Esta semana se ha desencadenado una grave crisis política en Portugal. El escándalo de la nacionalización de la compañía aérea TAP se ha descontrolado y ha provocado un conflicto abierto entre la Presidencia y el Gobierno. El Partido Socialista de António Costa llegó al poder con mayoría absoluta en enero de 2022. Poco más de un año después, está sumido en el escándalo y la división.
La popularidad de Costa y sus ministros se ha desmoronado. Su capacidad para completar su mandato está ahora seriamente en entredicho. Sin embargo, en un panorama político altamente fragmentado y convulso, su caída sólo auguraría una mayor inestabilidad. Todo ello en un momento de radicalización y protesta masiva de los trabajadores y la juventud.
Responsabilidad absoluta
Los socialistas de Costa llevan en el poder desde las elecciones de 2015, en las que se produjo un fuerte giro a la izquierda de la sociedad portuguesa tras años de austeridad impuesta por la troika. Hasta 2022, no disponían de mayoría parlamentaria, pero pudieron gobernar con bastante comodidad gracias al apoyo sostenido del Partido Comunista y del Bloque de Izquierda. Y pudieron eliminar o mitigar algunas de las medidas de austeridad más controvertidas del anterior gobierno de derechas.
Esta configuración permitió a Costa -un político burgués- reforzar sus credenciales «izquierdistas». Aprovechó las medidas progresistas (muy limitadas) que el Partido Comunista y el Bloque de Izquierda pudieron arrancarle a cambio de sus votos en el Parlamento. A la inversa, la responsabilidad de sus numerosas capitulaciones fue compartida con sus socios de izquierdas.
En resumen, esta alianza protegió el flanco izquierdo del gobierno y garantizó años de relativa paz social. Al mismo tiempo, esta prolongada fase de colaboración difuminó las diferencias políticas entre los tres partidos de izquierda, en beneficio de la fuerza más fuerte de la alianza: el Partido Socialista de Costa.
En octubre de 2021, una vez que se sintió en una posición suficientemente fuerte, Costa urdió una crisis de gobierno y convocó elecciones anticipadas. Como había previsto, su partido obtuvo la mayoría absoluta. En todo esto, se vio alentado por la clase dirigente, que resentía la influencia radicalizadora del Partido Comunista y del Bloque de Izquierda. La bolsa celebró la mayoría de Costa, pero como advertimos en su momento, su victoria resultaría ser un cáliz envenenado.
Para acuñar una frase, con la mayoría absoluta viene la responsabilidad absoluta. La culpa de cualquier medida impopular recaía ahora directamente sobre los hombros de Costa. Además, la formación de su nuevo gobierno se produjo en un momento de creciente malestar social, tras la pandemia y en medio de una espiral inflacionaria, con la deuda pública alcanzando máximos históricos.
Grandes y pequeños escándalos
Sin embargo, la principal pesadilla de Costa ha tenido un origen aparentemente accidental: la nacionalización de la compañía aérea TAP en 2021. Creada por el Estado portugués en los años 40, privatizada posteriormente, estuvo al borde de la quiebra durante la pandemia y pasó a estar bajo control estatal en 2021.
Esta nacionalización estaba prevista para un periodo temporal, en el que la empresa sería «reestructurada» para situarla en una base financiera sólida, tras lo cual sería privatizada. En otras palabras, se trataba de un rescate. Una vez más, el Estado capitalista acudió al rescate de la patronal en su momento de crisis. Y, una vez más, se espera que sean los trabajadores quienes paguen la factura, tanto indirectamente (a través de sus impuestos) como, en este caso, muy directamente, mediante despidos y recortes salariales.
Por supuesto, no se espera que los propietarios y administradores de TAP se sometan a semejante austeridad. La aerolínea nacionalizada TAP ha sido gestionada como una empresa privada desde que fue adquirida, y un ejército de «asesores» y funcionarios ejecutivos, procedentes del partido gobernante y del mundo empresarial, han sido colocados a su cabeza para supervisar su «reestructuración».
Pronto empezaron a saltar a los titulares escándalos relacionados con la mala gestión de TAP. El más sonado fue el de Alexandra Reis, miembro del Partido Socialista, que fue nombrada directora ejecutiva de TAP durante 14 meses, con un salario de 28.000 euros al mes. Cuando su mandato llegó a su fin, recibió 500.000 euros de indemnización por despido y fue trasladada a otro oscuro (aunque bien pagado) puesto en la Administración.
Su trabajo en TAP consistía, como dijo un delegado sindical de la empresa, en blandir el cuchillo de la austeridad contra el personal de la empresa, recortando y despidiendo a sus subordinados. Estos descubrimientos generaron indignación pública y provocaron la dimisión del Ministro de Infraestructuras, Nuno Santos, en enero de 2023.
A principios de año, Costa constituyó una comisión de investigación para esclarecer la mala gestión de TAP y acelerar la privatización. Esta comisión agravó la situación, ya que empezaron a salir a la luz nuevos escándalos. Presas del pánico, algunos funcionarios del Estado intentaron destruir (o filtrar) información. Frederico Pinheiro, funcionario del Ministerio de Infraestructuras implicado en el caso Reis, robó un ordenador portátil del ministerio que tuvo que ser recuperado por la Agencia de Inteligencia portuguesa (SIS).
La presión pública para la destitución del nuevo Ministro de Infraestructuras, Joao Galamba, empezó a aumentar. La oposición de derechas llegó a pedir elecciones anticipadas. El propio Galamba presentó su dimisión a principios de semana. Su destino pareció sellarse cuando el Presidente Rebelo de Sousa pidió la destitución de Galamba y una remodelación del gabinete, amenazando con hacer uso de sus poderes constitucionales para disolver el Parlamento. En los últimos meses ha recurrido varias veces a estas amenazas, haciendo uso de sus extraordinarios poderes para intimidar a Costa.
Como en todas las democracias burguesas, la llamada división de poderes, y especialmente la figura de la presidencia, se utilizan para disciplinar a los gobiernos díscolos, inestables o desacreditados en interés del conjunto de la clase capitalista. Rebelo de Sousa ha intervenido con frecuencia en la política nacional y se presenta ante la clase dominante como un baluarte de estabilidad y previsibilidad frente al gobierno del Partido Socialista en estado de descomposición.
Pero el Primer Ministro Costa no se ha doblegado y ha apoyado a su ministro. Dejarlo caer le habría desacreditado aún más y socavado su ya frágil control del poder. Esta obstinación ha generado un enfrentamiento abierto entre la presidencia y el gobierno. Pero, como ha advertido Rebelo de Sousa, se corre el riesgo de desacreditar y debilitar «las instituciones». Es decir, le preocupa que el verdadero carácter de la democracia capitalista quede al descubierto.
Lejos de ser depositario de la «voluntad de la nación», el Estado es en realidad una máquina de defensa de los intereses privados de la clase dominante y de sus diversas facciones. Está engrasada por el chanchullo y la corrupción, y por una fuerte dosis de cinismo. Los ingresos extravagantes y las prebendas mantienen a los políticos -y a los funcionarios «socialistas»- en estilos de vida más cercanos a los de la clase capitalista, asegurando que sus simpatías también se alineen con los patrones. Todo ello se oculta tras un muro de secretismo y confidencialidad. Aunque puede adoptar la forma de un soborno ilegal, la mayoría de las veces es totalmente legal o semilegal, como en el caso del enorme pago recibido por Alexandra Reis.
La clase dirigente está sentada sobre un volcán
El presidente se enfrenta ahora a una difícil elección. Podría disolver el Parlamento y convocar elecciones anticipadas, como esperan la mayoría de los comentaristas. Sin embargo, se trata de una decisión arriesgada. La principal fuerza de la oposición, el conservador PSD, no pide nuevas elecciones. Sólo los cañones sueltos de la ultraderechista Chega presionan para que caiga el Gobierno.
¿A qué se deben estas vacilaciones en un momento de extrema vulnerabilidad de sus adversarios socialistas? Cuando estalló el escándalo TAP, Rebelo de Sousa descartó la convocatoria de elecciones anticipadas porque no existía un «gobierno en espera» alternativo y claro. Los sondeos de opinión pronostican un parlamento extremadamente fragmentado. La resistencia de Costa, por tanto, procede de la debilidad de sus rivales más que de su propia fuerza.
El PSD, de centro-derecha, está dividido y sin timón, y puede que no sea capaz de aventajar a los socialistas. Si consiguiera formar gobierno, tendría que compartir el poder con los liberales de Iniciativa Liberal y necesitaría el apoyo del ultraderechista Chega. Este último está llamado a ganar terreno, utilizando una demagogia agresiva para explotar la descomposición de los partidos tradicionales de derechas y el estancamiento de la izquierda.
Un gobierno así sería frágil, empujado por presiones contradictorias y, sobre todo, odiado por las masas. De hecho, esta crisis de los partidos de la clase dominante se está produciendo encima de un volcán que está a punto de entrar en erupción.
El «apretón de manos dorado» de 500.000 euros que ha provocado tal crisis entre el Gobierno y la Presidencia es mera calderilla comparado con escándalos anteriores. Su impacto se debe a que los políticos están aterrorizados por la percepción que tiene de ellos la opinión pública, hirviente de rabia.
Las condiciones de vida se están volviendo desesperantes: la mayoría de los trabajadores ganan menos de 1.000 euros al mes; la pensión media se sitúa en 500 euros; la inflación de los alimentos básicos alcanzó el 20,1 por ciento este año; y un trabajador con un salario medio no puede alquilar un piso en Lisboa sin gastar al menos el 35 por ciento de sus ingresos.
En este tenso contexto, las noticias sobre chanchullos y privilegios tocan un nervio muy sensible. Los partidos de la oposición capitalista y los medios de comunicación hacen todo lo posible para evitar agitar los problemas sociales y económicos, no sea que aviven la furia de la clase trabajadora. Por lo tanto, echan la culpa de todo a los casos individuales de corrupción y mala gestión. Pero en este ambiente polarizado, estas denuncias se han convertido en una crisis política de gran envergadura que amenaza con radicalizar aún más a las masas.
Los temores de la clase dominante están bien fundados. En los últimos meses se ha producido una importante oleada de movilizaciones de masas. Las masas descargan su cólera en las calles más que en las urnas, ya que la vía parlamentaria parece bloqueada.
No sólo el Partido Socialista tiene mayoría absoluta, sino que la oposición a su izquierda está algo desmoralizada y desorientada, y se ha estancado en los sondeos de opinión. El Partido Comunista y el Bloque de Izquierda recibieron la bofetada tras casi siete años de estrecha colaboración con el Partido Socialista. Por lo tanto, las posturas más opositoras que han adoptado recientemente suenan algo vacías. No han aprendido las lecciones del último periodo.
Para recuperar su autoridad, tienen que explicar claramente por qué fracasó su alianza con los socialistas. En esencia, necesitan explicar los límites del reformismo: la imposibilidad, en un momento de profunda crisis capitalista, de conquistar reformas sustanciales sin una lucha seria y militante y, en última instancia, sin desafiar a la propiedad privada.
Las masas, en cualquier caso, no esperarán a que el Partido Comunista y el Bloque de Izquierda se pongan las pilas. Están tomando cartas en el asunto.
En febrero, hubo una gran manifestación contra la crisis del coste de la vida, a la que acudieron trabajadores de las periferias olvidadas de Lisboa. En marzo, la participación en el Día Internacional de la Mujer fue la mayor de los últimos años. A principios de abril, decenas de miles de personas protestaron en Lisboa, Oporto y otras pequeñas ciudades de provincia contra el desorbitado precio de la vivienda. Ese mismo mes, la marcha conmemorativa de la revolución del 25 de abril destacó por su afluencia y su talante combativo. La semana pasada, los estudiantes ocuparon escuelas y facultades para exigir el fin de la producción de combustibles fósiles.
Todos los sectores sociales descontentos están entrando en la pelea. Pero lo más significativo de estas movilizaciones ha sido la oleada de huelgas que ha barrido el país. Los profesores, los trabajadores del transporte, los funcionarios, el personal sanitario y muchos otros se han declarado en huelga en las últimas semanas o han amenazado con hacerlo. Algunas de estas huelgas culminaron en manifestaciones masivas de decenas de miles de personas, como las marchas de profesores de enero y febrero o la concentración sindical de la CGTP en marzo. La acción sindical ha aumentado un 150% de un año a otro. La inflación es un látigo que galvaniza a la clase obrera y la obliga a pasar a la acción.
Portugal se encuentra en un estado de gran agitación. La principal debilidad de estas protestas reside en su fragmentación. El gobierno ha podido eludir cada movimiento porque los ha enfrentado por separado. Lo que se necesita ahora es unidad en la acción. Todas las capas sociales descontentas, todas las organizaciones de lucha, todos los sindicatos y movimientos sociales deben reunirse en asambleas locales para enumerar sus reivindicaciones y elaborar un plan de acción.
Estas discusiones deben conducir a una asamblea nacional de masas que tenga autoridad para lanzar un programa de lucha, culminado por una huelga general. Hace casi cincuenta años, el pueblo portugués derrocó la dictadura del Estado Novo mediante la revolución. La democracia burguesa que tomó forma tras la revolución no ha conseguido satisfacer sus demandas básicas, y la riqueza de la nación sigue en manos de una pequeña minoría, como ocurría en el pasado. Los sueños de 1974 fueron traicionados y frustrados. Aún no se han cumplido las principales tareas de la revolución: derrocar el capitalismo y construir una sociedad socialista verdaderamente libre. Es deber de nuestra generación completar esta tarea.