Escrito por Alan Woods
La Inglaterra de Shakespeare, como la España de Cervantes, protagonizó una gran revolución social y económica. Fue una época de cambio muy turbulenta y dolorosa, que arrojó a un gran número de personas a la pobreza y creó en las ciudades un vasto grupo de desposeídos y elementos del lumpen-proletariado: mendigos, ladrones, prostitutas, desertores, entre otros. La misma suerte corrieron los descendientes de la empobrecida aristocracia y los expulsados del clero; todos ellos formaron una reserva interminable de personajes para las obras de Shakespeare.
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Religión
La revolución protestante que se inició con la revuelta de Lutero sumergió al conjunto de Europa en un sangriento conflicto, en el cual la burguesía emergente consiguió aunar fuerzas bajo la bandera de la nueva religión. Uno de los puntos centrales del credo protestante postulaba que la Biblia, la Palabra de Dios, debía penetrar en cada hombre y mujer sin la necesidad de ninguna mediación por parte de sacerdotes. La traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas, por tanto, se convirtió en la punta de lanza del nuevo movimiento.
Incluso antes de que Lutero desafiara abiertamente la autoridad del Vaticano, el reformador inglés, John Wycliffe, había traducido la Biblia al inglés. Sus seguidores, los lolardos, habían participado en los movimientos revolucionarios que culminaron en la revuelta de los campesinos de 1381. Esa revuelta terminó en derrota, pero en el siglo XVI, la revolución protestante en Inglaterra produjo una nueva y brillante traducción de la Biblia a manos de William Tyndale. Por el delito de traducir la Biblia al inglés, se le condenó por herejía y traición y fue ejecutado por estrangulamiento y luego quemado en la hoguera por Enrique VIII, el padre de Isabel I.
Inglaterra siguió siendo un país católico hasta el reinado de Enrique VIII. El papel de la religión entonces era muy diferente de lo que es hoy. La gente era muy religiosa y la Iglesia tenía un poder colosal en sus manos. Los hombres y las mujeres estaban dispuestos a morir por sus creencias. El reinado de los Tudor ofreció muchas oportunidades para hacerlo.
Enrique VIII fue originalmente un firme defensor del catolicismo y un enemigo de la nueva tendencia religiosa. Por sus servicios a la antigua religión, el Papa le permitió usar el título de Defensor Fidei (defensor de la Fe), que apareció en la moneda del reino durante siglos después de que perdiera su significado original: defensor de la fe católica.
Enrique VIII, por razones dinásticas, rompió con Roma y se declaró jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra, (El Acta de Supremacía), dando comienzo a siglos de agitaciones religiosas en Gran Bretaña. El monarca necesitaba romper con el poder de la Iglesia en Inglaterra y pronto descubriría que sería una excelente manera de ganar dinero.
En 1535, Enrique VIII ordenó el cierre de los conventos, abadías y monasterios católicos romanos de Inglaterra, Gales e Irlanda. Con la disolución de los monasterios se convirtió de facto en el dueño de las inmensas riquezas que habían pertenecido a la Iglesia: inmuebles, terrenos, dinero y demás. Con la venta de sus ganancias a los nobles ricos y a la creciente burguesía, obtuvo el dinero que necesitaba para financiar sus inútiles y costosas guerras contra Francia y Escocia y, al mismo tiempo, dio un poderoso impulso al proceso de acumulación primitiva de capital.
La ruptura con Roma fue un importante punto de inflexión histórico. Pero, desde un punto de vista doctrinal, no representó la clase de cambio radical que supuso la revolución protestante en el continente europeo. Enrique VIII, al igual que su hija Isabel I, no era amigo del puritanismo, ya que lo veía como una amenaza para el orden establecido. Por lo tanto, dejó gran parte de los antiguos rituales de la Iglesia intactos.
Eso cambió radicalmente bajo el breve gobierno de su hijo Eduardo VI (1547-1553), un devoto protestante. Por primera vez, Inglaterra se convirtió en una nación verdaderamente protestante. Eduardo VI introdujo un nuevo libro de oraciones y todas las misas se llevaron a cabo en Inglés. Los católicos fueron reprimidos y a los obispos que se negaron a cumplir se los encerró. Pero Eduardo VI murió joven y fue reemplazado por su hermana mayor María, una ferviente católica.
Inglaterra volvió a ser una vez más una nación católica. El Papa volvió a ser el jefe de la Iglesia y las misas en latín. La represión se dirigió entonces contra los protestantes. Unos 300 miembros protestantes destacados, que se negaron a acatar las creencias católicas, fueron quemados en la hoguera. Entre ellos se encontraban los obispos Latimer y Ridley. Se dice que cuando comenzó a prender la hoguera, Latimer le dijo a Ridley las famosas palabras: “Sed de buen ánimo maestro Ridley. Sed hombre. Por la gracia de Dios encenderemos en este día tal luz en Inglaterra, que confío nunca se apagará”.
Para empeorar las cosas, la reina María I se había casado con el rey Felipe II de España. Todo esto le valió a la reina el apodo de «Bloody Mary» (María la sangrienta), aunque a decir verdad ella mató a muchos menos por año que su asesino padre. Sin embargo, estas acciones produjeron una violenta reacción contra ella.
Después de su muerte, Inglaterra giró bruscamente en la dirección del protestantismo, exacerbado por el odio a España, que se convirtió en el principal enemigo de la nación. El ascenso de Isabel I, el 17 de noviembre de 1558, tras la reacción católica bajo María I, fue recibido con general regocijo. Sonaron campanas y las hogueras iluminaron el cielo. Ahora les llegaba el turno a los sacerdotes católicos ir a la cárcel o pasar a la clandestinidad. Se cerraron muchas iglesias.
Isabel I trató de equilibrar la oposición de fuerzas, dando concesiones a protestantes y católicos. En la Inglaterra isabelina era ilegal para los católicos oficiar o asistir a misa. Sin embargo, los ricos y poderosos solían escapar al castigo por sus prácticas religiosas. Las familias católicas ricas mantenían capellanes privados en sus hogares, algo con lo que se hacía la vista gorda, siempre y cuando quedara en la intimidad de sus propios hogares y no se involucraran en actividades subversivas contra la Corona.
Pero este incómodo ejercicio de equilibrio estaba condenado al fracaso. Las tensiones continuaron aumentando y fueron enardeciéndose por las noticias de las masacres en el continente europeo. En 1572, el día de San Bartolomé, hubo un asesinato en masa de hugonotes (calvinistas franceses) en París. Esta noticia causó indignación en Inglaterra y una gran reacción violenta contra los católicos. El asesinato del líder protestante holandés, Guillermo de Orange, agregó combustible a las llamas. En 1580, el Papa afirmó que no sería pecado mortal asesinar a la reina de Inglaterra. Este anuncio puso automáticamente a todos los católicos bajo sospecha de traición.
Un ejército de jesuitas fue enviado a Inglaterra para conspirar clandestinamente, con la colaboración de los nobles católicos, y preparar el terreno para un levantamiento católico. Durante 18 años, la reina María I de Escocia estuvo prisionera de su prima Isabel, quien la utilizó como moneda de cambio útil para sus relaciones con Francia y España. Hubo una sospecha fundada de que María era un punto focal para la subversión católica. Los consejeros de Isabel I, miembros del partido protestante, decidieron deshacerse de esta amenaza potencial.
La red de espías de la Reina estaba controlada por Francis Walsingham. Su red se extendía por todas partes. Walsingham acusó a María de estar involucrada en un complot de asesinato dirigido al derrocamiento de Isabel, para que fuera sustituida por la propia María. Afirmó haber descubierto cartas comprometedoras que demostraban su culpabilidad. Nunca sabremos si estas cartas fueron auténticas o inventadas por él. En cualquier caso, tuvieron el efecto deseado. En febrero de 1587, Isabel firmó la orden de ejecución y María fue decapitada.
La religión en las obras de Shakespeare
La revolución religiosa que se extendió como la pólvora por Europa afectó a la literatura del momento de una manera muy directa. Hasta entonces, el único teatro existente permanecía estrechamente vinculado a la Iglesia. Con la prohibición, bajo el gobierno protestante de Isabel I, de los misterios (drama teatral medieval), se abrió la puerta al surgimiento de un nuevo teatro secular. Esto hizo posible el éxito de Shakespeare.
El elemento religioso aflora en sus obras. En el prólogo y acto I, escena I, del Enrique V de Shakespeare, los arzobispos de Canterbury y de Ely, dos poderosos clérigos ingleses (católicos), se consultan el uno al otro. Son personajes ridiculizados para la diversión de la audiencia. Se les describe como avaros y codiciosos conspiradores.
Los obispos están preocupados por un proyecto de ley promulgado por el rey Enrique V. Temen que el rey apruebe una ley por la que el gobierno se haría con las propiedades y dinero de la Iglesia, que se utilizarían para mantener el ejército, apoyar a los pobres, y aumentar el tesoro del rey. Los clérigos, que se han hecho ricos y poderosos con dichas tierras y dinero, están decididos a quedarse con sus bienes.
Con este fin, el arzobispo de Canterbury convence al joven rey Enrique para reclamar el trono de Francia. Una pequeña guerra en Francia podría distraer al rey del proyecto de ley para confiscar las propiedades de la Iglesia. Para animar al rey, Canterbury le promete: conseguir una generosa donación de la Iglesia para financiar el esfuerzo de guerra.
La escena va dirigida claramente contra el catolicismo romano, muy impopular entre el pueblo de Inglaterra, ya que se lo asociaba especialmente con una potencia extranjera hostil y perjudicial. En esta obra, el país en cuestión es Francia, enemigo tradicional de Inglaterra. Sin embargo, para el público isabelino, el enemigo principal era la España católica.
La hostilidad hacia España era en parte religiosa. El ascenso de la burguesía fue acompañado de convulsiones sociales, económicas y políticas; revolución y guerra. Las primeras batallas decisivas entre la naciente burguesía y el orden feudal en descomposición se libraron a cabo por motivos de religión. La Iglesia Católica había dominado la sociedad durante generaciones, ejerciendo una dictadura absoluta sobre las mentes y las almas de los hombres y mujeres. En las obras de Shakespeare, encontramos numerosas referencias hostiles a España y a los métodos de la Inquisición española.
El ascenso de Inglaterra representaba una amenaza directa a la hegemonía española. Ésta era en ese momento la nación más rica y poderosa de la tierra. Isabel I actuó con cínico oportunismo y sin principios en materia de religión, como en todos los demás asuntos. Coqueteó ora con el rey Felipe de España, ora con su enemigo, el rey de Francia, tentando con la perspectiva de matrimonio, que en ese momento era otra forma de establecer alianzas políticas, al tiempo que los mantenía a distancia y sistemáticamente fortalecía el poder de Inglaterra.
Cuando Felipe II se dio cuenta de la imposibilidad de conseguir el control de Inglaterra a través del santo matrimonio, decidió utilizar otros medios, menos sutiles. En 1588, la España católica se preparaba para invadir Inglaterra. Sin embargo, las cosas no salieron como se esperaba. La Armada Española fue acosada por los buques de guerra ingleses y, finalmente, fue destruida por las tormentas del mar. Un dicho común a propósito de la Armada española decía: «Jehová sopló y los dispersó».
El viento soplaba ahora con fuerza en las velas del partido protestante en Inglaterra. La reina, sin embargo, no estaba satisfecha con el rápido crecimiento de su poder e influencia. En privado, prefería la pompa y el rigor de la antigua misa y las estructuras jerárquicas de la antigua religión. Sin embargo, se vio obligada a apoyar a los protestantes, ya que las principales amenazas a su poder y a su vida procedían de los católicos y de Roma.
Se vio obligada a inclinarse en la dirección del partido protestante en la corte, representado por Burleigh, Walsingham y el conde de Leicester. Sin embargo, la Reina miraba al partido protestante (los Puritanos) con sospecha y odio. La sociedad se hizo presa de la fiebre religiosa que estaba produciendo un giro político inquietante. Un observador horrorizado se quejaba así: «Muchos son los que no han oído un sermón en siete años, yo podría decir que incluso en diecisiete años». En palabras de Sir Francis Drake, la Reforma «fue tan lejos como para acabar casi con la religión».
Esta misma antipatía se refleja en Noche de Reyes, de Shakespeare, donde leemos lo siguiente:
“Ese diablo de puritano, o cualquier cosa que sea distinta a un oportunista, es un asno afectado que cree saberlo todo sin haber visto un libro y se expresa de la manera más ampulosa. Está tan pagado de sí mismo, inflado según él de cualidades, que tiene por artículo de fe que todos los que lo miran lo aman. Y es en ese defecto suyo donde mi venganza encontrará notable apoyo para actuar.” (Noche de Reyes, Acto II Escena III)
La demanda de la democratización de la Iglesia alarmaba incluso a aquellos, entre los poderosos, que eran enteramente favorables a las nuevas doctrinas. Isabel I consideraba a los Puritanos como peligrosos extremistas y un potencial desafío al poder monárquico. Los Presbiterianos exigían terminar con los obispos. Pero a la monarquía no le sería tan fácil controlar una iglesia reformada, y vio esto como una amenaza.
Edmund Grindal, el arzobispo de Canterbury, uno de los partidarios más significativos de los Presbiterianos, fue suspendido del ejercicio de su cargo, quedándose en el limbo durante el resto de su vida. El presbiterianismo fue la rama constituida por la capa superior adinerada de la burguesía y sus aliados en la nobleza. Cuanto más baja la escala social, más radicales se convirtieron las nuevas ideas religiosas.
En el ala extrema izquierda del protestantismo, las tendencias más radicales comenzaban a cristalizar. Tendencias como los Anabaptistas se estaban moviendo en una dirección revolucionaria. ¿No podría llevar todo esto directamente a la demanda de la democratización del sistema político? Esa pregunta recibió su respuesta en el siglo siguiente, con el estallido de la guerra civil y la revolución burguesa.
El desarrollo de la conciencia nacional
Éste fue el período de la formación de los estados-nación de Europa; en Shakespeare, el espíritu nacional inglés rezuma en cada línea de sus obras. La conciencia nacional inglesa se desarrolló en el transcurso de la Guerra de los Cien Años contra Francia, como se refleja en las obras históricas de Shakespeare, especialmente Enrique V. Los franceses aparecen aquí representados como los enemigos nacionales de Inglaterra y el patriotismo inglés está más o menos definido como oposición a Francia. Sin embargo, en la periodo isabelino, el ascenso del poder español creó un nuevo enemigo para la nación.
La posición geográfica de Inglaterra como isla jugó un papel inmenso en su destino. El mar proporcionó una frontera natural y una línea de defensa de la que carecían otras naciones europeas. También proporcionó un estímulo para el comercio y, por tanto, para la acumulación de capital. Si bien gran parte de la Europa continental se vio inmersa en guerras civiles y guerras sangrientas de religión, entre protestantes y católicos, el reino de Inglaterra disfrutó de paz y prosperidad tras finalizar el período de guerra civil conocido como la Guerra de las Rosas.
La reforma parcial llevada a cabo por Enrique VII proporcionó un nuevo impulso al desarrollo del capitalismo en Inglaterra, cuyos inicios se vislumbraban desde el siglo XIV. El comercio de la lana inglesa se benefició de la industria textil en los Países Bajos y de los combates en el continente, ya que creaba posibilidades para el comercio lucrativo con cada una de las partes beligerantes.
El período de los Tudor fue, por tanto, un punto de inflexión decisivo en la aparición de Inglaterra como nación. La popularidad de las obras históricas de Shakespeare y Marlowe son testigos del creciente sentimiento de conciencia nacional. La derrota de la Armada Española en 1588 marcó un cambio cualitativo en el destino nacional de Inglaterra. A partir de entonces, el poder inglés debía consolidar su fuerza desplazando a España de su posición predominante como primera potencia en Europa y en el mundo. Un nuevo espíritu –de confianza y optimismo en el futuro- crecía por todos lados. Los ingleses comenzaron a sentirse un pueblo distinto con un destino especial.
El orgullo nacional inglés queda reflejado en el famoso discurso que Shakespeare pone en boca de Juan de Gante en Ricardo II:
“Este trono real de reyes, esta isla sometida a su cetro, esta tierra de majestad, esta sede de Marte, este otro Edén, este semi-paraiso, esta fortaleza que la Naturaleza ha construido para defenderse contra la invasión y el brazo armado de la guerra, este florido plantel de hombres, este pequeño universo, esta piedra preciosa engastada en el mar de plata que le sirve de muro o de foso de defensa alrededor de un castillo contra la envidia de naciones menos venturosas; este trozo bendito, esta tierra, este reino, esta Inglaterra, esta matriz fecunda en grandes reyes, temibles por su valentía, famosos por su nacimiento, renombrados por sus hazañas, que en servicio de la fe cristiana y de la verdadera Judea se levanta el sepulcro, rescate del mundo, del Hijo de la bienaventurada María; el país de estas queridas almas; este caro, caro país (…)”.
El apogeo del teatro
En el período isabelino, el teatro experimentó una transformación completa. Fue en este periodo en el que apareció por primera vez el establecimiento de teatros en Inglaterra y disfrutó de un enorme éxito. Hasta ese momento, la única forma similar de entretenimiento la habían constituido los juglares, quienes ofrecían su espectáculo callejero en las ferias, patios de las posadas y plazas públicas durante los días de mercado. Las únicas obras que se llevaban a cabo en las ciudades de Inglaterra eran los «autos sacramentales», sobre temas religiosos. Pero la reforma protestante asestó un golpe mortal a este tipo de entretenimiento.
El teatro se liberó de este modo de la influencia de la Iglesia y abrió el camino a un nuevo teatro secular. Se formaron compañías de actores para entretenimiento del público bajo el patrocinio de los nobles. Esta nueva forma de arte muy pronto se hizo muy popular. Los nuevos teatros profesionales atraían a unos 15.000 espectadores semanales en Londres, una ciudad de entre 150.000 a 250.000 habitantes.
Durante la vida de Shakespeare, por primera vez, se erigieron teatros permanentes, especialmente en Londres. El Red Lion y The Theatre (El Teatro), de James Burbage, fueron los primeros teatros públicos en Inglaterra. La zona londinense de Bankside fue el lugar natural para teatros como The Rose y The Globe.
Por aquellos días no se consideraba del todo respetable. Las turbas rebeldes de espectadores no olían a rosas. Las condiciones sanitarias de Inglaterra bajo los Tudor eran primitivas en cualquier caso y el deslucido vulgo que frecuentaba los espectáculos rara vez se lavaba. La atmósfera estaba cargada de sudor, cerveza y grosería. También representaba una amenaza potencial para el orden público.
Desde la Edad Media, la zona de Londres conocida como Southwark, había sido un área de tabernas, fosa de osos y burdeles. El obispo de Winchester poseía algunos de los muy rentables prostíbulos de esa zona; las prostitutas locales eran conocidas popularmente como las “gansas de Winchester». Es aquí donde Falstaff y sus amigos [personajes shakespearianos] pasaban el tiempo bebiendo y de juerga.
En la época isabelina, Southbank comenzó a atraer a un nuevo público y algo más respetable. Sin embargo, a los temerosos de Dios los teatros les parecían lugares impíos («dominio de Satanás»). A algunos Puritanos, como William Prynne, les hubiera gustado ver las salas cerradas por completo. Sin embargo, los teatros disfrutaron del respaldo de poderosos representantes y no sólo sobrevivieron, sino que prosperaron, especialmente con el advenimiento de un público burgués nuevo y más respetable.
La clase media isabelina tenía dinero para gastar; ir al teatro a codearse con la nobleza, que también era asidua espectadora, se puso muy de moda. De hecho, el entonces Lord Chamberlain [uno de los miembros oficiales de la Casa Real, NdT] fue el mecenas de la compañía de actores de Shakespeare. Ir al teatro no se limitó, sin embargo, a los ciudadanos más ricos de la capital. Los pobres podían pagar un centavo para estar en los puestos de venta en la parte delantera del escenario. Los clientes más ricos podían llegar a pagar hasta la mitad de una corona para sentarse debajo de la cubierta, a salvo de las inclemencias del tiempo londinense.
Éxito temprano
Era un fenómeno nuevo e interesante. También era un negocio muy rentable para los que sabían cómo explotarlo. El joven Shakespeare ciertamente supo cómo hacerlo. Lo siguiente que nos llega de los archivos sobre Shakespeare corresponde al periodo como dramaturgo en Londres, y miembro de una compañía conocida como “Los Hombres del Lord Chamberlain”. Sus primeros éxitos despertaron el resentimiento por parte de otros autores menos exitosos.
Entre 1590 y 1592, Shakespeare irrumpió en los escenarios de Londres, con sus obras Enrique V, Ricardo III, y La comedia de los enredos. Fueron un éxito inmediato. Dicho éxito y popularidad le dieron una creciente confianza. Prueba de ello podría ser la atención que el autor le dedicó al escudo de armas que le fue otorgado a su padre en 1596 y cómo se involucró para no perder el título. En 1602, tuvo que defenderlo contra las acusaciones de que «Shakespeare, el actor» no daba derecho al honor de un escudo de armas.
Su compañero y rival, el dramaturgo Robert Greene, escribió una nota poco favorecedora describiendo a Shakespeare como «cuervo recién llegado». Este lenguaje insultante refleja la hostilidad de la élite de escritores educados en la universidad hacia el nuevo chico “recién llegado” cuyo éxito veían como una amenaza. Evidentemente, sus temores estaban bien fundados.
Shakespeare se hizo rico y famoso, y accionista de Los hombres del Lord Chamberlain. El grupo tenía su propio teatro llamado The Globe; Shakespeare, claramente un astuto hombre de negocios, tenía una participación del 12,5% en el mismo. Tenía el capital suficiente para invertir en propiedades tanto en Stratford como en Londres. Compró la segunda mayor casa de Stratford, en 1597, aunque siguió viviendo en Londres.
Cuando los teatros se cerraron en 1593 a causa de la peste, el dramaturgo escribió dos poemas narrativos, Venus y Adonis y La Violación de Lucrecia y, probablemente, comenzó a escribir sus sonetos de ricos matices. Ciento cincuenta y cuatro de sus sonetos han sobrevivido, lo que le dan su reputación de talentoso poeta. Hacia 1594, también había escrito La fierecilla domada, Los dos caballeros de Verona y Trabajos de amor perdidos.
En 1598, el autor Francis Meres, lo calificó como «el más excelente» de los escritores ingleses, tanto en la comedia como en la tragedia. Su trabajo llamó la atención de la Corte y actuó en varias obras ante la reina Isabel I. Más tarde se encontraría en graves dificultades cuando, poco antes de su muerte, el conde de Essex organizó un complot mal preparado en el que Shakespeare se vio implicado indirectamente.
Un período de transición
Marx señaló que es precisamente este tipo de períodos de transición social los que producen en abundancia el tipo de personajes pintorescos que aparecen en las obras de Shakespeare. Pero aparte del humor disparatado que tanto cautivó al público isabelino, sir John Falstaff es una caracterización llamativa de un aspecto de la época –del lado plebeyo- los bajos fondos de la sociedad isabelina que yacen debajo del glamoroso espectáculo de la vida cortesana, la caballería y el honor. De hecho, representa su polo opuesto.
En uno de sus discursos más famosos, Falstaff transmite con precisión el carácter transitorio de una sociedad que está desechando la parafernalia del feudalismo y la vieja moral feudal, basada en ideas tales como la lealtad a los superiores, el honor, etc., a favor de consideraciones más prácticas, en especial de tipo monetario. La diatriba filosófica de Sir John sobre el honor le proporciona una excusa conveniente para huir de la batalla:
[…]¿Qué necesidad tengo de salirle al paso a quien no me llama? Vamos, eso no importa; el honor me aguijonea. Si, ¿pero y si el honor, empujándome hacia adelante, me empuja al otro mundo? ¿Y luego? ¿Puede el honor reponerme una pierna? No ¿O un brazo? No ¿O suprimir el dolor de una herida? No ¿El honor no es diestro en cirugía? No ¿Qué es el honor? Un Soplo ¡Hermosa compensación! ¿Quién lo obtiene? El que se murió el miércoles pasado ¿Lo siente? No ¿Lo oye? Tampoco ¿Es entonces cosa insensible? Sí, para los muertos ¿Pero puede vivir con los vivos? No ¿Por qué? La maledicencia no lo permite. Por consiguiente, no quiero saber nada de él; el honor es un mero escudo funerario y así concluye mi catecismo”.
Y Sir John abandona el campo de batalla tan rápido como pueden sus gruesas piernas.
Este discurso representa una crítica mordaz de una moral anticuada que está muy en línea con la del Don Quijote, de Cervantes. En este período, España era un hervidero de cambio social, en el que las viejas clases se disolvían más rápidamente de lo que las nuevas podían tardar en reemplazarlas. La decadencia del feudalismo, junto con el descubrimiento de América tuvieron un efecto devastador en la agricultura española. En lugar de un campesinado productivo ganándose el pan con el sudor de su frente, nos encontramos con un ejército de mendigos y parásitos, aristócratas y ladrones en ruinas, sirvientes reales y borrachos, todos luchando por ganarse la vida sin trabajar.
La sociedad española de ese periodo ha quedado retratada con el mismo rico mosaico de canallas, ladrones y estafadores que aparecen en las páginas de las obras de Shakespeare. La filosofía de aquella capa se puede resumir en una palabra: supervivencia. La vida consistía en una loca carrera por garantizar los medios de existencia a cualquier precio. Su lema era: “cada uno a lo suyo y al diablo todo lo demás». Esta filosofía del egoísmo burgués se resume en las palabras de Sancho Panza que, como Falstaff, personifica los valores y la moral del nuevo mundo, mientras que don Quijote se aferra a los de un mundo que ha dejado de existir. La contradicción resultante entre lo que debería ser y lo que es se puede resumir en una palabra: locura. Es precisamente en esta contradicción y, su evidente absurdo, donde reside el humor de la obra maestra de Cervantes.
Las escenas subidas de tono en la taberna, en Don Quijote, dan a la novela vida y color, además de destacar la contradicción central del período histórico. Un vulgo español vivo y animado frente a una nobleza muerta y absurda. El tema central del Quijote contiene una verdad histórica fundamental sobre la España del período de decadencia feudal. Los ideales de la caballería aparecen ahora como excentricidades ridículas y anticuadas en el contexto de la naciente economía capitalista, en el que todas las relaciones sociales, la ética y la moral están dictadas por el dinero contante y sonante.
La Inglaterra de Shakespeare, como la España de Cervantes, estaban en medio de una gran revolución social y económica. Éste fue un cambio muy turbulento y doloroso, que sumió a un gran número de personas en la pobreza y creó en las ciudades un vasto grupo de desposeídos y elementos del lumpen-proletariado: mendigos, ladrones, prostitutas, desertores, entre otros, de la misma suerte que los descendientes de la empobrecida aristocracia y los expulsados del clero; todos los cuales crearon una reserva interminable de personajes como Sir John Falstaff.
Sir John Falstaff
Sir John Falstaff es probablemente el más popular de todos los personajes de Shakespeare. Él es el arquetipo del “pícaro encantador», un borracho, mentiroso, charlatán y ladrón. Su centro de operaciones se encuentra en Southwark, una zona a las afueras de la ciudad de Londres, al sur del río Támesis, que era el refugio de criminales y prostitutas. Aquí es donde la gente de Londres venía a divertirse, en las tabernas, burdeles y teatros. También fue el escenario del teatro The Globe, de Shakespeare, que ahora ha sido reconstruido y sigue mostrando sus obras.
Los compañeros de Falstaff son otros pícaros, borrachos, ladrones y asesinos como él, pero también se incluye al Príncipe de Gales, el futuro Enrique V, quien participa con entusiasmo en sus inmorales e ilegales aventuras en las obras de Enrique IV, I y II parte. Entre sus compañeros en la taberna Cabeza de jabalí se encuentran Pistola, un viejo soldado, un presumido, un cobarde y «fanfarrón», Poins, y Bardolph (un ladrón, cuya descripción física –nariz grande y roja y cara cubierta de abscesos- sugiere una fase avanzada de alcoholismo).
Estos lúmpem-proletarios son ejemplos bastante típicos de los bajos fondos londinenses, con los que Shakespeare pareció haberse familiarizado bastante bien. Estos elementos desechados de la sociedad surgieron como fruto de la desintegración del viejo orden feudal en un momento en que el capitalismo aún no se había establecido firmemente. Constituye un fiel reflejo de la composición social de una gran parte de la población de Londres en tiempos de Shakespeare.
Sir John Falstaff personifica a esa capa de la sociedad, aunque esté superficialmente modificado por el ingenio y modales de un caballero isabelino en tiempos difíciles. Todo lo que dice y hace está exagerado, desde la gula y la embriaguez a la mentira, a la que eleva a una forma de arte, disimulando su villanía mediante la hipérbole, falseando los acontecimientos con las más imaginativas y coloristas invenciones.
Como todos los buenos mentirosos, Falstaff muestra un gran ingenio para ocultar sus mentiras: “Hal, si te digo una mentira, escúpeme en la cara, llámame caballo». En una de sus mentiras más escandalosas, Falstaff afirma haber matado al líder rebelde, Hotspur Percy, en el campo de batalla del que se ha escapado. Cuando el príncipe Enrique le pregunta, se sucede el siguiente diálogo cómico:
“PRÍNCIPE ENRIQUE.- Pero si yo fui quien mató a Percy y a ti te vi muerto.
FALSTAFF.- ¿Tú?… ¡Señor, señor! ¡Cómo impera la mentira en este mundo! Concedo que yo estaba en el suelo y sin aliento y así estaba él; pero ambos nos levantamos al momento y combatimos una hora larga por el reloj de Shrewsbury. Si se quiere creerme, perfectamente; si no, que recaiga sobre los que deben premiar a los hombres de valor tal pecado de ingratitud. Sostendré con mi cabeza que le he hecho esta herida en el muslo; si el hombre estuviera vivo y lo negara, le haría comer un pedazo de mi espada”. (Enrique IV, parte I, Acto V, Escena IV)
Así como el campo de batalla no es su mejor elemento, Falstaff se mueve con comodidad en el entorno de la taberna. De hecho, mientras otros luchan por el honor, él se pasa el tiempo comiendo y bebiendo durante toda la obra de Enrique IV. El Príncipe descubre a Falstaff en una borrachera en la taberna Cabeza del Jabalí, en la que ha consumido una cantidad gigantesca de sack (un vino dulce español popular en Inglaterra en ese momento). Examina el contenido de la cuenta de Falstaff, que dice así:
“POINS: (Leyendo) . Item , un capón 2 chelines, 2 peniques. Item , salsa 4 p. Item , vino, 5 ch. 8 p. Item , anchoas y vino después de cenar, 2 ch. 6 p. Item , pan, medio penique.
PRÍNCIPE ENRIQUE: ¡Oh monstruosidad! ¡Sólo medio penique de pan para esa intolerable cantidad de vino! (Enrique IV, Parte I, Acto II, Escena IV).
En caso de que no lo supiera el lector, dos galones de sack son aproximadamente ¡nueve litros! Falstaff es un hombre grande en todos los sentidos de la palabra. Su enorme corpulencia es descrita maravillosamente en el siguiente pasaje:
“[…]Falstaff va sudando a chorros y engrasando la flaca tierra al caminar”. (Enrique IV, Parte I, Acto II, Escena II)
Falstaff y el Príncipe se enfrascan en un ridículo duelo de palabras, insultándose a turnos entre sí. Los improperios logran un alto grado de arte, como cuando el príncipe describe a Falstaff de la siguiente manera:
“[…] ese baúl de humores, esa tina de bestialidad, ese hinchado paquete de hidropesia, ese enorme barril de vino, esa maleta henchida de intestinos, ese buey gordo asado con el relleno en el vientre, ese vicio reverendo, esa iniquidad gris, ese padre rufián, esa vanidad vetusta […]” (Enrique IV, Parte I, Acto II, Escena IV).
A pesar de lo fundado de estos insultos, no disminuyó en lo más mínimo la popularidad de este personaje ante el público, en especial entre los llamados groundlings [los espectadores que compraban la entrada más barata, que exigía estar de pie, en el teatro isabelino, NdT]. Tan popular fue este simpático pícaro que cuando Shakespeare retrató su muerte en la obra de Enrique V, la protesta que se generó por parte del público obligó al autor a escribir otra obra, la comedia Las alegres comadres de Windsor, con el fin de reintegrarlo.
Las famosas victorias de Enrique V pudieron haber apelado a los más nobles sentimientos patrióticos del público de Shakespeare, pero, definitivamente, los espectadores se sintieron más a gusto con la vida de los bajos fondos de las tabernas y del pícaro Sir John Falstaff quien, como ellos, entre risas, alcohol, blasfemias y adulterios, rindieron homenaje al fin de la aristocrática época caballeresca, mostrándole su voluminoso trasero.
16 de septiembre de 2016.
[… Continuará]