Escrito por: David Rey
Este año se cumple el 40º aniversario del que fue, sin duda, el año decisivo de la llamada Transición. En el año 1977 tuvieron lugar los asesinatos de Atocha, que elevaron la temperatura revolucionaria de la sociedad a su grado máximo, la legalización de los sindicatos y de los partidos de izquierda, entre ellos el PCE; la celebración de las elecciones semidemocráticas del 15 de junio, así como la firma de los infames Pactos de la Moncloa, que sellarían la traición a las expectativas populares despertadas a la muerte del dictador.
La actual crisis económica, social y política en el Estado español –que es parte de la crisis orgánica global del sistema capitalista– ha conducido a una crisis del régimen surgido de la Constitución de 1978. Éste, a su vez, fue el resultado del período conocido como La Transición, iniciado tras la muerte del dictador Franco en noviembre de 1975.
No es casual que una capa cada vez más amplia de la población, particularmente de la joven generación, esté tratando de indagar, estudiar y revisar críticamente aquel período de nuestra historia.
No sorprende que los sectores de la izquierda más derechistas e integrados al sistema, tanto en el PSOE –las viejas momias, como Felipe González y Guerra, y la burocracia dominante en el partido– como en el PCE e IU –Gaspar Llamazares y Cayo Lara, entre otros– den el visto bueno a lo sucedido en La Transición, por su responsabilidad personal en la misma. Pero llama la atención que sean los herederos del Franquismo, como el Partido Popular –fundado por 7 ministros franquistas– quienes aparezcan como los máximos adalides de este período de nuestra historia reciente y de la Constitución de 1978.
Hay algo que no cuadra en la “modélica” Transición que nos han contado, cuando quienes celebran con más entusiasmo lo ocurrido en aquellos años, sean los que nunca condenaron el alzamiento fascista de Franco ni los crímenes de la dictadura.
Es imposible encarar con éxito una transformación profunda de nuestro país, sin un conocimiento preciso de nuestro pasado reciente. Es imposible ajustar cuentas con el presente injusto, sin ajustar cuentas antes con nuestro propio pasado. Un pueblo que no aprende de la Historia, está condenado a repetirla.
La necesidad de revisar críticamente la Transición
Los dirigentes de Unidos Podemos y de sus diversas confluencias políticas en el resto del Estado, están en lo correcto al exigir una revisión de la “versión oficial” de aquel proceso histórico. Han insistido repetidas veces, y con razón, en que la conquista de las libertades democráticas fue obra de las luchas de la clase trabajadora, de las mujeres de los barrios, de los estudiantes, de las naciones oprimidas en demanda de sus derechos democrático-nacionales en Catalunya, Euskadi y Galicia.
Esas libertades no las trajeron personalidades como el rey Juan Carlos o el ex presidente del gobierno Adolfo Suárez. No hay nada más patético que pintar como héroes de la democracia a quienes fueron aupados a las máximas responsabilidades del gobierno desde la propia dictadura franquista. Juan Carlos fue nombrado sucesor de Franco por el mismo dictador en 1969, y juró los principios del “glorioso” Movimiento Nacional (la declaración de principios fascista que dio inicio al golpe militar de Franco) en su toma de posesión como rey el 22 de noviembre de 1975. Adolfo Suárez, antes de ser nombrado a dedo por Juan Carlos como presidente del gobierno en julio de 1976, había sido secretario nacional del Movimiento Nacional, el partido único del régimen franquista. En ningún momento, ni Juan Carlos ni Suárez emitieron una sola queja, una sola crítica, en los años previos ni tampoco en los meses siguientes a la muerte del dictador, por la falta de libertades en nuestro país. Ninguna protesta hubo de estas personas por las torturas en las comisarías, por los obreros asesinados por la policía en las huelgas ilegales, ni por las condenas a muerte de los últimos gobiernos del dictador.
Hay una parte particularmente enojosa de la versión “oficial” de la Transición que ha permeado los discursos de las direcciones de la izquierda a lo largo de estos 40 años, y que se sigue repitiendo con machacona intensidad: que «no se pudo conseguir más», que «hubo que aceptar la monarquía», que «hubo que pactar la amnistía de los crímenes del franquismo», que «hubo que dejar tranquilos a los grandes empresarios que apoyaron la dictadura», que «no se pudo depurar el aparato del Estado de torturadores y de colaboradores con la dictadura», que «hubo que pactar la Constitución de 1978”, etc. porque ‘había miedo’ en la mayoría de la población, ‘miedo’ a la continuidad de la dictadura y a un nuevo golpe militar.
Lo grave no ha sido sólo esta actitud fatalista y pusilánime en las tareas que encararon en aquellos años los dirigentes de la izquierda, sino que aun antes de las elecciones de junio de 1977, ya comenzaron a lavarle la cara a los herederos del franquismo, otorgándoles el título de nuevos y convencidos demócratas. Este fue el caso de reconocidos ministros franquistas firmantes de penas de muerte, como Manuel Fraga; de ministros y gobernadores civiles (antecesores de los actuales delegados del gobierno) responsables de los aparatos policiales que ordenaban detenciones, torturas y asesinato de trabajadores en huelga o en manifestaciones, como Martín Villa; o de altos cargos del aparato del estado franquista, como lo fueron casi todos los ministros de la UCD de Suárez y los principales dirigentes de la Alianza Popular de Fraga (antecesora del PP).
Fueron los dirigentes del PCE y del PSOE en aquellos años –con la excusa de no remover los odios del pasado, como vuelve a repetir frecuentemente el nuevo monarca Felipe VI– los principales responsables en silenciar a las víctimas del franquismo, en volver a sepultar, esta vez con el silencio, a los 140.000 desaparecidos que yacen bajo montañas de tierra en las cunetas y junto a las tapias de los cementerios.
Fueron ellos quienes aceptaron mantener intacto –incluso bajo los gobiernos de “izquierda”– el mismo aparato franquista con sus altos cargos, sus mandos y torturadores policiales, y sus oficiales del ejército.
Dentro de la izquierda crítica con el régimen del 78 hay quienes hablan, incluso, como Íñigo Errejón y Juan Carlos Monedero, de que la Constitución de 1978 –como si no hubiera habido alternativa– fue un “contrato social” entre la clase dominante y su aparato de Estado salido de la dictadura, con la izquierda y la clase trabajadora y el pueblo en general; dejándole a aquéllos sus puestos de mando, a cambio de un sistema de libertades democráticas formales, semejante al de Europa occidental.
¿Quién tenía verdadero miedo en la Transición?
Los marxistas de Lucha de Clases discrepamos de la falsificación histórica de la Transición pregonada por la “vieja” izquierda. Y aunque celebramos que la “nueva” izquierda haya roto parcialmente con esa visión idílica de la Transición, lamentamos que acepten todavía algunas de sus conclusiones, incluida la más tergiversada, como la de que no se pudo hacer mucho más de lo que los dirigentes del PCE y del PSOE hicieron, debido a la “desfavorable correlación de fuerzas” y al “miedo” de las masas populares.
Si realmente “había miedo” en la mayoría de la población ¿qué necesidad tenía el bando franquista de hacer concesiones democráticas relevantes? ¿No sería más verosímil concluir que si el sector decisivo del régimen franquista se vio obligado a hacer concesiones democráticas fue porque el miedo estaba realmente en su bando?
Presentaremos unos pocos datos que avalan nuestra posición.
Uno de los hechos más significativos de la lucha contra la dictadura fue el papel de la clase obrera, que ya representaba en aquella época el 70% de la población activa. Desde inicios de la década de los años 60, los trabajadores españoles dieron lugar a un movimiento huelguístico que no tenía precedentes en la historia bajo un régimen de dictadura.
En la curva ascendente de la lucha huelguística podemos ver el proceso de la toma de conciencia de los trabajadores: en el trienio 1964/66 hubo 171.000 jornadas de trabajo perdidas en conflictos laborales; en 1967/69: 345.000; en 1970/72: 846.000 y en 1973/75: 1.548.000. Posteriormente, después de la muerte de Franco, el movimiento huelguístico adquiere unas dimensiones insólitas: desde 1976 hasta mediados de 1978 se perdieron nada menos que 13.240.000 jornadas en conflictos laborales.
La principal fuerza impulsora de estas luchas fue CCOO, dirigida por el PCE. En 1975, CCOO había copado desde dentro del sindicato franquista (el llamado Sindicato Vertical) la representación mayoritaria de los trabajadores en las grandes empresas. Los convenios laborales del régimen franquista eran rotos por la acción directa de los trabajadores quienes elegían a sus propios representantes a través de lo que se llamaban “Comisiones Representativas” ¡Y todo esto en una situación de dictadura!
En paralelo, en 1975-1977 se crearon cientos de Asociaciones de Vecinos a lo largo de toda España, que eran organizaciones populares de masas en los barrios obreros y pueblos, con decenas de miles de participantes, que luchaban contra las deficientes condiciones e infraestructuras de las barriadas populares.
Toda la superestructura sobre la que descansaba el viejo régimen –incluido el ejército y la Iglesia– estaba en crisis y fracturada. Un ejemplo de esto fue la creación en agosto de 1974, de manera clandestina, de la Unión Militar Democrática (UMD), por decenas de oficiales y suboficiales del ejército español contrarios a la dictadura franquista. En el momento de su desarticulación (julio de 1975) llegó a tener 200 miembros, entre oficiales y suboficiales, con ramificaciones hasta en la Guardia Civil. Y si éste era el ambiente en sectores de la oficialidad, podemos imaginarnos el ambiente que existía en la tropa.
En la Iglesia Católica, un número creciente de clérigos de base simpatizaba abiertamente con las luchas obreras y movimientos de izquierdas, dejando los salones parroquiales para todo tipo de reuniones clandestinas. La Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y la Juventud Obrera Católica (JOC), diseñadas por la Iglesia para propagar la religión en los barrios obreros, giraron a la izquierda en sus planteamientos hasta el punto de considerar el “socialismo” como el verdadero ideal cristiano.
Lo cierto y verdad es que cada vez que los sectores “ultras” del franquismo se movieron en dirección a la represión sangrienta (Vitoria en marzo de 1976, Montejurra en mayo de 1976, los crímenes de los abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid en enero de 1977, la Semana por la Amnistía en Euskadi en mayo de 1977…), lo que provocaron fue una radicalización y una respuesta de tipo insurreccional entre la clase obrera y la juventud, y fue esto –y no otra cosa– lo que dio lugar a la lucha interna dentro de la burocracia franquista en la que se impuso el sector “reformista” de la misma. Es significativo que los sindicatos obreros y los partidos de izquierdas fueran legalizados en febrero de 1977 (salvo el PCE, que fue legalizado en abril) por el pánico del gobierno de Suárez y de los grandes empresarios a un estallido popular tras los crímenes de Atocha, un par de semanas antes.
En realidad, en la España de 1975-1977 se estaba incubando una crisis revolucionaria similar a la que tuvo lugar un par de años antes en Grecia y Portugal. Un intento de golpe militar en esos años hubiera provocado un estallido revolucionario abierto. Los intentos de un sector del aparato franquista de impulsar esta vía, por su miedo al alcance de la protesta social, a la venganza de los “rojos”, y a la pérdida de sus privilegios, simplemente reflejaba su pérdida de contacto con la realidad, por eso fueron desplazados.
Un personaje destacado del franquismo, como José María de Areilza expresaba así en su Diario el ambiente en las altas esferas del régimen:
“O acabamos en golpe de Estado de la derecha. O la marea revolucionaria acaba con todo» (Memorias de la Transición, El País, pág. 81).
El papel de la direcciones de la izquierda
Debemos decirlo claramente: no fue la fortaleza de la reacción, sino la debilidad y la traición política de las direcciones de la izquierda (PCE y PSOE) las responsables de que la lucha de masas contra el régimen franquista no culminara en una transformación radical de la sociedad española en líneas socialistas democráticas.
Esta apreciación no es solamente nuestra. El periódico oficial del capital financiero británico, The Financial Times, declaraba en un artículo en diciembre de 1978:
«El apoyo del PCE, tanto a la primera como a la segunda administración Suárez, ha sido abierto y sincero. El señor Carrillo fue el primer líder que dio su apoyo a los Pactos de la Moncloa, e inevitablemente el PCE ha apoyado al Gobierno en el Parlamento.
«Pero, como partido que controla la central sindical mayoritaria CCOO y el partido político mejor organizado en España, su apoyo durante algunos momentos más tensos de la Transición ha sido crucial. La moderación activa de los comunistas, durante y después de la masacre de los trabajadores de Vitoria en marzo de 1976, el ametrallamiento de cinco abogados comunistas en enero de 1977, y la huelga general vasca en mayo de 1977, por poner sólo tres ejemplos, fue probablemente decisiva para evitar que España cayera en un abismo de conflictividad civil importante y permitir la continuación de la reforma».
El régimen y la monarquía carecían de autoridad. Los grandes empresarios, temerosos de un estallido revolucionario, evadían masivamente capitales y divisas a Suiza, lo que provocó numerosos cierres de fábricas y una subida galopante del paro. Si los dirigentes del PCE y del PSOE hubieran llamado a organizar una Asamblea Constituyente Revolucionaria desde abajo, que eligiera un gobierno alternativo al oficial –heredero del régimen franquista amasado con la sangre, la cárcel y la represión del pueblo trabajador durante 40 años– eso hubiera tenido un apoyo masivo.
Las bases para convocar esa Asamblea Constituyente eran las Comisiones Representativas de las empresas y las Asociaciones de Vecinos, ya presentes. Lo que hacía falta era extenderlas al conjunto de las empresas y de las ciudades y pueblos del país. Una Asamblea Constituyente Revolucionaria de delegados elegidos en dichos organismos de base hubiera sido un millón de veces más representativa que el parlamento surgido de las elecciones semidemocráticas de junio de 1977. En éstas, como explicaremos más adelante, se impidió votar a los jóvenes de entre 18 y 21 años, y a los emigrantes españoles –que eran votos mayoritarios para la izquierda– y se dio un peso desmedido a la representación de las provincias más despobladas para diluir el peso de las grandes ciudades donde se concentraba la clase obrera.
Un gobierno de “los de abajo”, de la clase trabajadora, de los sectores progresistas de la clase media, de la juventud, de las nacionalidades históricas, habría sido seguido por millones. Con la potencia demostrada por el movimiento obrero entonces, una huelga general indefinida bien preparada y organizada, inundando las calles con millones de trabajadores, habría paralizado cualquier intentona golpista o de represión popular. Las fuerzas represivas se habrían partido por la mitad, con un sector decisivo en la base de la policía y del ejército pasándose al lado del pueblo. Una transición relativamente pacífica podría haber tenido lugar, con la nacionalización de las palancas fundamentales de la economía bajo el control de organismos populares democráticos de base, y con la proclamación de una república democrática con las máximas libertades, incluido el derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas, que abrumadoramente habrían elegido permanecer en una república federal, socialista y democrática.
La correlación de fuerzas y el programa político
Los dirigentes del PCE, que era la fuerza hegemónica en la oposición al franquismo, con 150.000 militantes en condiciones de clandestinidad antes de su legalización, han tratado de justificar todos estos años su posición de entonces, apelando a la manida excusa de la “desfavorable correlación de fuerzas”. Con los datos aportados en apartado anteriores ya hemos demolido este argumento falso.
Cabe suponer que los compañeros consideren que la correlación de fuerzas favorable sólo puede darse cuando la mayoría de la clase obrera y de la juventud haya llegado a conclusiones socialistas perfectamente claras sin necesidad de un partido revolucionario que las oriente, que les haga ver su fuerza, que formule las consignas y el programa adecuado en cada momento, y que aproveche los momentos de división y confusión del enemigo para lanzar la ofensiva decisiva. Pero en tal caso, deberíamos esperar mil años para ver una revolución socialista porque no hay, y no puede haber, una madurez revolucionaria tal en la conciencia de la clase obrera, sin un partido (es decir, sin la vanguardia organizada de la clase obrera) enraizado en las masas, que realice esa labor y ayude a los trabajadores a sacar las conclusiones últimas de sus luchas revolucionarias. Porque si fuera así, lo que habría que preguntarse es: ¿para qué existe un partido comunista?
En la España de principios de los 70 sí existía un partido, el PCE, que agrupaba a la vanguardia de la clase obrera, que estaba enraizado en las masas, y que podía movilizar a cientos de miles y, potencialmente, a millones de trabajadores. El problema fue que la dirección de ese partido nunca se fijó como objetivo consciente luchar por el socialismo, sino llegar a un acuerdo con el viejo régimen para mantener el capitalismo a cambio de la concesión de derechos democrático formales –derechos que, por otra parte, las masas ya estaban conquistando en la práctica con sus luchas– sin exigir ningún tipo de responsabilidades ni ajuste de cuentas a los herederos del franquismo por sus crímenes.
Lamentablemente, los dirigentes de la izquierda carecían de confianza en la clase trabajadora y demás sectores populares en lucha. Ya en 1956, la dirección del PCE había proclamado la “Reconciliación Nacional” y buscaba un acuerdo “democrático” con los herederos del franquismo.
Así, en una resolución del Comité central del PCE de junio de 1956, aprobada con motivo del 20º aniversario del comienzo de la Guerra Civil, se decía:
«En la presente situación, y al acercarse el XX aniversario del comienzo de la guerra civil, el Partido Comunista de España declara solemnemente estar dispuesto a contribuir sin reservas a la reconciliación nacional de los españoles, a terminar con la división abierta por la guerra civil y mantenida por el general Franco»
«…Existe en todas las capas sociales de nuestro país el deseo de terminar con la artificiosa división de los españoles en «rojos» y «nacionales», para sentirse ciudadanos de España, respetados en sus derechos, garantizados en su vida y libertad, aportando al acervo nacional su esfuerzo y sus conocimientos».
Y añadía:
«El Partido Comunista de España, al aproximarse el aniversario del 18 de julio, llama a todos los españoles, desde los monárquicos, democristianos y liberales, hasta los republicanos, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, cenetistas y socialistas a proclamar, como un objetivo común a todos, la reconciliación nacional». (Por la reconciliación nacional, por una solución democrática y pacífica del problema español, declaración del Partido Comunista de España, junio de 1956).
Es difícil resistir la indignación y el sonrojo que producen leer hoy estas líneas ¡”Artificiosa división de los españoles en ‘rojos’ y ‘nacionales’”! dicen ¡Como si no hubiera habido una guerra civil, ni centenares de miles de muertos, ni cientos de miles de exiliados, ni la destrucción de dos generaciones de trabajadores, sepultadas en una dictadura feroz!
Es importante retener en la mente este importante documento histórico, porque el manido argumento esgrimido por los dirigentes del PCE durante La Transición–y que siguen repitiendo machaconamente los actuales dirigentes del PCE, Izquierda Unida y de Podemos– de que los avances democráticos y sociales conseguidos estuvieron limitados por la «desfavorable correlación de fuerzas» de la izquierda en aquellos momentos, oculta una falsificación grotesca de la realidad.
No fue la «desfavorable correlación de fuerzas» sobre el terreno en los años 70 lo que condujo a un acuerdo espurio con los sucesores del régimen franquista; sino que este acuerdo, en sí mismo, era el objetivo político declarado y buscado por la dirección del PCE, no en los años 70, sino desde décadas antes de que el régimen franquista entrara en crisis por el empuje revolucionario de las masas trabajadoras.
Lamentablemente, lo que ocurrió realmente es que desde hacía décadas, la dirección del PCE había abandonado cualquier perspectiva de luchar por el socialismo. Esa fue la verdad de lo sucedido. El recurso a “las desfavorables relaciones de fuerzas” es sólo una excusa conveniente.
En los años 50, el franquismo despreció arrogantemente el ofrecimiento de los dirigentes del PCE porque su régimen aún no había entrado en dificultades, pero cuando la clase obrera se recompuso de la durísima derrota de la guerra civil y puso al régimen contra las cuerdas, un par de décadas después, el sector dominante del franquismo mandó a callar al “búnker” y aceptó sin chistar el generoso ofrecimiento de reconciliación que le ofrecía el PCE –que estaba al frente de la lucha antifranquista– para salvar su pellejo.
El PSOE, todavía en 1976, aprobó una resolución política en su 27º Congreso que recogía la «superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora». Sin embargo, muy pronto siguió la estela de la dirección del PCE de buscar un acuerdo pactado con el viejo régimen. PCE y PSOE circunscribieron su objetivo político a un régimen democrático formal que dejaba intacto el poder económico y el aparato del Estado del franquismo, traicionando las expectativas socialistas de millones que, correctamente, vinculaban el franquismo con el propio régimen capitalista. Además, se dedicaron a alabar y lavarle la cara al Rey, a Suárez y a decenas de antiguos cargos franquistas reconvertidos en “demócratas de toda la vida”.
Lo más grave fue que los dirigentes del PCE y del PSOE no utilizaron la fuerza descomunal desplegada por millones de trabajadores, mujeres, jóvenes, profesionales, pequeños propietarios empobrecidos, e intelectuales progresistas, no ya para asegurar un régimen socialista democrático, sino tan siquiera para conseguir una democracia avanzada: se mantuvo la monarquía heredada del franquismo con su odiada bandera, se mantuvo intacto el aparato franquista con sus miles de fascistas, torturadores y asesinos, se aceptó la “unidad indisoluble” de España bajo la vigilancia del ejército franquista, etc.
Los dirigentes obreros y de la izquierda también avalaron todo tipo de “pactos sociales” y económicos (como los Pactos de la Moncloa) que cargaban todo el peso de la crisis capitalista de aquellos años sobre los hombros de las familias obreras. Todo esto condujo a un reflujo de la movilización social y a una profunda decepción y desmoralización política que duró décadas. La Constitución de 1978 no fue ningún “contrato social” suscrito amigablemente entre dos partes de la sociedad, sino el fruto de una traición política a las expectativas de un cambio revolucionario anhelado por la mayoría de la sociedad. Fueron las direcciones de la izquierda, fundamentalmente del PCE, las inventoras del cuento de “viene el lobo” sobre el peligro de golpe militar si las demandas populares iban demasiado lejos, que fue utilizado para contener y frustrar el proceso revolucionario que estaba incubándose en el seno de la sociedad española.
Que no nos vengan con el argumento de que este “aviso” era real, recurriendo al intento de golpe de 1981. Por no hablar de las oscuras implicaciones que rodearon ese intento de golpe, que permanecen ocultas como “secreto de Estado”, aquél se produjo no en el auge del movimiento revolucionario (1976-1977), sino justamente en el momento de mayor profundidad del reflujo político y social de aquellos años, provocado por las políticas de las direcciones del PCE y del PSOE.
El carácter fraudulento de las elecciones del 15 de junio de 1977
En estas semanas está habiendo todo tipo de celebraciones sobre el 40º aniversario de las primeras elecciones tras 40 años de dictadura franquista. Hemos visto la condecoración de los diputados de esa primera legislatura, incluyendo a viejos franquistas reconvertidos, como Martín Villa, buscado por la justicia internacional por su implicación en los crímenes del franquismo y en los primeros años de la Transición.
El discurso de «su Majestad» en el Congreso, ayer 28 de junio, tuvo palabras de agradecimiento a demócratas de viejo y nuevo cuño, incluyendo a su padre, Juan Carlos, pero no tuvo una sola palabra de aliento y agradecimiento a los miles de luchadores antifranquistas que se jugaron la piel y la vida por traer las libertades democráticas a este país.
Hay que reconocer la valentía y audacia de los dirigentes de Unidos Podemos en tomar distancia de ese acto oficial y en organizar un acto paralelo en el Congreso, en agradecimiento y reconocimiento a los luchadores antifranquistas con una representación de los mismos y de los familiares de algunos de los asesinados.
Sin embargo, los dirigentes de la izquierda, los de entonces y los de ahora, han utilizado el resultado de aquellas elecciones, donde el partido creado por el ala “reformista” del franquismo, la Unión de Centro Democrático (UCD) quedó en primer lugar, para reafirmarse en la idea de que la mayoría de la población no quería socialismo sino terminar simplemente con la dictadura y que, por tanto, no se podía hacer más de lo que se hizo.
Esta es también una conclusión que escamotea la verdad histórica. Responderemos a esto de manera pormenorizada:
a) Se oculta, o se hace pasar a un segundo plano, que durante cerca de dos años, antes de las elecciones del 15 de junio de 1977, desde el mismo noviembre de 1975, la clase trabajadora, principalmente, desplegó una lucha potentísima, que brindó decenas de muertos a manos de la policía –¡sí, muertos que hay que colocar en los gobiernos del “demócrata” rey Juan Carlos I! y que permanecen impunes.
b) Se oculta que el resultado de esas luchas y de la represión del régimen postfranquista generaron situaciones potencialmente revolucionarias que podrían haber conducido a una transformación socialista de la sociedad, de manera relativamente pacífica, como mínimo en dos oportunidades: en marzo de 1976 tras los crímenes de Vitoria y, sobre todo, en enero de 1977 tras la masacre de Atocha.
c) Si esas situaciones potencialmente revolucionarias, no llegaron a desarrollarse hasta su conclusión final fue, principalmente, por el papel de freno y de parálisis del movimiento que conscientemente jugaron las direcciones del PCE y de CCOO, en aquellas situaciones, negándose a movilizar, enfriando los ánimos, aislando los conflictos en lugar de extenderlos a nivel estatal; frustrando en definitiva la indignación de la clase trabajadora por ajustarle las cuentas al viejo régimen.
d) La razón porque los dirigentes del PCE y de COO actuaron así, era simple: no creían ni confiaban en la lucha por el socialismo, no creían ni confiaban en la capacidad de la clase obrera para dirigir la sociedad, no tenían otro horizonte que un régimen democrático-burgués y cualquier otra cosa les parecía ir hacia un abismo. Ellos mismos se creían sus propios cuentos de la amenaza del “golpe militar”, que luego transmitían a sus cuadros y, a través de ellos, a sectores de la vanguardia y de las masas.
e) Desviaron todas las ilusiones de las capas avanzadas sobre las que tenían autoridad y, a través de ellas, de las masas más amplias, hacia el parlamentarismo burgués. De esta manera, apagaban y rebajaban el nivel de conciencia de las capas avanzadas, y de las más atrasadas recién despertadas a la lucha política.
f) Al desviar la lucha revolucionaria hacia el parlamentarismo burgués, donde confrontarían derechas e izquierdas, los dirigentes del PCE se prestaron a otorgarle credenciales democráticas a los políticos franquistas reconvertidos en demócratas: Suárez, Fraga, Juan Carlos, y demás.
g) A las capas más atrasadas, recién despertadas a la política, en la medida que se les cerraba la perspectiva de un cambio radical en el sistema a través de la lucha revolucionaria de la clase obrera, se les planteaba otro camino aparentemente “más fácil”, “más indoloro”, de terminar con la dictadura, y era confiar en los “nuevos demócratas” del viejo régimen franquista a quienes los dirigentes de la izquierda les acababan de otorgar sus credenciales democráticas. Fue este sector de las masas el que fue engañado a favor de confiar en el “centro” de Adolfo Suárez.
Hay que desterrar un mito, y es calificar las elecciones del 15 de junio de 1977 como democráticas. El PCE no fue legalizado hasta el mes de abril, un par de meses antes de celebrarse. Pese a que fue el partido de la izquierda que más concesiones hizo al régimen, éste premió al PSOE, al que consideraba más domesticable por sus vínculos con la socialdemocracia internacional, pese a que en palabras, sus posiciones sonaban más izquierdistas que las del PCE. Así, el PSOE fue promocionado con el dinero de la socialdemocracia internacional y del mismo gobierno de Suárez, como ha trascendido recientemente. Legalizado en febrero tuvo más tiempo a su disposición para promocionarse.
La izquierda tuvo un acceso muy limitado a los medios de comunicación oficiales que se volcaron desvergonzadamente hacia la UCD de Suárez que disponía a su favor de todos los recursos económicos del Estado y de los grandes empresarios y banqueros.
Como mencionamos al principio, se impidió votar a los 2 millones de jóvenes de 18 a 21 años, que eran mayoritariamente votos de la izquierda, lo mismo que a los emigrantes, 1 millón, que eran fundamentalmente trabajadores y también basculaban a favor de la izquierda.
En la representación parlamentaria, como también se dijo, se dio una mayor representación a las provincias rurales y despobladas, más atrasadas políticamente -igual que ahora– para castigar el voto de izquierdas concentrado en las grandes ciudades y núcleos industriales. También se introdujo un sistema de asignación de diputados antidemocrático y no auténticamente proporcional (el sistema D’Hont), para favorecer la lista más votada, que premiaba a la UCD al haber en la izquierda una mayor división del voto por la existencia de hasta tres partidos con posibilidades de conseguir representación parlamentaria (el PSOE, el PCE y el Partido Socialista Popular, de Tierno Galván, percibido como más izquierdista que el PSOE).
Por si esto fuera poco, el régimen impuso un sistema bicameral, con el Senado, que tenía, y tiene, derecho de veto en primera instancia sobre las decisiones del Congreso. La elección del Senado era aún más antidemocrática si cabe, ya que le daba la misma representación a todas las provincias (3 senadores) independientemente de su población, lo que sobre representaba a las provincias más despobladas, rurales y conservadoras. Para hacerlo aún más antidemocrático, 41 de los 258 senadores fueron elegidos por Designación Real; es decir, a dedo por Juan Carlos, en los que destacaban una mayoría de senadores derechistas y exfranquistas, para asegurar también la mayoría derechista en la segunda cámara.
Lo lamentable de todo esto es que la izquierda aceptó participar en estas elecciones en estas condiciones de clara desventaja. Más grave aún era el hecho de que estas elecciones tenían un carácter constituyente; es decir, el parlamento elegido tenía como cometido elaborar un proyecto de Constitución. Una amenaza de boicot a las elecciones, sustentada en la movilización popular, habría obligado al régimen a dar marcha atrás y asegurar unas elecciones en condiciones más democráticas. Pero los dirigentes de la izquierda lo aceptaron sin protestar, porque ya habían llegado a un acuerdo con el régimen y habían consentido en la idea de que fueran los “nuevos demócratas” exfranquistas quienes pilotaran la “transición” y no la izquierda. Habían acordado en los despachos y negociaciones a puerta cerrada con el régimen, el mantenimiento de la monarquía y del aparato de estado franquista, y habían renunciado a la república. Que un parlamento con mayoría de izquierdas renunciara a la República habría sido visto como una traición descarada por la clase obrera española. Por eso se trataba de enfriar el ambiente revolucionario en la clase trabajadora y en sus expectativas sobre la escala de los cambios por venir. Por eso se habían avenido a participar en unas elecciones semidemocráticas que aseguraran una mayoría parlamentaria relativa al partido “demócrata” del viejo régimen. Esta es toda la verdad del asunto.
La UCD de Suárez consiguió el 34,4% de los votos y la Alianza Popular de Fraga, el 8,1%. El PSOE obtuvo el 29,3%, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván (que más tarde se fusionaría con el PSOE) el 4,5% y el PCE el 9,3%. Así, a pesar de todo, PSOE, PCE y PSP sacaron más votos que UCD y AP juntos, y ganaron ampliamente en las grandes ciudades y centros industriales. Si a estos resultados se hubieran unido los votos de los jóvenes y emigrantes que no pudieron votar, la victoria de la izquierda habría sido aplastante.
Para que podamos percibir la trampa del escrutinio electoral, baste decir que la UCD, con el 34,4% de los votos se llevó 165 escaños, ¡el 47,1% de los diputados! Eso, junto con los 16 diputados conseguidos por AP, hacía que la derecha franquista y “exfranquista” se asegurara la mayoría absoluta del Congreso, con 181 diputados, e impusiera sus vetos a las medidas más avanzadas presentadas por la izquierda en la futura Constitución. La izquierda en cambio, con el 43,1% de los votos, consiguió apenas 144 diputados, el 41,1% de la representación popular.
En el Senado, de los 258 senadores elegidos, con la colaboración del “dedazo” de Juan Carlos, fueron elegidos 145 senadores derechistas y “exfranquistas”.
Baste esto para mostrar el carácter fraudulento del resultado electoral del 15 de junio de 1977. Una auténtica burla a la voluntad popular.
¿Por qué ganó la UCD?
Aparte de los trucos y trampas parlamentarios, había también una explicación política de la victoriade la UCD, que no es difícil de entender. Como explicamos anteriormente, después de muchos meses, la lucha huelguística no había llegado a un resultado decisivo, debido a la negativa de la dirección, sobre todo del PCE, a plantear su generalización. Esto tuvo como consecuencia que un amplio sector de las masas volviera su mirada hacia otras opciones. Las aspiraciones democráticas, confusas y ambiguas, de un sector de la población que despertaba por primera vez a la política –constituida por los millones de pequeños comerciantes, campesinos, amas de casa, jubilados, funcionarios, profesores, las capas medias y los sectores más atrasados políticamente de la clase obrera– fueron presas de la demagogia de la UCD que, aparentemente, representaba «el camino de menor resistencia, el más fácil» hacia la democracia. Era el voto del miedo, la indecisión y la incertidumbre ante el futuro, reforzado porque nadie les señalaba una alternativa clara. El hecho de que, tanto antes como durante la campaña electoral, los propios dirigentes del PSOE y PCE, dedicaran todo tipo de elogios a Suárez, diciendo que éste y el Rey habían traído la democracia, también fue un factor decisivo. En lugar de desenmascarar ante las masas a estos burgueses demócratas, en lugar de educar a la clase obrera en la idea de confiar solamente en su propia fuerza, organización y conciencia, y de enseñar a desconfiar de todas las promesas y la demagogia democráticade la UCD, se prestaron a la colaboración de clases y al lavado de cara de una inexistente burguesía progresista.
El fracaso electoral del PCE tiene una explicación totalmente política. Toda la política de Carrillo antes de las elecciones fue hacer concesión tras concesión (aceptando la Monarquía y la bandera nacional franquista que exhibía en los actos públicos, el apoyo a Suárez, etc.). En menor medida, también le afectaba al partido su asociación con el estalinismo, en los sectores más atrasados de la clase obrera, que veían con rechazo los regímenes burocráticos de la URSS y del Este europeo.
En el campo de la izquierda existían dos grandes opciones: el PCE, que contaba con varios centenares de miles de militantes abnegados, y el PSOE, que a pesar de su menor militancia conectaba con la memoria histórica de una parte muy importante de los trabajadores y la juventud. En el fondo, las diferencias políticas entre los dirigentes del PSOE y del PCE eran inapreciables. El PCE se había encargado de enfriar cualquier expectativa hacia un cambio revolucionario, exagerando y difundiendo el peligro de un “golpe”. Consecuentemente, esto benefició al PSOE. Este obtuvo el apoyo de la Internacional Socialista, aparecía sin el lastre del estalinismo y con más facilidades de llegar al poder a través de las urnas sin provocar a la reacción, lo que junto con su legado histórico, posibilitó que obtuviera un apoyo electoral muy superior al PCE.
El PSOE emergió como el partido obrero más importante entre la clase obrera, ganando claramente en Asturias, Andalucía, Barcelona, Vizcaya, Valencia, Zaragoza, Alicante, Guipúzcoa, etc. En la entonces provincia de Madrid, los votos unidos de los partidos obreros representaban el 53% frente al 47% de UCD y AP.
Los nacionalistas burgueses catalanes y del PNV tuvieron un porcentaje significativo de votos, debido al abandono de PSOE y PCE de la lucha por los derechos nacionales de Catalunya y Euskadi. A pesar de todo, el PSOE fue el partido más votado en ambas comunidades.
De cualquier manera, la UCD no consiguió la mayoría absoluta en el Parlamento, debiendo apoyarse en la muleta parlamentaria que pronto le prestarían el PSOE y el PCE, como se vio en los meses y años posteriores.
En cualquier caso, las elecciones en condiciones de democracia burguesa limitada, y mucho más en la España de 1977, tenían un valor relativo. Los resultados no reflejaron la auténtica correlación de fuerzas, tremendamente favorables para la clase obrera y para la superación del capitalismo. Eran una foto fija de una situación dinámica y muy cambiante, donde el odio a la dictadura y a la derecha postfranquista estaba muy presente en cada lucha, en cada reivindicación.
El trágico destino del PCE
Si en el Estado español en junio de 1977 hubiera habido un partido verdaderamente marxista o comunista con un 10% de apoyo electoral, sumado a su hegemonía en las grandes fábricas, en las Asociaciones de Vecinos y en el movimiento estudiantil, y controlando el principal sindicato del país, CCOO –como era el caso del PCE en todos esos casos– con una política correcta, ese partido podía haber escalado su apoyo en los meses siguientes en capas cada vez más amplias de los trabajadores y de las clases medias golpeadas por la crisis. Lo que se necesitaba era una explicación paciente, planteando una alternativa socialista consecuente, dejando que las capas más atrasadas y vacilantes de la clase obrera hicieran su experiencia con el gobierno de UCD y con la oposición de medias tintas del PSOE que empezaba a girar a la derecha, en condiciones crecientes de crisis económica y malestar social.
La condición para que esto se hubiera dado, era que el PCE girara claramente a la izquierda, que se pusiera a la cabeza de las innumerables luchas que se dieron en los meses siguientes, y se opusiera a los pactos y consensos que demandaba la burguesía española para hacer pagar a las familias obreras la crisis del sistema.
Lamentablemente, la conclusión que sacaron los dirigentes del PCE de las elecciones de junio del 77 era que el partido aparecía todavía demasiado radical, y giraron aún más a la derecha. El PCE y CCOO fueron quienes lideraron e impusieron los Pactos de la Moncloa al conjunto de la clase (inicialmente, la UGT se opuso), que básicamente consistieron en trasladar a la clase trabajadora todo el peso de la crisis.
Es una ley que cuando existen dos partidos importantes en la izquierda, pero defienden programas muy similares, en este caso reformistas, las masas trabajadoras se orientan al que parece más grande y tiene más posibilidades de llegar al poder. Por eso, el debilitamiento del PCE provocó un trasvase mayor de votos y de apoyo al PSOE en los años posteriores.
El PCE, que partió siendo la organización más poderosa al inicio de la Transición, terminó prácticamente destruido a comienzo de los años 80, fruto de las falsas políticas que emanaron de su dirección a lo largo de los años. Esta es la razón de que la burguesía española y los antiguos franquistas reconvertidos en demócratas, en la UCD, en Ciudadanos y en el PP, le hayan dedicado tantos elogios al PCE de la Transición y a Santiago Carrillo, al que justamente consideran el salvador de la crisis de régimen que vivió el capitalismo español a la muerte del dictador.
Conclusiones
Está claro que el régimen actual y su Constitución son incapaces de encarar las transformaciones básicas para satisfacer las necesidades sociales y democráticas de la mayoría de la población. Unidos Podemos debe señalar las tareas democráticas inconclusas que exigen una resolución: la depuración del aparato del Estado de personas vinculadas directamente con la dictadura, la completa separación de la Iglesia del Estado, la elección del Jefe del Estado por el pueblo – República – y de los jueces por la población, así como el “derecho a decidir” de las nacionalidades históricas.
La oligarquía económica de los bancos y grandes empresas, y las altas instituciones del Estado, han fracasado completamente en ofrecer un futuro a millones de trabajadores y jóvenes. Al contrario, sólo ofrecen desempleo, pobreza creciente, salarios bajos, empleo precario, emigración, el desmantelamiento de los servicios sociales, impunidad, corrupción y enriquecimiento de los poderosos, y el incremento de la represión policial y judicial contra los trabajadores y la juventud que luchan.
La corriente marxista Lucha de Clases apoya la apertura de un nuevo proceso constituyente para superar el Estado monárquico actual, sustentado en un aparato burocrático procedente, sin apenas cambios, del franquismo. Defendemos una República basada en las conquistas y derechos democráticos más avanzados, que incluya el derecho de autodeterminación de las nacionalidades históricas, pues la única unión que nos interesa es la unión voluntaria de los pueblos que conforman el Estado español.
Sin embargo, consideramos imposible avanzar hacia este modelo de Estado sin transformar paralelamente las estructuras económicas del sistema capitalista, de donde se sustentan y nutren las fuerzas reaccionarias sociales y represivas que se oponen al avance, al progreso y al bienestar de la mayoría de la sociedad.
La soberanía popular no puede consistir en una serie de derechos políticos enumerados en un papel; sino que debe completarse con la propiedad colectiva, democráticamente gestionada, de las palancas fundamentales de la economía (la gran propiedad industrial, terrateniente, financiera y comercial) y de los recursos naturales de nuestros territorios, para planificarlos democráticamente a fin de ponerlos al servicio del bienestar general y dar plena satisfacción a las acuciantes necesidades sociales.
Por lo tanto, debemos vincular la lucha por la República con la expropiación de esas palancas fundamentales y arrancarlas de las 200 familias que las poseen.
En definitiva, vinculamos la lucha por una República democrática y avanzada de los pueblos ibéricos, federados en pie de igualdad, a la lucha por la transformación socialista de la sociedad. Nuestra alternativa se resume en la consigna de República Socialista Federal.
«La vida enseña» como le gustaba repetir a Lenin. La profundidad de la crisis orgánica del sistema capitalista a nivel internacional mostrará cada vez más palpablemente a la clase obrera que bajo el capitalismo no hay salida; y la necesidad de tomar en sus manos el control de la sociedad para gestionarla en interés de la inmensa mayoría que somos los trabajadores y nuestras familias.
La clase trabajadora española, una vez despejadas las nieblas de la inercia social en este nuevo período que ahora comienza, recuperará sus tradiciones revolucionarías y el movimiento obrero en nuestro país, y a escala internacional, hará realidad la tarea que la historia le ha confiado: la sociedad socialista.