El pasado 20 de febrero, el presidente de los Estados Unidos, Donald J. Trump, emitió una orden ejecutiva que designa como organizaciones terroristas a los «cárteles de la droga» mexicanos. Esta designación incluye al Cártel de Sinaloa, el Cártel de Jalisco Nueva Generación, el Cártel del Noreste, la Nueva Familia Michoacana, el Cártel del Golfo y los Cárteles Unidos.
La política estadounidense en torno al terrorismo incluye la posibilidad de intervenciones militares, la vigilancia, el monitoreo, arresto de individuos considerados sospechosos, uso de drones para atacar objetivos individuales, todas ellas estrategias que incluyen la tortura y la nula rendición de cuentas, como ha acontecido con aquellos acusados por terrorismo y encarcelados en Guantánamo. Entre las consecuencias sociales que supone la política estadounidense en torno al terrorismo, se incluyen el incremento de la discriminación racial por razones xenófobas, el aumento de las presiones diplomáticas que integran boicots y bloqueos económicos, junto con el aumento de los homicidios y violación sistemática de los derechos humanos.
Cabe considerar si las medidas de “combate” al terrorismo por parte del gobierno estadounidense generan mayor inseguridad y vulneración sistemática de los derechos humanos en los pueblos del mundo. ¿Cuáles son los verdaderos propósitos del imperialismo al “combatir” el terrorismo? Y la respuesta estriba, indudablemente, en las condiciones materiales de la acumulación de capital a escala internacional, que conlleva, en la base económica, la primacía del capital financiero internacional, el reparto del mundo por medio de las guerras de rapiña, la amplificación del dominio de los monopolios multinacionales por medio de la exportación de capitales a escala global que exacerban las contradicciones a nivel mundial por el incremento de la desigualdad entre las clases sociales, entre las potencias económicas frente a los países subordinados, junto con el agotamiento de los recursos estratégicos y el deterioro del medio ambiente.
Concretamente, en el caso de México se trata de establecer un mayor control imperialista de carácter directo en un territorio que consideran su patio trasero.
La acumulación imperialista genera un desastre global y, con esto, un descontento internacional contra el imperialismo, lo cual implica nuevos obstáculos que enfrenta el Estados Unidos para perpetuar relaciones de dominación, necesarias para la acumulación en una escala mundial sobre los países subordinados. Fortalecer el control directo sobre México es un modo de reafirmar su zona de influencia frente a otros poderes imperiales, particularmente el chino.
Para asegurar tales relaciones de dominación, el Estado imperialista estadounidense se vale de globalizar funciones coercitivas, propias de un Estado-nación imperialista, y suponen el entrelazamiento de las instituciones de seguridad de los países dependientes con las fuerzas armadas gringas, la donación y venta de armamento de Estados Unidos a los países subordinados, lo cual incluye también la acumulación de capital del complejo industrial-militar estadounidense, y la capacitación de fuerzas armadas de los países dominados por parte de academias militares estadounidenses (como la Escuela de las Américas, el Colegio Interamericano de Defensa, entre otras). Este adiestramiento incluye la enseñanza de tácticas de contrainsurgencia como la desaparición forzada, el terrorismo psicológico y la tortura. Obviamente no significa que las fuerzas armadas emprendan desde ahora acciones directas como el patrullaje, pero paulatinamente nada se los impediría, menos con las recientes medidas.
El Estado norteamericano desarrolla múltiples mecanismos para evitar, a nivel internacional, cualquier connato organizativo que conlleve el ejercicio de la emancipación y autodeterminación de cualquier pueblo en el orbe. Y dichos mecanismos tienen como finalidad única y exclusiva velar y mantener las relaciones sociales de producción capitalistas a escala global. Esta ignominiosa estrategia incluye, desde luego, tareas de contrainsurgencia que, paradójicamente, han contado con el encubrimiento y apoyo de organizaciones delictivas traficantes de drogas ilegales, cuando éstas apoyan la reacción contrarrevolucionaria. Por ejemplo, en Nicaragua, durante la década de los 80, el gobierno estadounidense financió a los Contras, organización contraria a la revolución sandinista que se apoyó en el tráfico de drogas hacia Estados Unidos, y contó con el apoyo de la CIA. En Bolivia, el gobierno de Luis García Meza también mantenía un tráfico de drogas solapado por el gobierno estadounidense, dado que el gobierno de Meza mantenía un combate hacia la izquierda en el país andino. En Colombia, las FARC y el ELN han denunciado que traficantes, paramilitares y agentes de inteligencia estadounidense trabajaron conjuntamente con miras contrainsurgentes. En Panamá, durante mucho tiempo se toleró la participación del presidente Miguel Noriega y sus colaboradores en el tráfico de drogas, toda vez que dicho gobierno combatía connatos izquierdistas en Centroamérica, por lo que también fueron solapadas dichas actividades delictivas.
Es esencial precisar que la hasta ahora fallida y mal llamada “guerra contra las drogas” no es dicotómica; si determinados traficantes sirven para apoyar los intereses imperialistas y contrainsurgentes norteamericanos, aunque sean delincuentes, estos serán aliados tolerados por parte del imperialismo. Una vez que los actores delictivos ya no sirven a los fines del gobierno, queda poco tiempo para que estos, si no son protegidos por una burguesía local corrupta, terminen sus días extraditados en una cárcel estadounidense.
No es menos cierto que la política prohibicionista sobre estupefacientes contiene su génesis en la condena moral de una burguesía que quiere erradicar las adicciones sin abolir el régimen de propiedad privada que las provoca; la misma producción capitalista, ineluctablemente, intensifica el uso de tecnología que sustituye a obreros por máquinas. La pauperización generalizada y el desempleo crónico condena a un segmento muy importante de la sociedad al envilecimiento enajenante que incluye el consumo de estupefacientes ilícitos como una modalidad efímera para, en palabras de Richard Davenport, buscar el olvido por enfrentar la existencia como un enemigo implacable. Por ello, el declive de la economía estadounidense y sus propias contradicciones son la raíz de la muerte de más de 100,000 personas anuales por sobredosis, en su mayoría causadas por el consumo de opioides sintéticos como el fentanilo.
La actual política de prohibición de las drogas tiene como objetivo un control del mercado clandestino en el que las organizaciones traficantes de drogas obtienen ganancias extraordinarias siempre y cuando no constituyan un obstáculo para los intereses políticos de cada coyuntura concreta. Dichas ganancias a su vez permiten afirmar un entramado criminal que abarca múltiples actividades delictivas. Al tiempo que permite cubrir con manto de secrecía a los verdaderos capos que son los lavadores de miles de millones en el sistema bursátil y bancario.
El desarrollo del tráfico de drogas a escala internacional incluye las agencias de seguridad estadounidenses y, cuando las mismas agencias determinan el fin de determinada carrera delictiva de algún líder, sencillamente a este se le nulifica.
Considerando también que, a nivel internacional, la militarización de la “guerra contra las drogas” y el incremento de la participación de las agencias de seguridad estadounidenses en el Estado mexicano, la designación de los mal llamados cárteles de la droga como organizaciones terroristas supone la agudización de la injerencia imperialista en nuestro país. Además, el gobierno de la cuarta transformación no puede dar un paso atrás respecto a la integración subordinada de México con el vecino norteño, solo queda, para la actual administración, apechugar y obedecer.
Si el crimen organizado y la “guerra” contra las drogas son una herramienta del imperialismo, seguir las propias reglas del juego de la hegemonía imperialista implica perpetuar el desastre persistente en torno a la violencia generalizada que padecemos. Por ende, la única vía que tenemos para cambiar tan terrible situación es salirse del juego, buscar nuestro destino como sociedad soberana, priorizando el bienestar por encima del amor al lucro privado. Y ello será así cuando los desposeídos, la clase trabajadora, haga estallar en mil pedazos al Estado mexicano.