Escrito por: Alejandro Gumá Ruiz, Investigador, Instituto Cubano de Investigación Cultural “Juan Marinello”
Estados Unidos bloquea a Cuba porque esta asumió el socialismo, que-por cierto- es la única garantía de la soberanía e independencia nacionales. Porque botó de aquí a los explotadores; porque cortó de un tajo la sangría económica y social; porque hizo de la política un frente cultural e internacionalista, que buscaba: no la creación de «un paraíso en las faldas de un volcán», sino la redención de todos los pueblos del mundo.
Si Cuba fuera capitalista, o si volviera a serlo, no habría necesidad de bloquearla, porque no sería de los cubanos. Pero los nacidos en esta isla tampoco serían cabalmente «de Cuba» si no comprenden que la cuestión patriótica está soldada en los tuétanos a la cuestión social, económica y política. La nación nos la conquistó en los campos de Cuba el machete, la tea, el máuser arrebatado al enemigo. Famélicos y hambreados, los revolucionarios eran sostenidos por las ideas (sepan los tecnócratas de hoy que las ideas son los más poderosos sostenes). Entonces, si nadamos un poco más hacia lo hondo, y somos honestos, entenderemos que lo que Estados Unidos bloquea no es a Cuba, sino un ordenamiento específico de ella; y sobre todo: la posibilidad de que las ideas de sus hombres y mujeres sostengan y desarrollen ese ordenamiento.
Por lo tanto, el bloqueo es (contra lo que se presenta como evidente e inmediato) una cuestión, en primera instancia ideológica. Es la rabia del dominante que no tolera una práctica que lo niega. A la victoria hay que encontrarle también su sentido más profundo: el verdadero triunfo no será que se levante el bloqueo, sino que esto suceda sin que Cuba se tuerza un milímetro hacia el capitalismo. No será ni puede ser meramente la victoria de una nación (así, a secas) sobre otra. Será la victoria del socialismo cubano sobre el capitalismo mundial, pero también sobre el capitalismo cubano (que tiene en el bloqueo una manta protectora frente a la «libre» competencia oligopólica, y del cual obtiene formidables réditos).
No creo en el bienestar sin apellidos. Detrás de los conceptos van, innúmeras, las concepciones, que se disputan la posibilidad de enunciar aquellos en singular y sin cuestionamientos; de sembrarlos como “dados” y “naturales” en el sentido común… No me preocupan ni me quitan el sueño las divisiones, como detesto la unidad que quiere erigirse «más allá» de las diferencias, y no precisamente gracias a ellas. Pero sucede que debemos emancipar también las diferencias, para que más nunca la hipocresía capitalista pueda atribuir a «diversidades culturales»: que el niño limpie los parabrisas, que la mujer venda el sexo y escoja a cuál de sus hijos salvar, que los negros deambulen sin casa o se hacinen en guetos, en favelas, en terminales, en cementerios; que los pobres sean frugales; que los jóvenes no hallen trabajo; que los abuelos sean desechados (porque ya se les extrajo todo el zumo que podían darle al capital); que los de distinta preferencia sexual sean tratados como maniquíes y se establezcan shoppings para ellos (para extraerles el zumo), etc.
El capitalismo vive de convertir las diversidades en desigualdades, aunque les siga llamando «diversidades». Por eso hay que acabar con él. El socialismo (el que tengo en mente y corazón, muchas de cuyas esencias aún encuentro en Cuba) es el único que puede garantizar que la diferencia acontezca como expresión arborescente de igualdad, como ramificación de la condición humana no sometida, no fragmentada, no minusválida.
Existirán las divisiones, porque no pueden entenderse el explotador y el explotado, aunque ambos imaginen que se entienden. Las divisiones son el empleo que nos da el capitalismo. Solo aniquilando al empleador acabará con las divisiones fundamentales el socialismo. Estados Unidos quiere ahora emplearnos, integrarnos a su asqueroso sistema-mundo de un modo que parezca que no es ideológico, que pase por aséptico. Nos quiere pagar 8 dólares la hora. Se abstiene (…) de doblarnos el cuello de frente, incluso: de doblárnoslo él. En sus mercados, instituciones y cerebros hay suficientes herramientas para doblar cuellos. «¿Por qué no vendérselas a los cubanos y que se ocupen por sí mismos?».
Ese que no pocos entre el “establishment” anhelan quitarnos y llaman «obsoleto», «inútil», «improcedente» etc., es un bloqueo: el muro entre una superficie de 100 000 km2 y sus bolsillos. El que nosotros debemos derrotar es otro: la intención de cercar el ejemplo, la moral, la propuesta política de Cuba al mundo. Son dos bloqueos, dos definiciones; dos determinaciones contrapuestas. No habrá normalización entre ellas; seguirá habiendo división. Y mientras el ser humano respire sobre la Tierra, ideológico será hasta el aire.
27 de octubre, 2016