Aunque es un hecho no muy conocido, por estas fechas se cumplen 200 años del efímero primer imperio, presidido por Agustín de Iturbide, el cual duró de mayo de 1822 a marzo del año siguiente.
Iturbide y su legado siempre han sido reivindicados por los sectores conservadores, cuya interpretación de la Revolución de Independencia es, en el mejor de los casos, que fue una desgracia ante la cual figuras como Iturbide intentaron poner orden, protegiendo religión, familia y propiedad.
Hoy en día, esta visión no forma parte del discurso oficial, que prefiere señalar al acontecimiento como la primera gran transformación; tema en el cual no le falta razón, aunque, a decir verdad, difunde una visión que más bien pretende justificar la tibieza y medias tintas que caracteriza su trato hacia la burguesía.
En nuestro caso particular sostenemos la visión de que nuestra historia independiente ha sido escenario de una intensa lucha de clases y que en los momentos en que ha sido posible dar pasos adelante ha sido por la participación de las masas en la construcción de sus destinos; es decir, en las revoluciones. Si pretendemos dar un salto histórico es con los ejemplos de revolucionarios del pasado, en donde no significan lo mismo Carranza que Flores Magón, aunque el actual régimen pretenda que así sea.
La independencia, una revolución antifeudal
Para el Imperio español sus colonias eran organismos económicos complementarios que debían proveer de lo que no había dentro de la península, especialmente metales preciosos. España ejercía un monopolio formal del comercio exterior de sus colonias y estaba prohibida la producción de aquellos bienes que pudieran ofrecer competencia a los de los originarios de la península. Por ejemplo, en la Nueva España no se podía producir uva, olivo, algodón, telas, entre otras cosas.
A la larga, este esquema generó el origen del proverbial atraso de nuestros países latinoamericanos y, al mismo tiempo, aseguró la preservación del régimen semifeudal español, retrasándolo también del proceso de desarrollo económico vivido por las demás potencias europeas.
Las dos alas del movimiento independentista
A principios del siglo XIX, en el seno de las clases poseedoras de la Nueva España había dos sectores interesados en la independencia. Por un lado, los criollos, representantes de la naciente burguesía, entre los cuales se destacaban algunos miembros del bajo clero y militares de mandos medios. Este sector estaba inspirado por los procesos revolucionarios en América del Norte y Europa, los cuales tomaban como ejemplos a seguir. Por otro lado estaban los grupos conservadores ligados al latifundio y a la Iglesia, férreos defensores del estado de cosas semifeudal impuesto durante siglos; este grupo, temeroso ante las reformas de corte aparentemente liberal que empezaban a gestarse en España, contemplaban a la independencia como una forma de mantener sus privilegios; su intención era establecer un sistema de gobierno monárquico.
El estallido revolucionario claramente campesino y popular que encabezaron primero Hidalgo y luego Morelos llenó de terror tanto a los sectores realistas como a los criollos acomodados, que querían independencia para preservar sus privilegios, de tal modo que sumaron fuerzas para someter a las masas y a sus principales caudillos.
No cabe duda que uno de los factores que a la larga debilitan los alcances de la revolución campesina acaudillada por Hidalgo y Morelos fue la casi total adhesión de los criollos, en esos tiempos alrededor de un millón de personas, en contra de la lucha independiente, al considerarla un levantamiento de indios e ignorantes y que ponía en peligro los privilegios que les confería la administración de la riqueza de la Nueva España.
Posteriormente, los sectores conservadores poco a poco fueron reactivando sus intentos por conseguir una separación de España. La constitución española de Cádiz, en 1812, significó para los conservadores una señal de alarma. Existía dentro de la misma un planteamiento sobre el reparto de tierras a los indios casados, lo que, entre otras cuestiones, ponía los pelos de punta a la élite criolla terrateniente.
En 1814, Fernando VII declaró nula la Constitución liberal e intensificó el combate a las rebeliones en las colonias. Particularmente en la Nueva España este periodo coincidió con la derrota de los ejércitos campesinos de Morelos.
Por supuesto, hubo múltiples caudillos que impulsaron nuevos levantamientos, entre ellos Francisco Javier Mina, Pedro Moreno, Nicolás Bravo, Guadalupe Victoria y Vicente Guerrero, pero estos no adoptaron la importancia de los ejércitos de Hidalgo y Morelos.
No obstante, las hazañas de todos estos próceres revolucionarios están estrictamente ligadas a la revolución campesina, la cual apuntaba a la independencia por considerarla un primer paso para la ruptura del régimen colonial. Su carácter de clase las convierte en baluartes de la historia de la lucha de clases en México y patrimonio de las luchas proletarias actuales. Un caso totalmente contrario de lo que significa Agustín de Iturbide y toda la casta de criollos que pretendieron consumar la independencia para parar la revolución.
Consumación conservadora
Para 1819 las noticias en la península ibérica llenaron de pavor a la oligarquía criolla; en junio de ese año las tropas españolas que serían enviadas a América se intentaron sublevar. Pese a que el régimen los descubre y encarcela a sus dirigentes, las insubordinaciones se expanden por doquier y para enero estalla un levantamiento generalizado del ejército. Para marzo de ese 1820, Fernando VII cede a las pretensiones del levantamiento y jura la Constitución de Cádiz. Por supuesto, al menos por un tiempo, no habría soldados españoles rumbo a las colonias americanas. De igual modo, la aplicación de una Constitución que atentaba contra los intereses de la oligarquía criolla de la Nueva España era al menos posible.
La revolución española tarda tres años en ser nuevamente sofocada por la traición de Fernando VII, pero sus efectos, al menos en la Nueva España, fueron determinantes; el mando del ejército realista, en acuerdo con el entonces virrey, busca un cese al fuego y logra un acuerdo con las fuerzas insurgentes de Vicente Guerrero.
La declaración de independencia de 1821 aseguró el carácter intocable de la Iglesia y del latifundio, principales sostenes del estado de cosas impuesto durante el virreinato. No sólo eso, la elite terrateniente incluso logró establecer el imperio como forma de gobierno. Parecía que los conservadores habían ganado la partida. Afortunadamente, su triunfo fue efímero. El régimen de Iturbide estalló, víctima de sus propias contradicciones, desatándose un periodo de guerras civiles entre liberales y conservadores que se prolongó, con algunos breves lapsos de paz, hasta la llegada del porfirismo.
El carácter de la revolución de independencia
En primer lugar, debemos hacer una diferencia entre lo que es la revolución en sí misma respecto del acto de la independencia política. Si bien es cierto que en 1810 las masas campesinas se alzaron teniendo como principal consigna la independencia de México, también es verdad que la causa básica del carácter explosivo del levantamiento estaba centrada en motivaciones de opresión y explotación que provenían de todas las características del régimen colonial, fundamentalmente feudal.
La revolución de independencia, en sus inicios, fue una clásica revolución burguesa basada en el campesinado pobre. Su triunfo hubiese significado la liberación de las trabas semifeudales del desarrollo económico de la Nueva España. La hacienda como una unidad económica de casi autoconsumo debió hacer sido sustituida por alguna forma de capitalismo agrario. La otra tarea, la integración de un mercado interno, también estaba ligada a la ruptura del régimen de la hacienda. La consumación de la independencia fue en términos prácticos una medida conservadora en defensa de los privilegios semifeudales de los criollos. La derrota de la primera revolución burguesa no significó el fin de la historia, nuevas fuerzas sociales estaban surgiendo bajo la forma de una incipiente pequeña burguesía que fortalecía paulatinamente los centros urbanos. Al mismo tiempo, el campesinado no encontró algún motivo para defender el régimen establecido, lo que dio bases sociales suficientes para futuros levantamientos.
En suma, el triunfo de los conservadores no podía ser más que efímero. De hecho, el Primer Imperio no duró más que unos meses. Ello abrió una fase de permanente inestabilidad política que culminó con la dictadura de Santa Anna.
Por supuesto, ninguna revolución, aun cuando es derrotada, deja el terreno de la historia como si no hubiese sucedido. Rompió el hielo, se removieron estructuras, se debilitaron las viejas elites y se sentaron las bases para nuevas explosiones que partieron desde los alcances del primer proceso revolucionario de nuestro país en 300 años: la Revolución de Independencia.