La pandemia ha tenido el efecto de intensificar la crisis de sobreproducción que comenzó en 2008, exacerbando aún más las contradicciones del sistema capitalista. Como resultado, estamos siendo testigos de un profundo cambio en las políticas llevadas a cabo por las clases dominantes de los principales países imperialistas. La austeridad, que ha sido la política económica de los últimos años, se ha dejado de lado temporalmente. Habría sido económica y políticamente insostenible continuar con las políticas de austeridad en las condiciones actuales.
De la noche a la mañana, la burguesía ha redescubierto el Estado y el gasto público. Grandes cantidades de dinero público están apuntalando un sistema capitalista que se tambalea y cuyo carácter totalmente parasitario queda expuesto ahora más que nunca. El capitalismo actual es un retrato de injusticias intolerables, agravadas por una ineficiencia flagrante en la producción y la distribución.
Los llamados «expertos» en economía no sólo están desconcertados, sino que andan literalmente a tientas en la oscuridad. Las últimas decisiones adoptadas a nivel internacional por los representantes del capital son una prueba de ello.
La profundidad de la crisis ha hecho que todas las restricciones que antes daban a la clase dirigente una apariencia de racionalidad hayan saltado por los aires. Estamos en una nueva fase de trucos e ilusiones. Las «soluciones» que proponen hoy son cada vez más absurdas. Pertenecen al reino de la fantasía más que al de la realidad.
El plan de Biden
El plan de gasto masivo de Biden es el ejemplo más claro de esto. Es el primer intento, al menos en los últimos 40 años, de aplicar políticas keynesianas a gran escala. Una cosa es utilizar el apalancamiento financiero y abrir los grifos del dinero fácil a través de la expansión cuantitativa a través de los bancos centrales, como hemos visto en los últimos diez años. Otra cosa, sin embargo, es utilizar este dinero para hacer relativas concesiones a la clase obrera y a la pequeña burguesía, como es el caso del plan de Biden.
Está bastante claro que se trata de medidas temporales, que son absolutamente insostenibles a largo plazo. También es dudoso que el plan pueda incluso realizarse en su totalidad, especialmente aquellos pasajes que hablan de la redistribución de la riqueza. Sin embargo, su anuncio ya está teniendo profundas implicaciones políticas.
¿Está a punto de abrirse ante nosotros una nueva era de reformismo y paz social, como la que presenciamos tras la Segunda Guerra Mundial? Ni remotamente es así. El contexto actual es totalmente diferente. La guerra, al destruir directamente las fuerzas productivas y el capital excedente, tuvo el efecto de poner fin a una época de estancamiento capitalista y abrir un nuevo ciclo de expansión capitalista. En el contexto económico actual, por el contrario, el aumento de la intervención estatal tendrá el efecto de exacerbar el problema del capital ficticio y de la capacidad productiva ociosa. No hay ningún boom en el horizonte para nosotros; sólo una recuperación cíclica, que es la consecuencia lógica y natural de un profundo colapso de la producción como el causado por la pandemia.
Es de suma importancia que los activistas comunistas y socialistas no se dejen confundir por el impacto que estas políticas tienen en el pensamiento de los burócratas del movimiento obrero, y en una parte de la población en los EE.UU. e internacionalmente.
Lula -que será probablemente candidato del PT en las próximas elecciones presidenciales en Brasil- se refirió al plan de Biden como una «ola de democracia para el mundo». Los republicanos de Estados Unidos han ido incluso más lejos. Han calificado el plan de Biden de «giro hacia el socialismo». En el Congreso, el propio Biden llegó a calificar su propuesta como «un plan de trabajo para construir América». La realidad, sin embargo, es completamente diferente.
Una cosa fue llevar a cabo políticas keynesianas después de la Segunda Guerra Mundial, en condiciones de auge sin precedentes. Otra muy distinta es abrir los grifos del dinero fácil, en un momento en que la deuda federal estadounidense se ha disparado literalmente. Durante la presidencia de Trump, en solo cuatro años el déficit público de EE.UU. aumentó en 7 billones de dólares, alcanzando un total de 21,6 billones, más del 100% del PIB. En términos de deuda pública, la economía estadounidense está ahora a la altura de Grecia e Italia.
Además, la deuda total mundial (es decir, la deuda combinada de los hogares, las empresas y el Estado) se sitúa ahora en más del 350% del PIB mundial. Incluso países como China -cuyas economías parecían superficialmente más resistentes- han acumulado en pocos años las deudas que los países imperialistas históricos acumularon durante un período de treinta años.
Son políticas dictadas por la desesperación. Sin embargo, tienen una lógica interna propia. Aunque representan un intento de la clase dominante de sortear las contradicciones del sistema capitalista, acabarán agravándolas a mediano y largo plazo. Sus efectos pueden llegar a ser realmente incontrolables.
¿Ha vuelto la inflación?
Los representantes más serios de la clase dominante empiezan a entenderlo. Michael Burry, el hombre que en 2007 predijo la llamada crisis de las hipotecas subprime (y que obtuvo un importante beneficio personal con ello), afirma hoy que se está gestando una «hiperinflación al perfecto estilo de Weimar». Aunque Burry tiende a la hipérbole, es significativo que otros representantes de la clase dirigente piensen en la misma línea. Michael Hartnett, director de estrategias de inversión del Bank of America, expresó en un reciente informe su preocupación por «la dinámica del aluvión monetario que se avecina en Estados Unidos, el equilibrio de las reservas del Tesoro, el plan federal de estímulo pandémico y las adquisiciones mensuales de la Fed» (citado por Business Insider Italia). Hartnett llegó a la misma conclusión que Burry, al afirmar que lo que ocurrió en su momento en Alemania representa la «analogía más épica y extrema del aumento de velocidad e inflación a raíz de la mentalidad del fin de la guerra, el ahorro reprimido y la pérdida de confianza en la moneda y las autoridades».
Para evitar la propagación del pánico en el mercado, a principios de mayo, la secretaria del Tesoro de Biden, Janet Yellen restó importancia al problema: «Puede ser que los tipos de interés tengan que subir algo para asegurar que nuestra economía no se sobrecaliente». Sin embargo, sólo unas horas después se contradijo afirmando que no ve «ningún problema de inflación».
Otros analistas económicos han intentado salir en defensa de Yellen. Sin embargo, el debate ha adquirido ahora un carácter algo tenso, a la luz de la subida de los índices de inflación en Estados Unidos en marzo, abril y mayo (+ 2,6%, + 4,2% y +5% respectivamente), que se confirma en todos los indicadores internacionales (sobre todo, en Alemania).
De hecho, la Fed ha cambiado su postura anterior sobre la inflación. La idea de mantener la inflación por debajo del 2% -su mantra en los últimos años- ha sido abandonada y la Fed espera ahora «tolerarla un poco por encima» de esta cifra. Al mismo tiempo, Powell (el jefe de la Fed) parece comprometido a mantener los tipos de interés bajos y a seguir comprando «bonos basura» por 120.000 millones de dólares al mes. Esto proporcionará un nuevo impulso a la inflación, con el grave riesgo de que la Fed reaccione a la subida de precios sólo en el momento en que la situación esté fuera de control.
El plan de Biden -que consiste en 2 billones de dólares de apoyo económico contra los cierres, 2,2 billones para las infraestructuras y 1,8 billones para las familias- pondrá, sobre el papel, 6 billones de euros adicionales en circulación. Son cifras siete veces mayores que el plan de recuperación propuesto por la Unión Europea. Todo ello se verá agravado por la liberación de la demanda «reprimida» provocada por los cierres de COVID-19.
Los estadounidenses – tradicionalmente malos ahorradores – han acumulado un total de 1,8 billones de dólares en el último año, debido a las restricciones de COVID-19. A medida que se levantan las restricciones del confinamiento, se está produciendo un estímulo de la demanda de hasta 8 billones de dólares en la economía. En Europa estamos asistiendo a un fenómeno similar. En Italia, por ejemplo, la tasa de ahorro de los hogares había caído inexorablemente desde el 29% en la década de 1980, hasta el 8% en 2019. Pero ahora ha rebotado hasta el 15% en el transcurso del último año. Todo esto provocará seguramente una espiral inflacionaria. No podemos asegurar la intensidad de la misma. Intervienen demasiados factores. Sin embargo, podemos decir que tendrá una dimensión significativa.
Los precios de las materias primas también están en alza, debido a la interrupción de la oferta en el mercado que provocó la pandemia. El índice Bloomberg de materias primas pasó de un mínimo de 60,24 a finales de abril de 2020 a 90,36 a finales de abril de 2021. La escasez de minerales se ve agravada por el acaparamiento llevado a cabo por varios países -China entre ellos- que han tratado de evitar futuras interrupciones de la producción por falta de suministro. A esto se suma la escasez de materiales semiconductores.
Las políticas proteccionistas no terminaron con la salida de Donald Trump de la Casa Blanca. Al contrario, cobran fuerza en todo el mundo, con aumentos de aranceles en todos los rincones del planeta. El principal conflicto es con China. Pero en todas partes, los cierres, los enfrentamientos entre países y los aranceles ponen en crisis el comercio mundial (una tendencia que se mantiene al menos desde 2009). La llamada «globalización» es ya un recuerdo del pasado.
El Estado-nación ha vuelto
Como predijo Lenin en El imperialismo: fase superior del capitalismo, bajo tales condiciones hay una tendencia general hacia el fortalecimiento del papel económico del Estado-nación. Esto revela una vez más la vacuidad de las ideas neokautskianas que ganaron aceptación entre algunos reformistas y post-obreristas, como Negri-Hardt, durante los años de la «globalización».
El principal conflicto imperialista es entre Estados Unidos y China. La Unión Europea está desempeñando el papel de una potencia de tercera categoría, que trata de mantener el equilibrio entre los dos principales contendientes. Sin embargo, lo más probable es que acabe aplastada entre los dos.
Este enfrentamiento es parcialmente responsable de la tendencia a la centralización del poder dentro de cada Estado. The Economist explica que «la relación entre los bancos centrales y los ministerios de economía se hizo especialmente estrecha durante la pandemia», y la independencia de los bancos centrales disminuyó en muchas partes del mundo. Los aparatos estatales cerraron filas, centralizaron las decisiones y planificaron las políticas, como ya ha ocurrido históricamente en todas las fases críticas de la existencia del capitalismo.
A estos fenómenos relativamente nuevos se suman otros de larga duración. En los últimos años, muchos se han preguntado por qué las políticas de expansión cuantitativa -que aumentaron enormemente la oferta monetaria- no provocaron ninguna inflación.
La realidad es que hubo varios factores «compensatorios» que operaron en sentido contrario. Entre los factores que en el pasado empujaron los precios a la baja tenemos -además del crecimiento del comercio mundial- las nuevas tecnologías (internet, cibernética, inteligencia artificial, etc.) y la explotación de la mano de obra de bajo costo en los países del llamado «Tercer Mundo». Sin embargo, tras haber desempeñado un poderoso papel durante casi 30 años, en el último período, la eficacia de estos factores se ha agotado. El proceso de introducción de nuevas tecnologías, que ha permitido una importante reducción de los costos de producción, ha llegado a un punto de saturación. El aumento constante de los salarios en países como Brasil, China o Turquía ha llegado a una situación en la que un trabajador de San Paulo o Guangdong no recibe un salario significativamente inferior al de un trabajador de las plantas de Fiat en Pomigliano o Melfi (en el sur de Italia), o al de un trabajador de Grecia, Portugal o España.
No es casualidad que todas las estadísticas sobre el comercio mundial indiquen una tendencia a la deslocalización, es decir, un retorno de la producción al interior de las fronteras del país capitalista de origen. Tal tendencia se ha afirmado espontáneamente a través de las elecciones estratégicas de las multinacionales, pero también se ha visto reforzada por las políticas proteccionistas de Trump y otros gobiernos imperialistas.
En cualquier caso, la expansión cuantitativa inaugurada tras la crisis de 2008 representó una expansión del crédito realizada en un régimen de austeridad y tuvo un carácter muy diferente a las políticas que se están llevando a cabo en la actualidad. La antigua política estaba orientada principalmente al ahorro de capital. El dinero acababa recapitalizando bancos, compañías de seguros y empresas que estaban al borde de la quiebra. Por otra parte, el dinero se utilizaba para la especulación bursátil e inmobiliaria. Pero, sobre todo, no hubo una ampliación significativa de la base del consumo de masas.
La expansión del crédito se tradujo esencialmente en una especie de «inflación bursátil». Es decir, hubo un crecimiento anormal de las burbujas especulativas con valores bursátiles e inmobiliarios que se desvincularon completamente de la economía real. Pero los precios al consumidor no se vieron afectados de manera significativa. Se mantuvieron bajos gracias a la recesión y a la austeridad.
Hoy la situación ha cambiado. El efecto combinado de todas estas nuevas tendencias indica fuertemente que la inflación se avecina, y se plantean una serie de preguntas extremadamente importantes, preguntas que también se están debatiendo en las altas esferas de la clase dirigente.
¿Qué pasaría si la inflación superara el rendimiento de los bonos del Estado? Sobre todo, ¿qué pasaría si los bancos centrales subieran los tipos de interés y dejaran de comprar bonos basura en el mercado?
Este debate comenzó el 23 de marzo de 2020, cuando los mercados dejaron de preocuparse por la deflación y se dieron cuenta de que la inflación estaba por llegar. Ese día la Fed prometió un estímulo monetario ilimitado tanto para los consumidores como para las empresas, y el dólar comenzó a caer.
Deudas a todos los niveles
El problema de los préstamos incobrables vuelve a estallar en la escena. Aunque había retrocedido parcialmente en el periodo comprendido entre 2015 y 2019, ahora está volviendo a entrar con fuerza en escena, no solo en Estados Unidos, sino también en Europa. Estamos entrando en un nuevo período de crisis crediticia en un momento en el que algunos bancos internacionales están peligrosamente endeudados, como el Deutsche Bank, la Société Generale, el Credit Agricole, por no hablar de los bancos italianos que, al menos en la UE, se encuentran ciertamente entre los que están en peores condiciones.
La realidad es que los bancos comerciales de todo el mundo están muy endeudados. Una crisis del sistema bancario sería hoy mucho más grave que la crisis de Lehman Brothers de 2008-2009. Representaría el punto de partida de una crisis de activos financieros más amplia. A su vez, esto llevaría a una creciente devaluación del poder adquisitivo del dólar, cuya estabilidad está estrechamente ligada a la confianza del mercado en que el déficit presupuestario de EE.UU. siga siendo financiado. Además, la suerte del dólar determinará el futuro de todas las monedas que están vinculadas a él.
En la UE, el «pánico a la inflación» presiona al BCE para que vuelva a aplicar políticas menos generosas con Italia y España. El Frankfurter Allgemeine Zeitung pide al BCE que abandone su «síndrome del buen samaritano», es decir, que ponga fin al Fondo de Recuperación y a los planes de ayuda masiva que han mantenido viva a la UE en los últimos años. Sin embargo, es poco probable que estas opiniones sean escuchadas. Si se aplican, significarían inevitablemente la ruptura y la disolución de la UE, un precio que la burguesía alemana no está dispuesta a pagar todavía, sobre todo porque necesita una armadura protectora contra el peligro que representa ahora el capital chino.
La política económica que sigue Europa apunta, de hecho, en otra dirección. Se habla de financiar proyectos de infraestructura, de planes de apoyo a gran escala para las energías renovables y la economía verde, e incluso se habla de imprimir dinero y transferirlo directamente a las cuentas bancarias de los ciudadanos como ha hecho Biden.
Esto iría incluso más allá de Keynes. El keynesianismo presupone que el Estado acumule deuda mediante la emisión de bonos. Lo que se discute hoy es un salto cualitativo más allá: es decir, seguir las insensatas sugerencias de la «teoría monetaria moderna» (TMM). Es decir: la impresión ilimitada de dinero.
Sin embargo, a pesar de toda esta locura, estas políticas tienen una lógica. Un aumento de la inflación y de los precios significaría una devaluación de las deudas públicas. La inflación fue el medio con el que la burguesía hizo retroceder efectivamente las conquistas salariales conseguidas por los trabajadores en los años ‘70 y ‘80, por ejemplo. Es una herramienta que han utilizado en el pasado y, con toda probabilidad, se están preparando para utilizarla de nuevo.
The Economist dedicó la portada de su revista semanal al tema, explicando que los gobiernos y los bancos centrales se han vuelto cada vez más tolerantes con la inflación. La realidad es que son mucho más que tolerantes: incluso empiezan a pensar que la inflación es la clave para resolver todos sus problemas.
Merece la pena reflexionar sobre la propia TMM, una teoría que cuenta con orgullosos partidarios dentro y fuera de los EE.UU. Stephanie Kelton, una de las principales exponentes de esta teoría y antigua asesora económica de Bernie Sanders, ocupa ahora el puesto de Economista Jefe en la minoría demócrata del Comité Presupuestario del Senado de EE.UU., y es de hecho la jefa del grupo de trabajo económico de Biden.
La TMM ejerce un fuerte atractivo para los reformistas de todo el mundo. Parece ofrecer un apoyo teórico a su idea de aplicar políticas de gasto fiscal financiadas por la emisión de dinero de los bancos centrales. Además, promueve la idea de que se puede hacer frente a la deuda pública aplicando políticas de mayor gasto público en proyectos de infraestructura, creación de empleo e industria.
Sin embargo, como explicó Marx, el dinero no puede concebirse sin tener una base material en el intercambio de bienes y la producción. Los gobiernos y los bancos centrales no pueden sortear una crisis de sobreproducción mediante el aumento de la oferta monetaria. De hecho, aunque la expansión cuantitativa ha aumentado dramáticamente los balances de los bancos centrales, el crédito bancario no ha aumentado y tampoco el PIB real. Según Marx, el dinero es la representación del valor y, por tanto, de la plusvalía. Es la representación monetaria del tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción. Un Estado sólo puede acordar y validar una forma común de moneda, pero no puede generar dinero de la nada.
Cuando se cuestiona seriamente la solvencia del Estado, el valor de las monedas nacionales tiende a desplomarse y la demanda se desplaza hacia las materias primas reales, generalmente el oro. De hecho, el precio del oro se ha disparado en los últimos años.
La realidad es que la clase dominante cree que puede sortear la crisis de sobreproducción más grave jamás vista en la historia del capitalismo con lo que Marx llamó «los trucos de la circulación».
El hecho de que una teoría completamente irracional como la TMM goce de la posición privilegiada de poder condicionar -e incluso determinar- las opciones económicas de la principal potencia imperialista del mundo ¡representa un verdadero salto cualitativo en la crisis del sistema capitalista!
De Estados Unidos al resto del mundo
Sin embargo, el asunto no se limita sólo a los Estados Unidos. Se trata ahora de una tendencia mundial. El ex vicegobernador del Banco de Japón (BoJ), Kikuo Iwata, argumentó recientemente que Japón debe aumentar su gasto fiscal ampliando la deuda pública financiada por el banco central. Incluso antes de la pandemia, Japón estaba sumido en un estancamiento a largo plazo. El crecimiento del PIB desde finales de la década de 1980 ha sido de una media de entre el 1 y el 2%.
Iwata fue el arquitecto original del programa de compra masiva de bonos del Banco de Japón, denominado » expansión cuantitativa y cualitativa» (QQE). Se suponía que la QQE estimularía la economía mediante una inyección masiva de dinero. Sin embargo, a pesar de que el gobierno japonés ha tomado el camino del aumento de los déficits presupuestarios públicos (hoy la deuda alcanza el 253% del PIB), esto no ha servido para reactivar el crecimiento económico, ni los ingresos reales de los hogares.
Según Iwata, la respuesta al «estancamiento secular» de Japón es la continuación del déficit del gobierno y del gasto público, pero esta vez simplemente financiándolo mediante la impresión de dinero en lugar de la emisión de bonos: » Las políticas fiscales y monetarias tienen que funcionar como una sola, de modo que se gaste más dinero en medidas fiscales y el dinero total que sale a la economía aumente como resultado […] Necesitamos un mecanismo en el que el dinero fluya hacia la economía de forma directa y permanente […] Las compras de bonos del Banco de Japón no están funcionando, porque los bancos están acaparando el efectivo en depósitos y reservas y no están prestando. Deben dejarse de lado».
Esta propuesta de «dinero en forma de helicóptero», es señalada como la solución al bajo crecimiento y se basa en la idea de que la demanda puede ser estimulada simplemente imprimiendo más dinero. Esta es precisamente la pretensión de la TMM. Incluso Mario Draghi dio crédito a esta política en 2016, cuando era presidente del BCE.
Luego está el capitalismo de Estado en China, que permite al gobierno de Pekín apoyar a sus empresas (tanto públicas como privadas) con extrema resolución.
Esta es la tendencia que está surgiendo para el capitalismo en todo el mundo, y será el campo de pruebas con el que se medirán los conflictos sociales en el próximo período.
Intensificación de la lucha de clases
Las movilizaciones de carácter revolucionario, como las vistas en Palestina, Myanmar, Colombia y otros países, estarán en la agenda también en los países capitalistas avanzados en el próximo período. La clase obrera -que ha demostrado su disposición a luchar- volverá a la ofensiva. Basta recordar las jornadas de marzo y abril de 2020, en el período más agudo de la pandemia, que registraron importantes movilizaciones en Italia, España, Francia, Estados Unidos y Canadá.
La situación es profundamente diferente a la de 2008 y 2009. Entonces los trabajadores fueron tomados por sorpresa por la crisis y por la inesperada reestructuración económica que se derivó de ella, lo que contribuyó a una parálisis de la iniciativa del movimiento obrero, que lo deprimió durante varios años.
Después de haber asimilado el impacto inicial de la crisis, la clase obrera tiene ahora más confianza en que las luchas pueden lograr resultados tangibles, y en general está más abierta a participar en ellas. La reapertura de las economías reforzará el proceso, al igual que la experiencia acumulada durante la pandemia, cuando se demostró claramente el papel de los trabajadores esenciales en la sociedad (especialmente en la sanidad, el transporte público, el comercio y la industria).
Los trabajadores han pagado un precio muy alto, en términos de muertes y sacrificios, en la lucha contra el COVID-19. Como resultado, hoy son mucho más conscientes del papel que como clase ocupan en la sociedad. Esto será decisivo en el desarrollo de la conciencia de clase.
Por supuesto, las burocracias sindicales desempeñan un papel traidor y un obstáculo para las luchas de los trabajadores, y en los últimos años se han desplazado aún más hacia la derecha. Pero se trata de un obstáculo relativo, ya que su capacidad para controlar el movimiento obrero ahora está limitada por la falta de autoridad que tienen. Esta nunca ha sido tan baja como ahora.
La burguesía tratará de apoyarse en ellos, combinando esto con el uso de más medidas coercitivas y abiertamente represivas en sus intentos de frenar la lucha de clases. Se pueden esperar nuevas leyes antihuelga en todo el planeta. Sin embargo, la historia nos enseña que, aunque estos métodos pueden retrasar el proceso, a la larga tendrán el efecto de aumentar el impacto de las movilizaciones cuando inevitablemente estallen.
Las movilizaciones que se avecinan, aunque probablemente comiencen con un carácter predominantemente económico, debido a la profundidad de la crisis y a la enorme frustración acumulada en los últimos años, inevitablemente se radicalizarán y la mayoría de las veces adquirirán un carácter político. Se prevé un nuevo «mayo del ‘68» u «otoño caliente», pero esta vez a escala mundial.
En este contexto, la inflación, en lugar de frenar el movimiento, tendrá el efecto de estimularlo aún más. Los trabajadores se verán obligados a luchar para defender sus salarios del aumento de los precios. Veremos plataformas sindicales cada vez más audaces, que lucharán no sólo por la mejora de las condiciones laborales, sino también en el frente político. La cuestión del control obrero y de la nacionalización resurgirá y planteará objetivamente la cuestión del poder obrero y su papel en la sociedad.
La pandemia ha demostrado a millones de trabajadores que sólo con la abolición de las patentes, la nacionalización de las empresas farmacéuticas y la instauración de un sistema de salud y de vacunas público y universal, se podría haber librado una lucha eficaz contra el COVID-19 y evitar la muerte de millones de personas.
Los bajos salarios generalizados que afectan a la gran mayoría de la clase trabajadora en todo el mundo y la enorme transferencia de riqueza en los últimos años del trabajo al capital hacen inevitable que el aumento de la inflación empuje a los trabajadores a luchar cada vez con más vigor. Las burocracias sindicales se encontrarán ante la disyuntiva de apoyar las luchas de los trabajadores o de ser ignorada y perder cualquier papel. En cualquier caso, la clase obrera encontrará la manera de pasar la factura a la clase dominante. Es en este terreno donde los marxistas podrán competir contra los reformistas por la dirección del movimiento obrero. Una vez que los trabajadores se doten de una dirección que represente verdaderamente sus intereses, no habrá fuerza que pueda interponerse en el camino de la transformación socialista de la sociedad. El capitalismo tendrá que abandonar la escena de la historia.