Es muy común escuchar términos como clase baja, clase alta, y esa curiosa “clase media” en la que todo mundo se incluye, y que parece abarcar al 90% de la sociedad, sin embargo, eso no nos dice mucho. Para ir al fondo de la cuestión es necesario un análisis científico, marxista, en el que no haya ambigüedades. Porque más allá de dividir a la población según el ingreso mensual, los marxistas entendemos a la clase a partir de las relaciones sociales de producción, es decir, el papel que juega un individuo en la elaboración y distribución de las necesidades de la vida, y su relación con los medios necesarios para obtenerlas. En nuestra sociedad existen varias clases, pero existen dos clases opuestas y en constante contradicción: poseedores y desposeídos, explotadores y explotados, en términos más concretos, burgueses y proletarios.
La burguesía surge durante la Edad Media, periodo en el que imperaba el modo de producción feudal, en el que la tierra y el trabajo en ella eran las principales fuentes de riqueza. Esta era trabajada en condiciones de semiesclavitud por los siervos, que recibían de los nobles terratenientes una pequeña parcela a cambio de una parte de los bienes producidos, así como varios días de trabajo sin paga a la semana. Para los siervos, considerados como propiedad de los señores, la vía más efectiva hacia la liberación se encontraba en huir de sus explotadores. Pero no podían esconderse o correr para siempre, y poco a poco se fueron congregando en pequeños asentamientos libres, que con el curso de la historia se transformarían en poderosas ciudades independientes y núcleos del comercio.
En estas nuevas ciudades es que estos siervos libres se convierten en el embrión de la burguesía. Libres de los límites de la producción feudal, pero aún con métodos artesanales, pudieron elaborar productos cada vez mejores y más especializados, de los cuales la nobleza empezó a depender más y más. Es en este contexto tumultuoso en el que más y más siervos ya no entregan a sus señores bienes en especie y prestaciones personales, sino dinero. Lentamente socavando la base económica sobre la que se sostenía la nobleza en el poder. Bien dice Engels1, “mucho antes de que los castillos feudales fuesen batidos en brecha por las nuevas piezas de artillería, ya estaban minados por el dinero”. Esta creciente dependencia del dinero fue lo que terminó por conducir a la búsqueda desenfrenada de oro y plata alrededor del globo; Engels continúa: “es el oro la palabra mágica que empujó a los españoles a atravesar el Océano Atlántico para ir hacia América”2.
Increíblemente enriquecida por el auge del comercio mundial, y apoyándose de las monarquías absolutistas —el último vestigio del régimen político feudal—, la burguesía conquistó la hegemonía económica del mundo. Sin embargo, esto no era suficiente, la monarquía pronto se volvió un lastre para las ambiciones e intereses de los burgueses. Es así como finalmente vemos levantamientos y revoluciones, que en nombre de la libertad dieron la estocada de muerte al feudalismo; la burguesía conquistó el poder político sólo hasta que el desarrollo de las fuerzas productivas sentó las bases materiales que lo permitieron. El ejemplo clásico es la revolución francesa de 1789. Es así como entre el genocidio y la esclavización de millones de personas en todos los continentes, “el capital viene al mundo chorreando sangre y mugre por todos los poros, desde los pies hasta la cabeza”3.
Veamos el otro lado de la moneda. Una capa cada vez más amplia de la sociedad fue quedando completamente desposeída. Grandes expropiaciones al feudo dejaron a millones de campesinos sin tierras, y la industria en las ciudades requería de un amplio ejército de mano de obra para seguir creciendo. Nace el proletario, carente de cualquier propiedad significativa, obligado a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario para sobrevivir. Con su trabajo, el obrero produce toda la riqueza de la sociedad, sin embargo, se le entrega a cambio un salario que a duras penas alcanza para mantenerse con vida. El restante, la plusvalía, es apropiada y acumulada por el burgués. Es así como se ha enriquecido durante siglos esta clase de unos cuantos carroñeros, viviendo de la miseria de la amplia mayoría.
Por tanto, como Engels explica en Principios del Comunismo:
“La clase de los grandes capitalistas, que son ya en todos los países civilizados casi los únicos poseedores de todos los medios de existencia, como igualmente de las materias primas y de los instrumentos (máquinas, fábricas, etc.) necesarios para la producción de los medios de existencia. Es la clase de los burgueses, o sea, burguesía”.
¿Y por qué seguir utilizando un análisis de hace casi dos siglos? Sencillamente porque no ha habido en la sociedad ningún cambio fundamental en el modo en que producimos. El trabajo asalariado constituye hoy más que nunca la forma de vida de las masas, mientras los capitalistas extraen de ellas ganancias nunca antes vistas. Las jornadas en las maquiladoras y los call-centers no distan mucho de las condiciones de abyecta explotación que han vivido los proletarios desde comienzos del capitalismo. Día a día vivimos en carne propia los estragos del capitalismo, y los responsables tienen nombre y apellido. Pero la crisis y la miseria no son simplemente producto de la mala voluntad de tales o cuales individuos, sino que son el fruto podrido de miles de años de lucha de clases. Es por esto que llamamos a la organización de la clase obrera de todo el mundo, el verdadero motor de la existencia humana en la tierra. Los trabajadores debemos arrancar de una vez por todas las riendas de la sociedad a la burguesía parasitaria. ¡Luchemos por una existencia digna! ¡Luchemos por el comunismo!
1 Federico Engels, La decadencia del feudalismo y el ascenso de la burguesía.
2 Ibidem.
3 Carlos Marx, El Capital, capítulo XXIV