía la creación de un frente para detener el avance del Ejército Rojo. Este frente tenía que llegar tan al este como fuera posible. Berlín era el principal objetivo. Los estadounidenses deberían entrar en Praga y ocupar Checoslovaquia. Se debía llegar a un acuerdo en las principales cuestiones entre Europa occidental y oriental antes de que los británicos y estadounidenses «cedieran cualquier parte de los territorios alemanes que habían conquistado» (Winston Churchill, The Second World War, Vol. VI, pág. 400).
Durante toda la guerra los intereses reales de los pueblos de la Europa ocupada no fueron la principal fuerza motriz de los círculos dominantes de Londres y Washington. Todas sus acciones eran simplemente una expresión de la política más cruda de las grandes potencias. El temor a la revolución nunca desapareció. Por esa razón se decidió el desarme de Alemania aunque podría retener «las fuerzas necesarias para el mantenimiento del orden público«. Estos caballeros recordaban muy bien la oleada revolucionaria que recorrió Alemania después de la Primera Guerra Mundial.
Churchill temía una revolución en Alemania después del colapso del régimen nazi. Más tarde admitió que a finales de abril había dado instrucciones al mariscal Montgomery para «que fuera cuidadoso en la recogida de armas alemanas, guardándolas de tal forma que fuera fácil para los soldados alemanes utilizarlas de nuevo» si Londres pensaba que era necesario (ver The Daily Herald, 24/11/1954). Era exactamente la misma política aplicada por los británicos a finales de la Primera Guerra Mundial, cuando permitieron al ejército alemán mantener miles de ametralladoras, violando el Tratado de Versalles, para sofocar la revolución alemana.
Incluso cuando todavía no había terminado la guerra contra la Alemania nazi, los aliados estaban preparando el aplastamiento de las insurrecciones de las masas y el apoyo de regímenes de derecha, como el régimen de Badoglio en Italia. El historiador estadounidense D. F. Fleming dice lo siguiente: «Buscábamos preservar el poder del estrato social superior que desde hacía tiempo había gobernado estos países» (D. F. Fleming, The Cold War and its Origins, 1917-1960, Vol. 1, pág. 210).
En enero de 1945 el Departamento de Estado norteamericano propuso la creación de un Consejo de Seguridad Provisional para Europa o un Alto Comisionado de Urgencia para «conseguir la unidad de la política y la acción conjunta» en Europa. El objetivo de este organismo era poner gobiernos provisionales en Europa después de la derrota de los nazis y el «mantenimiento del orden», es decir, la supresión de las revoluciones. Los autores del documento insistían en que se debería hacer «todo esfuerzo posible» para «inducir al gobierno soviético a aceptar el acuerdo».
Los imperialistas estaban aterrorizados ante la entrada del Ejército Rojo en Europa del Este y ante la posibilidad de que el derrocamiento de los regímenes títeres nazis sirviera de señal para la rebelión. Estos temores estaban bien fundados. El espectacular avance del Ejército Rojo y el colapso de los regímenes nazis en Europa del Este provocaron una oleada revolucionaria tanto en Europa oriental como occidental. Sin embargo, contrariamente a la creencia de Churchill, Stalin no tenía interés en ver revoluciones obreras en Europa debido al efecto que podría tener sobre los trabajadores de la URSS.
Como una prueba de sus «buenas intenciones», Stalin ordenó la disolución de la Internacional Comunista (Comintern), que había sido creada por Lenin y Trotsky en 1919 para avanzar en la causa de la revolución mundial. La Comintern fue disuelta ignominiosamente, sin ni siquiera convocar un congreso, el 15 de mayo de 1943. Esta fue la señal de Stalin a los imperialistas británicos y estadounidenses para que comprendieran que no debían tener miedo de él, al menos en lo que se refería a la revolución mundial.
Un autor estalinista escribe lo siguiente: «Respondiendo el 28 de mayo a la cuestión de Harold King, el corresponsal en Moscú de Reuters, ante el efecto que tendría la disolución de la Comintern en el futuro de las relaciones internacionales, Stalin escribió que la disolución de la Internacional Comunista facilitaba la organización de un ataque común de las Naciones Unidas contra el enemigo común. La disolución de la Comintern dejaba al descubierto la mentira nazi de que ‘Moscú’ tenía la intención de intervenir en los asuntos de otras naciones y ‘bolchevizarlas» (V. Sipols, pág. 142).
En 1944 los imperialistas británicos intervinieron militarmente en Grecia para aplastar a los partisanos que estaban dirigidos por el Partido Comunista. Esto fue el resultado directo de la política de Stalin, que había llegado a un acuerdo con Churchill para dividir los Balcanes y Europa del Este en esferas de influencias rusa y británica. Este no es el lugar para ocuparnos de las maniobras diplomáticas entre Rusia, EEUU y Gran Bretaña durante la guerra, pero está bastante claro que las tres potencias estaban maniobrando para conseguir posiciones después de la derrota de la Alemania nazi. Stalin había intentado encontrar un sitio entre las potencias imperialistas entre 1944 y 1945, en las tres grandes conferencias de Teherán, Moscú, Yalta y en Postdam. Churchill anotó su conversación con Stalin en octubre de 1944:
«El momento era adecuado para los negocios, así que dije, ‘Tratemos nuestros asuntos en los Balcanes. Sus ejércitos están en Rumania y Bulgaria. Nosotros tenemos intereses, misiones y agentes allí. No debemos desviarnos en pequeñas cosas. En cuanto a Gran Bretaña y Rusia se refiere, ¿cómo podría ofrecerle tener el 90 por ciento del control de Rumania y para nosotros el 90 por ciento de Grecia y Yugoslavia a un 50-50 por ciento?’. Mientras le traducían yo escribía en una pequeña hoja de papel:
Rumania: Rusia, el 90 por ciento; los otros, el 10 por ciento.
Grecia: Gran Bretaña (de acuerdo con EEUU), el 90 por ciento; Rusia, el 10 por ciento.
Hungría: 50-50 por ciento.
Bulgaria: Rusia, el 75 por ciento; los otros, el 25 por ciento.
Se lo pasé a Stalin que había escuchado la traducción. Hubo una leve pausa. Después tomó su lápiz azul e hizo un gran garabato en él, nos lo devolvió. Todo se decidió en menos tiempo de lo que se tardó en escribir. Después de esto hubo un largo silencio. El papel garabateado estaba en el centro de la mesa. Finalmente dije, ‘¿podría parecer bastante cínico si vieran que hemos decidido estas cuestiones, que afectan al destino de millones de personas, de una forma tan improvisada? Debemos quemar el papel’ ‘No, guárdelo’ dijo Stalin» (W. Churchill, Triumph and Tragedy, pág. 227-8).
Las acciones de Stalin dieron luz verde a Churchill para aplastar la revolución en Grecia. Aquí, el ejército británico aplastó a los partisanos del EAM que habían dirigido la lucha contra la ocupación nazi, entregando el poder al rey y su camarilla reaccionaria. Esto llevó a una guerra civil sangrienta y a un gobierno reaccionario en Grecia que duró décadas.
Contrarrevolución en forma democrática
Los planes para dividir la Europa de la posguerra comenzaron antes de la invasión de Francia. El ejército norteamericano se suponía que ocuparía Alemania desde la frontera suiza hasta Düsseldorf, mientras que los británicos ocuparían el territorio que va desde Luebeck hasta el Ruhr. Los estadounidenses tenían la intención de controlar Francia y Bélgica, y los británicos controlar Holanda, Dinamarca y Noruega. La situación en Europa del Este era más difícil debido a la presencia del Ejército Rojo. Pero aquí Churchill estaba maniobrando con los llamados gobiernos en el exilio.
Ya en 1943 el Foreign Office británico había comenzado a elaborar planes para sofocar los movimientos revolucionarios en la Europa liberada. La intención de los británicos y estadounidenses era imponer a las poblaciones liberadas de Europa el dominio de los llamados gobiernos en el exilio y que en realidad eran sólo camarillas burguesas de derechas sin ninguna base, que durante la guerra habían estado en Londres, como el «gobierno en el exilio» de Charles de Gaulle. La llamada «resistencia gaullista» no era tan significativa como pretenden hacer creer los historiadores burgueses franceses. No se podía comparar con la verdadera resistencia francesa que, como en todos los demás países, estaba dirigida por los comunistas. Estos últimos fueron realmente los responsables de la liberación de París. Los británicos llevaron a de Gaulle de vuelta a Francia y le enviaron a hacer pomposos discursos en Bayeux y otras ciudades liberadas, aunque su papel real en la lucha, como su «base de masas» de apoyo en Francia, era inexistente.
El 18 de agosto estalló una huelga general. Los trabajadores ocuparon las fábricas. El 19 la policía inició una huelga y tomó el control de la Prefectura. Bajo la dirección del coronel Rol-Tanguy, antiguo dirigente del sindicato metalúrgico CGT, la resistencia comunista inició una ofensiva total. El movimiento, en el que desde el principio participaron 100.000 insurgentes, alcanzó tal nivel que los alemanes no pudieron hacer nada. Se consideró la posibilidad de lanzar una contraofensiva, pero después se descartó esa posibilidad. El comandante alemán, el general von Choltitz, inició conversaciones secretas con la resistencia por medio de la legación sueca.
Se acordó una tregua en la que zonas importantes de París estaban controladas por la resistencia y los alemanes aceptaron tratar a los guerrilleros maquis como soldados. Pero el alto el fuego duró muy poco e inmediatamente se reiniciaron las luchas callejeras. Se levantaron barricadas por todo París. Fue una total insurrección. Las fuerzas alemanas desmoralizadas sólo presentaron una tímida resistencia. Los oficiales se atrincheraron en los hoteles y los barracones para resguardarse y esperaron a que los aliados les salvaran de las encolerizadas masas. Después de cinco días de lucha París había caído, ante una insurrección revolucionaria.
De Gaulle, personalmente, las tropas británicas y estadounidenses no jugaron ningún papel en la liberación de París. Originalmente, los ejércitos aliados estaban en el interior de Normandía y no tenían ni siquiera la intención de entrar en París, sino rodearla para llegar al sur. Sólo la presión de de Gaulle les hizo cambiar de planes. Estaba ansioso por entrar en París lo antes posible, no porque le preocupasen los sufrimientos de la población parisina, sino para impedir una repetición de la Comuna de París de 1871, pero ahora bajo unas condiciones infinitamente más favorables desde un punto de vista revolucionario.
El día que estalló la insurrección dirigida por los comunistas, la Segunda División Acorazada bajo mando gaullista estaba todavía a doscientos kilómetros de París. Un pequeño número de tanques se dirigió a la capital para que las fuerzas gaullistas pudieran decir que al menos habían formado parte de la insurrección, pero no llegaron hasta el día 24, cuando las fuerzas alemanas ya habían sido derrotadas. Cuando de Gaulle finalmente entró en París el día 26, se quedó horrorizado al descubrir que Rol-Tanguy había aceptado y firmado el día anterior la rendición oficial del general von Choltitz.
Una oleada revolucionaria recorrió Francia y toda Europa. Pero fue traicionada por los esfuerzos conjuntos de los dirigentes de la socialdemocracia y el estalinismo. En Italia y Grecia, como en Francia, la resistencia estaba controlada por los partidos comunistas. Podrían haber tomado el poder después de la guerra pero Stalin se lo impidió porque temía a la revolución como si fuera una plaga. En su lugar, dio instrucciones a los comunistas franceses e italianos para que entraran en los gobiernos de frente popular, de los que más tarde les echaron. El resultado fue que en Europa occidental tuvimos una contrarrevolución con una fachada democrática.
Cuando Mussolini fue derrocado en junio de 1943 los aliados rápidamente reconocieron al gobierno del mariscal fascista Badoglio, que cambió de bando e incluso declaró la guerra a Alemania. Pero en realidad, el gobierno de Badoglio estaba suspendido en el aire. El poder estaba en manos de los trabajadores y partisanos italianos que estaban dirigidos por el Partido Comunista. Ellos capturaron y ejecutaron al odiado dictador fascista Mussolini, que terminó sus días debidamente ahorcado de un surtidor de gasolina junto a su amante. No fue casualidad que la primera acción de la RAF fuera bombardear las ciudades del norte para aterrorizar a las masas y como una advertencia a los partisanos.
Los partisanos comunistas liberaron Milán el 25 de abril, lo mismo que habían liberado antes París. Los trabajadores tomaron las fábricas. En Italia se había abierto el camino para la revolución socialista. Pero Togliatti y los otros dirigentes del PCI, siguiendo órdenes de Moscú, impidieron que los trabajadores tomaran el poder. En su lugar, defendieron la entrada en una coalición con los cristiano-demócratas. La política de los estalinistas descarriló la revolución y devolvió el poder a los círculos reaccionarios apoyados por Londres y Washington.
La política contrarrevolucionaria de las llamadas «democracias occidentales» estaba en connivencia con los nazis y otras fuerzas derechistas de Europa. Pero en esta ocasión su objetivo principal era combatir el «comunismo». Churchill era la principal fuerza motriz de esta actividad contrarrevolucionaria, pero contaba con el apoyo (aunque más cautelosamente) de Washington. Para evitar la revolución, Churchill apoyó a los monárquicos en Italia como un baluarte de la reacción. Es bien conocido que los británicos y los estadounidenses ayudaron a muchos criminales de guerra nazis a escapar de Italia hacia América del Sur con la ayuda entusiasta del Vaticano. Otros se fueron a Estados Unidos donde jugaron un papel activo ayudando a la CIA durante la Guerra Fría.
La situación en Europa del Este era muy diferente. Con el avance del Ejército Rojo el viejo poder estatal colapsó. La clase dominante había colaborado con los nazis y huido antes del avance de las fuerzas soviéticas. Una vez más, la clase obrera podría haber tomado el poder, pero los estalinistas la hicieron retroceder, siguiendo las órdenes de Moscú. Se formaron gobiernos de coalición donde los comunistas estaban en minoría, pero siempre tenían dos ministerios: Defensa e Interior, el ejército y la policía. Además, el Ejército Rojo estaba presente como una póliza de seguros.
Trotsky dijo en una ocasión que para matar a un tigre se necesitaba un arma de fuego pero que para acabar con una pulga bastaba con el pulgar. Los estalinistas liquidaron el capitalismo en Europa del Este pero no introdujeron el socialismo. Estos regímenes comenzaron donde terminó la Revolución Rusa, en Estados obreros burocráticamente deformados. La expropiación de los capitalistas y terratenientes sin duda fue una tarea progresista, pero se hizo de una forma burocrática, desde arriba, sin la participación democrática y el control de la clase obrera.
Los regímenes que surgieron de esto eran una caricatura burocrática y totalitaria del socialismo. A diferencia del Estado obrero ruso establecido por los bolcheviques en 1917, ellos no se convirtieron en un polo de atracción para los trabajadores de Europa Occidental. Con la excepción de Checoslovaquia, la burguesía de Europa del Este antes de la guerra era demasiado débil. Los imperialistas estadounidenses intentaron fortalecer a los elementos burgueses y conseguir el control de Europa del Este ofreciendo el Plan Marshall. Stalin comprendió la maniobra y dio la orden. Los estalinistas tomaron el poder expulsando a los elementos burgueses de las coaliciones y nacionalizando los medios de producción.
Los orígenes de la Guerra Fría
El presidente Roosevelt murió el 12 de abril de 1945 y fue sustituido por su vicepresidente Truman. Muchas personas han asumido que Roosevelt era menos anticomunista que su sucesor. Pero no es así. La razón por la que Roosevelt evitó un enfrentamiento inmediato con Moscú era que no convenía a los intereses del imperialismo norteamericano romper con Moscú en ese momento. Además de las consideraciones ya mencionadas, los estadounidenses tenían otra razón para no compartir el entusiasmo de Churchill por una «cruzada contra el bolchevismo», o al menos en ese momento. La principal preocupación estadounidense era la guerra en el Pacífico, donde libraban una lucha a vida o muerte con el imperialismo japonés.
El problema era que la URSS tenía un inmenso ejército en el corazón de Europa. Sólo la posesión de armas nucleares dio a EEUU una ventaja potencial, porque la URSS todavía no tenía la bomba atómica. Pero la bomba todavía no se había probado y no había garantía de su funcionamiento. Los estadounidenses probaron su primera bomba atómica el 16 de junio de 1945, en el mismo momento en que los aliados de guerra estaban reuniéndose en Berlín para discutir la situación de la posguerra. Truman y Churchill fueron informados de que la prueba había sido un éxito y no perdieron tiempo en hacérselo saber a Stalin. Esperaban utilizar la amenaza de devastación nuclear para inclinar las negociaciones a su favor.
Algunos han mantenido que la Guerra Fría no empezó hasta 1947, pero en realidad comenzó nada más rendirse Japón y se preparó incluso antes. D. F. Fleming dice lo siguiente: «El presidente Truman estaba dispuesto a comenzarla antes de llevar dos semanas en su puesto» (D. F. Fleming, The Cold War and its Origins, 1917-1960, Vol. I, pág. 268). La posesión de la bomba atómica dio a Truman un sentido de superioridad que le llevó a sentir la necesidad de no tener que ocultarlo. James F. Burns, director del departamento de movilización de guerra de EEUU, garantizó a Truman que la posesión de la bomba atómica pondría a EEUU en una posición de «dictar sus propios términos al final de la guerra» (Harry S. Truman, Memoirs, Vol. I, Year of Destiny, Nueva York, pág. 87).
Como es habitual, Churchill fue el primero en fomentar la cruzada anticomunista. Este rabioso reaccionario y belicista hizo todo lo que pudo para que los estadounidenses entraran en conflicto con Rusia. Describiendo su comportamiento en esta época el general Allen Brooke, el jefe del Estado Mayor Imperial Británico, anotó en su diario que «siempre estaba viéndose capaz de eliminar todos los centros rusos de industria y población […]». (Arthur Bryant, Triumph in the West, 1943-46, Londres 1959, pág. 478). Pero la clase obrera británica ya había tenido demasiado Churchill. Había tenido ya demasiada guerra y ciertamente no deseaba otra, menos aún contra la Unión Soviética. En 1945, las elecciones generales echaron a Churchill y a los conservadores del poder, dándose un voto masivo por un gobierno laborista.
En cualquier caso, Gran Bretaña ya se había quedado reducida al papel de una potencia secundaria, un simple satélite de EEUU, un papel que continúa hasta el día de hoy. Los estadounidenses no prestaban demasiada atención al rabioso Churchill porque aún tenían asuntos sin terminar en el Pacífico. Necesitaban la ayuda de la Unión Soviética para derrotar a Japón y por lo tanto no tenían prisa por una confrontación prematura con los rusos en Europa. Podían esperar hasta que Japón se rindiese.
La derrota de Japón
Los japoneses tenían un poderoso ejército terrestre en Manchuria, el ejército Kwantung. Su fuerza total estaba formada por un millón de hombres. Tenía 1.215 tanques, 6.640 armas y morteros y 1.907 aviones de combate. Esta formidable fuerza de combate se enfrentaba a 1.185.000 soldados soviéticos estacionados en el Lejano Oriente soviético. Después de la rendición alemana recibieron refuerzos de fuerzas adicionales y cuando la ofensiva comenzó, el 9 de agosto, había en total 1.747.000 soldados, 5.250 tanques y armas autopropulsadas, 29.385 armas y morteros, y 5.171 aviones de combate. En una campaña que duró seis días el Ejército Rojo aplastó a las fuerzas japonesas y avanzó a través de Manchuria con una velocidad asombrosa. Las fuerzas soviéticas entraron en Corea, en Sajalin del Sur y en las Islas Kuriles, a poca distancia de Japón.
El 6 de agosto los estadounidenses lanzaron una bomba atómica sobre Hiroshima. Tres días después, el mismo día que el ejército soviético iniciaba su ofensiva, lanzaron una segunda bomba atómica sobre Nagasaki. Todo esto a pesar de que los muertos eran civiles y no bienes militares, y que los japoneses estaban ya derrotados y pidiendo la paz. Estas bombas atómicas tenían la intención de lanzar una advertencia a la URSS para que el Ejército Rojo no continuara su avance, porque si no habría ocupado Japón. El uso de la bomba atómica fue un acto político. Tenía la intención de demostrar a Stalin que EEUU ahora tenía en su posesión un terrible arsenal de armas de destrucción masiva y estaban dispuestos a utilizarlo contra poblaciones civiles. Había una amenaza implícita: lo que hemos hecho en Hiroshima y Nagasaki lo podemos hacer en Moscú y Leningrado.
Nada más rendirse Japón, la actitud de Washington hacia Moscú cambió inmediatamente. Ahora estaba ya acabada la forma que adoptaría el mundo de la posguerra. El mundo estaría dominado por dos grandes gigantes: el poderoso imperialismo estadounidense, por un lado, y el poderoso estalinismo ruso por el otro. Representaban dos sistemas socioeconómicos fundamentalmente antagónicos, con intereses opuestos. Era inevitable una lucha titánica entre los dos.
Los imperialistas norteamericanos ahora se sentían los amos del mundo. Habían sufrido relativamente poco en la guerra. Su base productiva estaba intacta, mientras que la industria de Europa estaba en ruinas. Dos tercios del oro disponible en el mundo se encontraban en Fort Knox. EEUU tenía un inmenso ejército y el monopolio de las armas nucleares. Podían imponer sus condiciones al resto del mundo. Sólo la Unión Soviética se interponía en su camino. La arrogancia del poder estadounidense fue expresada en palabras por el director del The New York Times, Neil MacNeil, cuando escribió lo siguiente: «Tanto EEUU como el mundo necesitaban la paz basada en los principios norteamericanos, la Paz Americana […] Deberíamos aceptar la paz norteamericana. No deberíamos aceptar nada más» (Neil MacNeil, An American Peace, Nueva York, 1944, pág. 264).
Posdata: el final de un mito
Las celebraciones del mes pasado con motivo del 60º aniversario del Día D, estaban destinadas a perpetuar un mito. El desembarco de Normandía no acabó con la Segunda Guerra Mundial en Europa, que se luchó y ganó en el frente oriental.
Con esto no queremos quitar mérito al coraje de los soldados británicos y estadounidenses. Los soldados del desembarco de Normandía fueron enviados al infierno. Según las cifras publicadas por los Cuarteles Generales, las bajas aliadas en los primeros quince días de batalla ascendieron a 40.549. Los británicos perdieron 1.842 hombres, 8.599 cayeron heridos y 3.131 desaparecieron. Los estadounidenses perdieron 3.082 soldados, 13.121 cayeron heridos y 7.959 desaparecieron. Los canadienses perdieron a 363, 1.359 fueron heridos y 1.093 desaparecieron. Esto fue muy duro, pero no se puede comparar con las inmensas pérdidas en el frente oriental (ver Martin Gilbert, Second World War, pág. 536).
Todos los pueblos pagaron un precio terrible por la guerra. Las bajas británicas ascendieron a 370.000, las estadounidenses a 300.000. Pero la Unión Soviética perdió 27 millones, más de la mitad de las bajas de la Segunda Guerra Mundial. Según los cálculos, incluso antes del desembarco de Normandía, el 90 por ciento de todos los hombres jóvenes entre 18 y 21 años de edad en la Unión Soviética ya habían caído muertos. Estas cifras expresan la verdadera situación. Demuestran que la población de la Unión Soviética sufrió un número desproporcionado de bajas porque el principal frente europeo fue el oriental.
Además de la terrible pérdida de vidas, la base productiva de la Unión Soviética quedó seriamente dañada por las hordas depredadoras de Hitler, que bombardearon, quemaron y saquearon, provocando una destrucción masiva de la industria en los territorios ocupados de la URSS. Pero después de la guerra la URSS reconstruyó su economía en un período corto de tiempo. La superioridad de la economía nacionalizada planificada, que se demostró ya en la propia guerra, quedó confirmada en el período de reconstrucción de la posguerra, cuando consiguió una tasa regular de crecimiento del 10 por ciento anual.
Los historiadores occidentales, motivados más por consideraciones políticas que por la verdad histórica, han minimizado sistemáticamente el papel de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Esta campaña sistemática de distorsión se intensificó con la caída del Muro de Berlín. Los defensores del capitalismo no están dispuestos a reconocer las conquistas de la economía nacionalizada y planificada en la URSS. No pueden admitir que la espectacular victoria militar sobre la Alemania de Hitler se debió precisamente a esto.
Para minimizar el papel de la URSS en la guerra, exageran la importancia de cosas como la ayuda estadounidense a la Unión Soviética. Esta falsificación es fácil de responder. La realidad es que el Ejército Rojo había frenado el avance alemán y comenzado un contraataque a finales de 1941, en la batalla de Moscú, antes de que cualquier suministro procedente de EEUU, Gran Bretaña o Canadá llegase a la URSS.
Estos suministros llegaron principalmente en el período de 1943-5, es decir, en el período en que la Unión Soviética ya estaba fabricando más tecnología militar que la maquinaria bélica alemana. Ellos sólo aportaron una fracción de la producción de guerra soviética: el dos por ciento de la artillería, el diez por ciento de los tanques y el doce por ciento de la aviación. En ningún sentido esto se puede considerar como algo decisivo en el esfuerzo bélico soviético en su conjunto. Su importancia fue marginal.
Las verdaderas razones para las maravillosas conquistas de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial fue algo que los historiadores occidentales no están dispuestos a admitir jamás, en primer lugar, la superioridad de una economía nacionalizada y con una planificación central, y en segundo lugar, la determinación de la clase obrera soviética para defender lo que quedaba de las conquistas de la Revolución de Octubre contra el fascismo y el imperialismo.
No fue gracias a Stalin y la burocracia, que habían colocado a la URSS en un peligro extremo por su política criminal e irresponsable antes de la guerra, sino a pesar de ellos. Los trabajadores soviéticos, a pesar de todos los crímenes de Stalin y la burocracia, defendieron a la URSS y lucharon como tigres. Esto fue lo que en última instancia garantizó la victoria.
En realidad, los regímenes capitalistas de Gran Bretaña y EEUU, de una forma indirecta, admitieron la superioridad de la planificación central sobre la anarquía de mercado durante la guerra. Cuando las cosas se volvieron realmente serias y se encontraban frente a la pared ¿Cómo reaccionaron? ¿Cómo hoy en día diciendo que todo debería estar en manos privadas? ¿Entonaron himnos a las glorias de la economía y empresa privadas? ¡No lo hicieron!
Introdujeron una legislación de urgencia para centralizar la producción, especialmente las industrias de guerra. Introdujeron medidas de planificación, dirección del trabajo, racionamiento y otras cosas por el estilo. ¿Por qué lo hicieron? Por una buena razón: porque estos métodos daban mejores resultados. ¡Tanta argumentación sobre la supuesta superioridad de la «economía de libre mercado»!
Por supuesto que no era el socialismo. Las palancas básicas de la economía seguían en manos de los capitalistas privados. La planificación real no es posible bajo el capitalismo. Las industrias nacionalizadas estaban dirigidas por burócratas. Pero, a pesar de estas limitaciones, incluso estos elementos de economía planificada consiguieron durante un tiempo resultados serios. Los elementos de planificación, incluso sobre bases capitalistas, dieron mejores resultados que la economía de libre mercado. Sólo hace falta imaginar los resultados que se podrían conseguir en una verdadera economía socialista planificada donde los beneficios de un plan central se combinaran con la administración y control democráticos de los propios trabajadores.
Después de 1945 se crearon las Naciones Unidas, supuestamente para garantizar la paz mundial. Pero hoy, seis décadas después del Día D, el mundo es cualquier cosa menos un lugar pacífico. Una guerra sucede a otra en un país tras otro, en un continente tras otro. En la época moderna las guerras son la expresión de las insoportables contradicciones que fluyen del propio sistema capitalista. Todo el mundo está dominado por un puñado de naciones ricas, que a su vez están dominadas por un puñado de bancos y empresas poderosas. Sus acciones están determinadas como siempre lo estuvieron por la concupiscencia de la renta, el interés y el beneficio, por los mercados, las materias primas y las esferas de influencia.
En la Segunda Guerra Mundial murieron cincuenta y cinco millones de hombres, mujeres y niños. Millones más murieron en los años y décadas siguientes, no sólo en guerras y otros conflictos militares, sino también por el hambre y epidemias como la malaria, el sida o enfermedades sencillas provocadas por la ausencia de agua potable.
Lo peor de todo esto es que es algo objetivamente innecesario. En la primera década del siglo XXI, cuando la ciencia y la tecnología han alcanzado niveles inimaginables antes, la mayoría de la raza humana se enfrenta a una demoledora lucha por la supervivencia. La distancia entre ricos y pobres se ha profundizado hasta convertirse en un abismo, y al mismo tiempo la brecha entre las naciones ricas y las pobres nunca ha sido tan grande.
Estos son los hechos que están detrás de las tensiones y antagonismos que crean las guerras, la lucha étnica, el terrorismo y todos los demás horrores que afligen a nuestro planeta torturado y turbulento. En la medida que estas contradicciones centrales no se resuelvan, las guerras y otros conflictos violentos continuarán sembrando muerte y destrucción. Es inútil lamentar los resultados de la guerra, como hacen los pacifistas y los moralistas. Lo que hace falta es diagnosticar la fuente de la enfermedad y recetar una cura.
El enorme potencial de una economía planificada quedó demostrado en la Unión Soviética antes, durante y en los primeros veinticinco años después de la Segunda Guerra Mundial. A pesar de todos los esfuerzos de la burguesía y sus plumíferos a sueldo en negarlo, la realidad es que la URSS (y más tarde China) demostró que es posible gestionar la economía sin capitalistas privados, banqueros, especuladores y terratenientes y que tal economía puede obtener resultados espectaculares.
¡Ah! Pero la Unión Soviética colapsó. Sí, la Unión Soviética colapsó después de décadas de gobierno burocrático y totalitario, que negó completamente el régimen de democracia obrera establecido en 1917. Ya en 1936 León Trotsky pronosticó que la burocracia estalinista que usurpó el poder después de la muerte de Lenin, no se quedaría satisfecha con sus privilegios legales e ilegales, pero que inevitablemente lucharía por sustituir la economía planificada nacionalizada por monopolios de propiedad privada.
La contrarrevolución capitalista en Rusia no es una salida para los pueblos de la antigua URSS. Ha ido acompañada de un horrible colapso de la economía rusa, de los niveles de vida y la cultura, como pronosticó Trotsky. Si existe un país en el mundo donde el capitalismo está condenado, ese país es Rusia.
La prolongación del capitalismo senil amenaza el futuro de la cultura humana, la civilización, la democracia, quizá incluso la supervivencia de la propia humanidad. El mundo pide a gritos una transformación social y económica fundamental. La única esperanza para la humanidad es la abolición radical del capitalismo y el establecimiento de un sistema armónico de producción y distribución, basado en la propiedad común de los medios de producción bajo el control y la administración democráticas de los trabajadores.
La futura economía socialista planificada no se basará en el pasado, como fue el régimen establecido por el Partido Bolchevique de Lenin y Trotsky en noviembre de 1917. Surgirá de avances colosales de la industria, la ciencia y la tecnología, que se convertirán en sirvientes de las necesidades humanas, y no bálsamos del beneficio.
Sobre las bases modernas, una economía tecnológicamente avanzada, la planificación racional estimulará la producción hasta un nivel sin precedentes. Será posible en un período de tiempo relativamente corto abolir el hambre, la falta de vivienda, la miseria y el analfabetismo y todos los demás elementos de barbarie que hacen de la vida un infierno sobre la tierra para millones de personas. En lugar de la vieja lucha y rivalidad entre las naciones, será posible unir las fuerzas productivas de todo el planeta en una comunidad socialista, donde las guerras sean cosa del pasado, junto con la esclavitud, el feudalismo y el canibalismo, quedarán relegadas al museo de reliquias bárbaras del pasado.
21 de julio de 2004