Escrito por Paco Lugo /
“Si no he vencido para la Patria, al menos pintaré para ella.”
–Eugène Delacroix
La huelga general que enfrenta hoy en franca lucha a los trabajadores franceses con el Estado Burgués, nos recuerda simultáneamente a la resistencia tan heroica como trágica de la Comuna de París (1871) y a la icónica imagen que el pintor romántico Eugène Delacroix (1798-1863) plasmó en el lienzo conocido como: La Libertad Guiando al Pueblo (2.6×3.25cms.). Aunque aquel acontecimiento y esta obra suelen asociarse en el imaginario colectivo, la pintura fue realizada en el invierno de 1830 y la inspiraron las –así llamadas– Tres Gloriosas: las jornadas populares de protesta que derrocaron a Carlos X, entre el 26 y 29 de Julio de aquel año; pues había atacado las libertades ciudadanas conquistadas por la revolución burguesa de 1789. El monarca depuesto sería reemplazado por el Duque de Orleans, coronado por la Cámara de Diputados como Luis Felipe I.
Tras estos sucesos quedó instaurada la bandera tricolor, el símbolo por excelencia del nacionalismo burgués en Francia. Esta misma bandera es la que una mujer con el pecho desnudo, empuña en alto con la mano derecha mientras carga al frente de cinco personajes armados que se hacen con el control de una barricada –defendida por soldados realistas que yacen muertos a sus pies– en la tela de Delacroix. En la mano izquierda lleva un fusil con la bayoneta calada, y en el fondo la misma bandera hondea en lo alto de la Catedral de Nuestra Señora de París.
El primer plano lo ocupan los cadáveres de un tirador del regimiento suizo y un coracero de la Guardia Real, además del de otro combatiente que ha sido despojado de sus pantalones. A la mujer –que evoca a una divinidad griega– la siguen dos niños y tres hombres, seguidos por una multitud. Uno de los muchachos –armado con un florete– lleva puesto el gorro del cuerpo de tiradores de la Guardia Nacional, disuelto por Carlos X, el otro grita agitando dos pistolas de caballería, le ciñe una cartuchera, y una boina negra de estudiante le cubre la cabeza. El primero de los hombres viste una boina y mandil de obrero, y un porta-sables de la infantería. El segundo –tocado con una chistera– lleva una escopeta de cacería y viste no como burgués sino como maestro de taller. El último –herido– alza la cabeza hacia la mujer; se trata de un campesino que trabaja temporalmente como obrero de la construcción. El tocado de la mujer es un gorro frigio (de origen persa), mismo que usaban en la antigüedad los esclavos emancipados; su vestido evoca al arte clásico y así mismo a la revolución griega contra la ocupación turca (1820).
Al pintar esta imagen ya era Delacroix un pintor consolidado, cuyas obras eran adquiridas por los monarcas (La Barca de Dante, Las Matanzas de Quios, La Entrada de los Cruzados en Constantinopla, etc.). Aunque aquel Julio participó con otros artistas en la defensa del Museo de Louvre, distaba de ser él mismo un revolucionario. No obstante, su representación de las jornadas insurreccionales logró escandalizar al gusto burgués; lo mismo entre los conservadores que entre los partidarios de la Revolución. Se le acusó de haber exagerado la fealdad de sus personajes y se le reprochó por convertir a la Revolución en un objeto de horror, pero fue juzgado más severamente por hacer del ideal burgués de la libertad, una mujer vestida con harapos, con vello en las axilas y con la carne sucia de pólvora, en su alegoría pictórica. Fue el realismo de la escena el que condenó en sus inicios a este ícono universal.
El cuadro fue a menudo ocultado por la incomodidad que producía su carácter decididamente político en una época en que la reacción luchaba encarnizadamente contra la emergente clase obrera, incluso fue devuelto por algún tiempo al autor luego de su venta al Museo de Luxemburgo, quien así tuvo la ocasión de retocarlo, antes de que fuese reclamado definitivamente por el Louvre que lo exhibiría sólo once años después de la muerte del artista. Esta obra maestra nos recuerda –en el plano de la Historia– que si la burguesía fue el motor de las revoluciones nacionales del s. XVIII y XIX, fueron las clases explotadas su carne de cañón. Y en el territorio del arte, evidencia cómo éste –como producto social– refleja los rasgos ideológicos de su época y simultáneamente rompe con ellos, a veces incluso a pesar de las propias limitaciones políticas de sus creadores. Sólo así, un pintor aristócrata como Delacroix –conservador en la política y radical en el arte– es conducido por sus necesidades expresivas a producir un trabajo artístico que aunque se constituye como un símbolo nacional, rebasa las barreras de la época y la clase social, para resonar con el drama vivo y humano del presente.