Uno de los mecanismos más sutiles para dominarnos, consiste en soslayar intencionadamente la memoria histórica de las luchas revolucionarias del pasado. Quiérase o no, nuestra existencia individual y colectiva, como cualquier entidad material, tiene un pasado, un presente, y también un futuro. El cambio, en su forma más general, es una propiedad inherente a la materia, y también es un carácter de las clases sociales y sus pugnas. Sin embargo, la apreciación de un “presente perpetuo”, una “realidad inamovible” en la que, frente al capitalismo “no hay alternativas” (como dijera la vocera del neoliberalismo Margaret Thatcher) implica tergiversar la cognoscibilidad de nuestra realidad social y nuestra historia, en aras de justificar y mantener, de forma irracional, un modo de producción basado en la explotación de la mayoría y la devastación de la naturaleza, para el enriquecimiento de una minoría rapaz.
Frente a la noción errónea de un presente perpetuo, y sin conocimiento de las luchas del pasado, resulta mucho más fácil manipularnos y convencernos a nosotros, a los trabajadores, que “echándole ganas” podemos alcanzar, en lo individual, nuestras esperanzas y anhelos. La ausencia de la memoria histórica de las luchas del pasado repercute no solo en ignorar las lecciones de la historia de la lucha de clases, sino también implica llegar inconscientemente a la terrible conclusión de que es más fácil imaginar el fin del mundo respecto al fin del capitalismo.
Desterrar la memoria histórica de la consciencia colectiva, supone también reducir la conmemoración de las luchas del 1° de mayo a un simple día, “el día del trabajo”, como un asueto de media semana, obviando que dicha fecha es un día fundamental para el proletariado, en tanto rememora la lucha heroica de los trabajadores de Chicago en 1866 por una jornada laboral de 8 horas.
En este sentido, la ideología de un presentismo perpetuo que asume al capitalismo como un régimen ahistórico eterno, no es solo un conglomerado de ideas anodinas que retuercen la capacidad de aprehender el mundo; contiene una intencionalidad política que consta en justificar y mantener el régimen social vigente, el cual, en nuestro tiempo, se caracteriza por la expoliación del trabajo ajeno efectuada por los capitalistas sobre los trabajadores asalariados. El obrero es capaz de crear, en la jornada laboral, un valor mucho mayor respecto al que se le paga como salario. El resto del valor creado por el obrero, el trabajo impago de la jornada laboral es la plusvalía, forma esencial de la ganancia que se apañan los empresarios capitalistas.
De este modo, una modalidad en la que el capital, parásito vampírico chupasangre, incrementa sus beneficios, consta en apropiarse de trabajo vivo por medio del incremento de la magnitud de tiempo de la jornada de trabajo. Por ejemplo, si en un lapso de una hora el obrero crea el valor de su salario, el resto del valor generado durante la jornada pasará a convertirse en la ganancia del empresario. Si la jornada laboral es de dos horas, una hora será el tiempo de valor-trabajo destinado a la creación del salario del trabajador, y la otra hora conformará la ganancia del propietario privado de los medios de producción. Conforme el capitalista incremente la jornada laboral, digamos hasta 16 horas, 15 de estas pasarán a constituir su ganancia. Esta forma de apropiación del trabajo ajeno, que consta en extender el tiempo de la jornada laboral hasta el límite del existente humano, fue conceptualizada por Marx en la sección tercera de El Capital como la obtención de plusvalía en su modalidad absoluta.
El valor-trabajo sustraído de los obreros, por una parte, es usado por la burguesía para su propio sustento. La educación, salud, alimento y vicios de la familia burguesa está sustentada en la explotación de la clase obrera. Otro tanto acontece con la expansión de la producción. Una parte del trabajo impago de los obreros es destinado también al mejoramiento e incremento de los medios de producción, o bien para la contratación de más trabajadores. Ya sea para el consumo parasitario de la burguesía, o como un medio para incrementar la escala de la producción y vía para obtener mayores riquezas, el valor-trabajo de los obreros conforman el gasto productivo e improductivo de los capitalistas.
Esto último explica la intencionalidad de los propietarios privados de los medios de producción para incrementar la jornada laboral, reducir los tiempos perdidos, acotar los descansos. En última instancia, la producción no puede ser sana, divertida o provechosa para el trabajador: la prioridad es la explotación de la fuerza de trabajo como si ser obrero fuese una maldición. La explotación capitalista prioriza la ganancia por encima de la salud y dignidad de los proletarios, y esto explica por qué la penosa historia del capitalismo incluyó la ejecución de jornadas laborales de 18 horas diarias, efectuada por hombres, mujeres y niños.
En Inglaterra, cuna por excelencia del capitalismo, las leyes laborales estipulaban jornadas mínimas de 15 horas. Bajo el reinado de Isabel I, la jornada laboral alcanzaba las 16 horas al día. Para 1860, en Nottingham se registraban jornadas laborales de hasta 19 horas diarias efectuadas inclusive por niños de 8 a 9 años. Eventualmente, el desarrollo de la producción en Inglaterra conllevó la aglomeración de muchos trabajadores en un solo lugar, lo cual propició también su organización política, orientada hacia la reducción de la jornada, primero prohibiendo el trabajo nocturno y dominical, para después exigir la reducción de la jornada laboral a 10 horas y la proscripción del trabajo infantil. Posteriormente, en países como Alemania, Francia y el resto de la Europa continental, en la medida en que se desarrolló la producción capitalista, se desenvolvieron a la par múltiples movimientos obreros que pugnaban por la reducción de la jornada de trabajo, primero a 10 horas, y después a 8.
A principios del siglo XIX, en Estados Unidos, la prolongación de la jornada laboral en el sector manufacturero alcanzaba las 70 horas semanales (12 horas diarias), inclusive, en el estado de Minnesota estaba prohibido mantener trabajando a un maquinista o fogonero de ferrocarril más de 18 horas. En Chicago, las jornadas rondaban entre las 14 y 16 horas. Esta situación cambió paulatinamente, gracias a la lucha colectiva de los trabajadores, que incluyó la fundación de ligas obreras a favor de las 8 horas laborales. La lucha no estuvo exenta de la ejecución, por parte de la clase dominante, de un conjunto de mecanismos violentos, tales como la creación de grupos de golpeadores, financiamiento de rompehuelgas, encarcelamiento de los líderes obreros, uso de la policía para reprimir a los trabajadores organizados, en pocas palabras, la represión sistemática de la clase obrera estadounidense.
Para 1874, la Federación de Gremios y Uniones Organizados de Estados Unidos y Canadá determinó que, para 1876, se debía conquistar la jornada laboral de 8 horas a nivel federal, lo cual incitaba a las organizaciones sindicales para presionar la aprobación de leyes laborales progresistas a partir de la fecha indicada. El primero de mayo de 1876, más de 190,000 obreros estadounidenses se fueron a paro, y 150,000 más alcanzaron sus demandas por la simple amenaza de huelga. Para finales del año, más de 250,000 trabajadores laboraban 8 horas diarias.
La victoria obtenida por el proletariado estadounidense incluyó como respuesta de la burguesía ataques viles y cobardes: en Milwaukee el enfrentamiento entre los paristas y la policía dejó un saldo de 8 muertos. En Chicago, frente al emplazamiento a huelga de más de 40,000 trabajadores, los dueños optaron por cerrar las fábricas, lo cual extendió el paro hasta el 3 de mayo. Ese día, policías y esquiroles derrotados, frustrados por las acciones del día 1°, abrieron fuego a un grupo de obreros maderistas desarmados. El saldo del abyecto ataque fue de seis muertos y cincuenta heridos. Para el 4 de mayo, en el distrito de Haymarket Square, Chicago, tras la realización de un mitin a favor de la reglamentación de las 8 horas, el despliegue policial fue respondido con una bomba que dejó a un policía muerto y otros heridos. La respuesta inmediata a la bomba fue, aunado a los disparos efectuados por la policía dirigidos contra los trabajadores, el recrudecimiento de la represión por medio de la declaración del toque de queda y estado de sitio. Además, cientos de obreros fueron detenidos y torturados, incluyendo a impresores de periódicos sindicalistas, a los suscriptores de dichos periódicos, y a todo aquel individuo que, directa o indirectamente, defendiera las banderas rojas o anarquistas.
También se procesó la detención de los líderes sindicales, que eran representantes connotados de la Asociación Internacional de los Trabajadores: Samuel Fielden, Hessois Auguste Spies, Michael Schwab, Georges Engel, Adolph Fischer, Louis Lingg, Osear Neebe y Albert R. Parsos. Todos ellos fueron acusados sin pruebas de ser los responsables del ataque de la bomba efectuado el 4 de mayo. Tras la ejecución de un farsante juicio, los detenidos fueron sentenciados a la horca. El 11 de noviembre fueron ejecutados en el patíbulo Parsons, Spies, Engel y Fielden, y un día antes Louis Lingg apareció muerto (sin saber si fue un suicidio o asesinato) en su celda. Schwapp y Fischer fueron condenados a cadena perpetua, mientras que Neebe fue condenado a 15 años de arresto. Este grupo de trabajadores heroicos pasará a la posteridad como los mártires de Chicago. Ellos fueron víctimas de la venganza de la burguesía contra el proletariado. Se les condenó, no por su relación con el “ataque” hacia la policía, sino por sus ideales, su militancia y su posición política, pero sobre todas las cosas, por su irrestricta voluntad para alcanzar una mayor libertad para la clase trabajadora.
Tras los ataques injustos e inhumanos de la burguesía estadounidense dirigidos a la clase obrera, el congreso de la Segunda Internacional Comunista de 1889 determinó que el primero de mayo fuese conocido como día internacional de la clase trabajadora, y acordó que dicha fecha fuese dirigida hacia la movilización y la lucha social para alcanzar, a nivel mundial, la jornada laboral de 8 horas.
Inmediatamente, esta consigna fue aceptada y defendida por el proletariado internacional en los cinco continentes. Al respecto, es importante recalcar que el capitalismo, conforme se expande a nivel internacional, también se reproduce como relación social. Cuando se abarrotan los mercados internos y se exportan mercancías por todo el orbe, o bien por la búsqueda de materias primas más baratas en otros países, bien se exporten capitales en su forma industrial, comercial o dineraria, todo ello propicia la emergencia de un mercado mundial que expande internacionalmente al capitalismo. Este régimen de producción, el cual tuvo su génesis en Inglaterra y otros países de Europa continental, se extendió también en África, América, Asia y Oceanía.
Sin embargo, las modalidades de explotación de la fuerza de trabajo difirieron cuando el modo de producción capitalista se yuxtapuso en formaciones económicas disímiles a las existentes en Inglaterra: en Estados Unidos, México, las Antillas o el Caribe, cuando el capital no encontró una clase obrera regular explotable, recurrió a modalidades de trabajo forzado, esclavitud y servidumbre para efectuar la acumulación de capital. Las formas más tiránicas, inhumanas, repugnantes y humillantes que han existido a lo largo de la historia, las efectuaron las empresas capitalistas algodoneras en el sur de los Estados Unidos, y también en todo sitio en donde recurrió al trabajo forzado como forma de explotación.
Y tal como aconteció en Europa continental en torno a la proscripción de la esclavitud, en Estados Unidos la guerra de secesión de 1861-1865 contuvo un carácter revolucionario dada la abolición de la esclavitud defendida por los estados de la unión. La victoria de estos últimos sobre los estados confederados convirtió en ley el inicio de la emancipación de la población negra del esclavismo sureño. Por otro lado, en México, si bien desde 1810 la esclavitud, formalmente, se encontraba abolida, en las postrimerías del porfiriato todavía se efectuaban, por parte de empresas capitalistas norteamericanas, diferentes modalidades de trabajo forzado, peonaje y esclavitud en las plantaciones y monterías del sureste de la república mexicana. No fue sino hasta la revolución mexicana que muchas de estas modalidades de explotación se redujeron sustancialmente, dada la incorporación del proletariado al movimiento armado, y la subsecuente organización revolucionaria de los trabajadores.
Las luchas obreras que se han desplegado en aquellos países caracterizados por haber sido colonias o virreinatos de alguna potencia han incluido las reivindicaciones del proletariado más avanzado de Occidente. La abolición de la esclavitud y el trabajo forzado u otros tipos de servidumbre o peonaje, junto con la reducción de la jornada laboral de 8 horas, la prohibición y reducción del trabajo infantil, todas estas reivindicaciones se han convertido en conquistas universales del proletariado, al igual que el incremento de los salarios y la sindicalización de los trabajadores.
Hoy día, los obreros gozamos de diversas libertades económicas, políticas y sociales que no tuvieron las generaciones predecesoras. Estos derechos fueron resultado de múltiples sacrificios de la clase trabajadora, incluyendo a aquellos mártires que entregaron su vida en aras de emancipar a su propia clase social. Como trabajadores, debemos estar orgullosos de las victorias obtenidas por las luchas obreras del pasado. Sin embargo, tenemos que considerar, junto con las conquistas, las respectivas derrotas que ha sufrido nuestra clase social en todo el orbe, específicamente, el retroceso político que impuso a la clase trabajadora la globalización neoliberal, junto con la eliminación masiva de sindicatos y la vulneración de varios derechos sociales ya conquistados.
Además, las victorias mencionadas no son suficientes para concluir que los obreros en el mundo vivimos satisfactoriamente en la actualidad. ¿Cuántos líderes sindicales, lejos de representar la voluntad colectiva de los trabajadores, se han convertido en traidores reaccionarios, “representantes” vendidos al capital? ¿Cuántas direcciones pseudo revolucionarias, han abandonado a su base con tal de ser favorecidos por el mejor postor? Más aún, la organización política de la clase obrera, por ahora, es incapaz de plantear factiblemente una alternativa al infierno desplegado por el capitalismo. Sin embargo, esta situación tenderá a ser pasajera en la medida en que la clase trabajadora constituya una organización política comunista revolucionaria, capaz de crear un nuevo mundo en el que se haya superado al capitalismo y todas sus calamidades.
Para alcanzar tal cometido, ahora, más que nunca, es importante recuperar la memoria histórica de la lucha entablada por los mártires de Chicago, las lecciones del pasado que nos orienten hacia la victoria para derrocar a la burguesía. Divididos y aislados, los trabajadores somos lo mismo que un dedo separado de la mano o un diente fuera de la boca. Pero juntos, con el poder de la unión política de nuestra clase, podemos transformar conscientemente la realidad social y determinar un mejor futuro para la humanidad.
¡Si el presente es de lucha, el futuro será nuestro!