De Sri Lanka a Nepal: lecciones de la ola revolucionaria
Ben Curry
Un día, parece que un país está en calma y que la camarilla gobernante está firmemente afianzada en el poder. Al día siguiente, las masas revolucionarias se plantan frente al edificio del Parlamento en llamas. La policía se ha ido, los diputados han huido y también el primer ministro. Las fotografías y los vídeos que han salido recientemente de Nepal son asombrosos. También son sorprendentemente similares a las escenas que ya hemos visto: en Sri Lanka, Bangladesh, Kenia, Indonesia.
¿Qué significan estos acontecimientos? Algunos, en la izquierda, impresionados por estas escenas, se dejan llevar por la marea sin pararse a preguntarse hacia dónde se dirige. Actúan como la claque de las masas, que es lo último que estas necesitan en una revolución.
Otros lo ven todo con un escepticismo avinagrado. Miran a Nepal, Sri Lanka o cualquiera de estos otros ejemplos y los comparan con el esquema que tienen en la cabeza de cómo debería ser una revolución.
No encuentran soviets. No encuentran consejos obreros. Más bien, encuentran a las masas organizadas, en la medida en que lo están, en torno a liderazgos accidentales, o incluso a simples hashtags en las redes sociales. No encuentran banderas rojas. Encuentran banderas de Sri Lanka, Kenia, Bangladesh y Nepal.
Consideran que las pocas reivindicaciones de estos movimientos son vagas y limitadas, especialmente en comparación con el programa completo de la revolución socialista. Y señalan el hecho indiscutible de que, hasta ahora, estas revoluciones apenas han supuesto cambios fundamentales. Declaran con desdén que no se trata en absoluto de revoluciones, y luego vuelven a dormirse y piden que los despierten cuando llegue la verdadera revolución.
Como auténticos comunistas, no podemos dejarnos impresionar por las apariencias, ni esperar que las revoluciones se ajusten a esquemas preconcebidos. Tenemos que llegar a la esencia de los acontecimientos concretos y extraer lecciones concretas.
¿Cuál es entonces nuestra actitud ante estos acontecimientos que se están desarrollando?
Estas revoluciones, desde Sri Lanka hasta Nepal, tienen todas sus características únicas. Pero a estas alturas, están surgiendo patrones claros e inconfundibles. En conjunto, nos dicen mucho sobre el carácter de la época en la que hemos entrado.
El poder de las masas
Lo primero que hay que decir es que no podríamos haber pedido más, en términos de esfuerzo o heroísmo, a las masas revolucionarias. Han demostrado el enorme poder latente que poseen.
Hace tres años, cuando el pueblo se abalanzó hacia el palacio presidencial de Sri Lanka, la primera ficha en caer, la policía fue barrida como si fueran mosquitos. Los Rajapaksa huyeron. Ninguna otra fuerza de la sociedad podía siquiera remotamente igualar este poder.
El régimen se encontró suspendido en el aire, impotente. La revolución podría haber derrocado al régimen allí mismo. De hecho, el poder estaba realmente en manos de las masas en las calles. Lo único que quedaba por hacer era declarar derrocado al antiguo régimen. Pero las masas no eran conscientes de que tenían el poder, y no había ningún partido con la autoridad suficiente para tomar el poder en su nombre.
Así, la misma noche en que se logró esta impresionante victoria, a las masas revolucionarias no les quedó más remedio que desalojar el palacio presidencial y regresar a sus hogares. Después, el antiguo y despreciado parlamento, repleto de una mayoría del partido de Rajapaksa, eligió a su sustituto para la presidencia.
El 5 de agosto de 2024, el régimen de Bangladesh se encontró igualmente suspendido en el aire. La policía, que había desatado un reinado de terror en las semanas anteriores, declaró una «huelga». De hecho, habían huido del lugar, aterrorizados por las represalias de las masas. 450 de las 600 comisarías del país eran ruinas humeantes. La odiada primera ministra Sheikh Hasina fue subida a un helicóptero por los altos mandos militares y sacada del país.
Las masas revolucionarias tenían el poder y podrían haber organizado su propio gobierno revolucionario. Pero, una vez más, no eran conscientes de su poder. El antiguo régimen había sido derrotado. Los antiguos generales y jueces deberían haber sido y podrían haber sido destituidos. En cambio, los líderes estudiantiles acudieron a negociar con los generales derrotados. Acordaron un gobierno provisional liderado por un exbanquero en el que ellos ocuparían ministerios simbólicos.
En Kenia, después de todo el sacrificio, todo el derramamiento de sangre, se ha logrado aún menos. Ruto sigue afianzado en el poder.
El enigma central en todos estos casos es el contraste entre el poder abrumador que demostraron las masas y lo poco que realmente ha cambiado en esencia.
Esto es el resultado de un factor que falta, al que seguiremos volviendo: la ausencia de una dirección revolucionaria. Sin dirección, ha reinado la confusión en cuanto al programa y el objetivo final de la revolución. Todas estas revoluciones se han detenido a mitad de camino.
Pero a quienes dicen que no fueron revoluciones en absoluto, les respondemos: ningún otro tipo de revolución era posible en estas circunstancias. Lenin responde a esta objeción de manera definitiva en su réplica a quienes negaban que el Levantamiento de Pascua de 1916 en Irlanda tuviera algún significado revolucionario, que fuera un mero «golpe de Estado»:
«Porque pensar que la revolución social es concebible sin insurrecciones de las naciones pequeñas en las colonias y en Europa, sin explosiones revolucionarias de una parte de la pequeña burguesía, con todos sus prejuicios, sin el movimiento de las masas proletarias y semiproletarias inconscientes contra la opresión terrateniente, clerical, monárquica, nacional, etc.; pensar así, significa abjurar de la revolución social. En un sitio, se piensa, por lo visto, forma un ejército y dice: “Estamos por el socialismo”; en otro sitio forma otro ejército y proclama: “Estamos por el imperialismo”, ¡ y eso será la revolución social! Únicamente basándose en semejante punto de vista ridículo y pedante se puede ultrajar a la insurrección irlandesa, calificándola de “putsch”. Quien espere la revolución social “pura”, no la verá jamás. Será un revolucionario de palabra, que no comprende la verdadera revolución.». (Lenin, Balance de la discusión sobre la autodeterminación)
El problema del liderazgo
Claramente hay una falta de dirección. Pero la cuestión es que la situación de las masas es demasiado desesperada como para esperar a que este factor ausente entre en escena. Los jóvenes son los menos dispuestos a esperar pacientemente a que las condiciones sean las adecuadas.
Otra característica llamativa de todos estos levantamientos revolucionarios es la forma en que ha irrumpido en escena toda una nueva generación de jóvenes. Los jóvenes, privados de futuro, con menos que perder y más que ganar, al ser el estrato más enérgico y libre del peso de las derrotas pasadas, han estado en primera línea en todas partes.
En Nepal y Kenia, lo llaman la «Revolución de la Generación Z». En Serbia y Bangladesh, los grandes movimientos estudiantiles, como un pararrayos, han atraído la ira de millones de obreros y pobres.
Aunque hay diferencias de un país a otro, en general los jóvenes han creado el escaso liderazgo que ha surgido. ¿Aportan confusión? Por supuesto que sí. ¿De quién es la culpa? Respondemos enfáticamente: es culpa de los dirigentes de las organizaciones obreras cuyo tarea es dirigir.
Lo condenable es que su cobarde ausencia ha sido el vergonzoso contrapunto a la valentía de los jóvenes en la vanguardia.
Al igual que los generales de Kenia y Bangladesh mantuvieron a los soldados confinados en los cuarteles para evitar que se contagiaran de la revolución, los pesados batallones de la clase obrera han sido «confinados en los cuarteles» por los líderes obreros.
Esto es criminal. En última instancia, solo la clase obrera tiene el poder en sus manos para acabar con el capitalismo de raíz, que es la verdadera fuente de toda la miseria y el sufrimiento de las masas.
En muchos casos, los jóvenes han intentado conectar con los trabajadores. Los estudiantes de Serbia, hay que reconocerlo, pidieron correctamente a los sindicatos que organizaran una huelga general contra el régimen de Vučić y han pedido la formación de zborovi (asambleas masivas) en los lugares de trabajo. Pero los burócratas de mente estrecha de las oficinas sindicales se resistieron a todas estas peticiones, que consideraban una intromisión en sus pequeños feudos.
En Kenia, el miserable secretario general de la central sindical COTU-K incluso salió en defensa del regresivo proyecto de ley de finanzas 2024 de Ruto, que desencadenó todo el movimiento.
Y en el punto álgido del aragalaya («lucha») de Sri Lanka en 2022, circuló ampliamente la idea de un hartal (una huelga general revolucionaria). Pero los sindicatos se negaron a convocar nada más que una huelga de un día.
Contra la corrupción
A lo largo de estos movimientos, hemos visto cómo las masas han apuntado a los símbolos más evidentes y potentes que provocan su ira.
Las podridas camarillas gobernantes que dominan el país, tan odiadas por su brutalidad como por su corrupción, han atraído sobre sus cabezas toda la furia de las masas: la camarilla Rajapaksa en Sri Lanka; la camarilla Hasina en Bangladesh; la camarilla Ruto en Kenia; los gobernantes y sus «nepo kids» en Nepal; los políticos que se conceden fabulosos aumentos salariales en Indonesia; Vučić y sus matones en Serbia.
Por encima de todo, las masas de Sri Lanka, Kenia, Bangladesh, Nepal, Indonesia y otros lugares están luchando en primer lugar contra la corrupción.
Muchos escépticos señalan esto y se burlan diciendo que esto demuestra su argumento de que no se trata de revoluciones. Una verdadera revolución, dicen, sería contra el capitalismo, no contra la corrupción.
Pero la corrupción es solo el síntoma más potente y extremo de toda la podredumbre del propio sistema capitalista. Las masas están llenas de un profundo sentimiento de injusticia, odio e indignación cuando piensan en los niveles verdaderamente asombrosos de riqueza que las rodean. Pero, tal y como ellos lo ven, esa riqueza está siendo desviada por una élite corrupta.
Los comentaristas occidentales señalan la corrupción como una característica desafortunada del llamado «Tercer Mundo» y la señalan como la causa del subdesarrollo. Por supuesto, lo hacen para encubrir las huellas del imperialismo, la principal causa de la pobreza y el subdesarrollo.
Pero una corrupción similar es habitual en todos los países capitalistas, sobre todo en Europa. Consideremos la similitud entre el delito del derrumbe de la marquesina de Novi Sad en Serbia y el desastre ferroviario de Tempi en Grecia, que provocaron la salida a la calle de grandes masas. En ambos casos, la culpa es de políticos corruptos. Estos cuentan el dinero que han ganado mediante sobornos y acuerdos corruptos, mientras que los pobres cuentan a sus muertos por los desastres que la corrupción ha causado.
Mientras tanto, un pobre conductor de rickshaw en Sri Lanka o Bangladesh solo tiene que comparar sus dolores de hambre con opulentos proyectos vanidosos como la Torre Lotus en Colombo o el Puente Padma sobre el Ganges para sentir el enorme abismo que los separa de sus gobernantes. Mientras que Yakarta es un infierno para los pobres, el gobierno indonesio está ocupado construyendo una nueva y resplandeciente capital a muchos kilómetros de distancia de la pobreza y la suciedad de la actual capital.
Cuando las masas se rebelaron contra el régimen en Sri Lanka, Indonesia, Bangladesh y Nepal, fueron estos hipócritas mimados, estos «líderes de la nación», contra quienes se rebelaron. Instintivamente, atacaron a estas camarillas corruptas en su cabeza y nos ofrecieron escenas de edificios parlamentarios asaltados, palacios presidenciales saqueados y oficinas de partidos y residencias de diputados en llamas.
Las masas mostraron el instinto correcto al atacar a estos gánsteres corruptos que, a través de sus cargos, se enriquecen hasta el infinito. Sin embargo, en última instancia, si se expulsa a estas personas, hay otras esperando para ocupar su lugar. La cuestión es que, para acabar con la corrupción, debemos acabar con el dominio del capital. Y eso significa abolir la propiedad privada y destrozar los cuerpos armados del Estado capitalista, que constituyen la verdadera fuente del poder de la clase dominante.
Odio a todos los partidos
En casi todos estos movimientos existe la sensación de que no solo la camarilla gobernante actual, sino todos los políticos y partidos son igual de malos. La llamada «oposición» ha demostrado en la mayoría de los casos ser igual de corrupta.
Y no es solo por la corrupción por lo que se les odia. El mero hecho de que participen en el mismo juego parlamentario odiado y hablen el mismo lenguaje cargado de mentiras mancha a la oposición junto con los titulares.
Así, en Sri Lanka, junto con la consigna «Vete a casa, Gota», dirigida al corrupto presidente Gotabaya Rajapaksa, las masas levantaron la consigna «Vete a casa, 225», es decir, fuera con los 225 diputados que componen el Parlamento.
En Kenia, los jóvenes se refieren a los diputados como «MPigs» (cerdos diputados). ¡Muy acertado! Mientras legislan para empobrecer aún más a los pobres, estos «MPigs» —todos ellos— tienen el hocico hundido en el abrevadero de los gastos y privilegios parlamentarios. Los jóvenes kenianos no quieren tener nada que ver con Ruto, pero tampoco quieren tener nada que ver con líderes de la oposición como Odinga, que pronto se encontró acobardado por el miedo a los jóvenes revolucionarios que apoyan a Ruto.
Su consigna, «sin tribus, sin líderes, sin partidos», capturó un rechazo instintivo muy saludable hacia todas esas bandas tribales-capitalistas que en Kenia se denominan «partidos políticos».
Pero si todos los partidos existentes son herramientas de tal o cual facción corrupta de la clase dominante, ¿significa eso que los trabajadores y los jóvenes pueden prescindir de un partido y punto? No. La situación clama por un partido y un liderazgo propios que representen sus intereses.
La izquierda es igual de mala
Este rechazo a todos los partidos políticos también refleja el hecho de que, en la mayoría de los casos, los llamados partidos «de izquierda» son tan malos como los de derecha.
En algunos casos, la «izquierda» se ha vuelto tan corrupta como los partidos de derecha. Muy a menudo, estos ambiciosos envidiosos acaban siendo aún peores, impartiendo un hedor insoportable a la propia palabra «izquierda».
Esto no es simplemente el producto de algún defecto moral o fallo por parte de la izquierda. Esta podredumbre tiene sus raíces en principios teóricos falsos. La culpa de esta lamentable situación debe recaer especialmente en el estalinismo, con su venenosa teoría del «etapismo». Esto ha llevado directamente a muchos partidos de izquierda a alinearse con los elementos más corruptos y podridos de la clase dominante.
Según esa teoría, las tareas más urgentes en los países subdesarrollados no son tareas socialistas, sino tareas democráticas burguesas. Hay algo de verdad en esto.
El deseo más claro y urgente de las masas en países capitalistas atrasados como Nepal, Bangladesh, Sri Lanka e Indonesia es romper el dominio corrupto y arbitrario de los regímenes actuales. Por encima de todo, las masas que viven bajo estos regímenes brutales quieren respirar libremente. Quieren derechos democráticos.
No hay nada intrínsecamente socialista en estas tareas en sí mismas. Son lo que los marxistas llamarían tareas «democráticas burguesas».
Pero a partir de esta premisa de que la revolución se enfrenta a tareas democráticas burguesas, la teoría «etapista» del estalinismo concluye que debemos buscar un ala «progresista» de la burguesía para liderar la revolución. Solo después de años de desarrollo capitalista, que se supone que inaugurará la etapa burguesa nacional de la revolución, el país estará finalmente maduro para el socialismo.
Solo hay un pequeño inconveniente. Hoy en día no existe tal ala «progresista» de la clase capitalista en ningún país atrasado. Es una clase totalmente parasitaria, completamente dependiente del imperialismo. Le aterrorizan las masas revolucionarias y, especialmente, la única clase consistentemente revolucionaria de la sociedad, que es la clase obrera. Todas sus políticas, acciones y declaraciones lo demuestran.
En la búsqueda de la quimera de un ala «progresista» de la clase capitalista, los estalinistas se han visto arrastrados por una u otra camarilla corrupta.
El Partido Comunista de Bangladesh había apoyado durante décadas a la Liga Awami de Hasina y a su padre, Mujib. Pintaban a la Liga Awami como defensores «progresistas» de la liberación nacional de Bangladesh y justificaban su continuo apoyo a ella alegando que la «secular» Liga Awami era un mal menor frente a los fundamentalistas religiosos de Jamaat-e-Islami.
Ahora comparten el descrédito de Hasina, mientras que los reaccionarios de Jamaat-e-Islami pueden presentarse como los mártires del régimen de la Liga Awami de Hasina.
Sin un partido revolucionario que pueda vincular la cuestión de la corrupción con el capitalismo, los islamistas dieron un paso al frente y comenzaron a hablar ellos mismos de «luchar contra la corrupción». «Sí, nosotros también estamos en contra de los políticos corruptos», dicen. «Necesitamos una política más limpia, caras nuevas en lugar de las viejas». Estos reaccionarios desvían la culpa de la corrupción del capitalismo hacia otras supuestas causas, como la falta de moral o de piedad por parte de los secularistas.
Quizás la acusación más condenatoria de la teoría estalinista del «etapismo» se encuentre en Nepal y en los maoístas que dominan la escena política de ese país.
Tras una década de insurgencia, los maoístas llegaron al poder impulsados por una ola revolucionaria en 2006. ¿Qué hicieron? Inmediatamente firmaron un acuerdo común de 12 puntos junto con partidos abiertamente burgueses como el Partido del Congreso Nepalí, y desde entonces el país ha sido gobernado por coaliciones de los llamados «comunistas» con estos elementos burgueses.
Su justificación para ello era que todas las fuerzas «progresistas» y «antifeudales» debían unirse para suprimir la monarquía y construir una república. Esto conduciría al desarrollo del capitalismo nepalí que, en una determinada etapa, sentaría las bases para una revolución socialista en Nepal.
Pero entre 2008 y 2025 no se ha registrado ningún progreso. Nepal ha caído del puesto 140 al 145 de 193 países en el Índice de Desarrollo Humano. Miles de jóvenes del país huyen cada año de la pobreza para trabajar en el extranjero, hasta tal punto que un tercio del PIB del país procede de las remesas.
Tras haber administrado el Estado en nombre de la clase capitalista durante una década y media, los propios políticos maoístas se han convertido en objeto del odio de las masas. Están tan sumidos en la corrupción como los partidos abiertamente burgueses.
Entre los «nepo kids», cuya ostentosa riqueza desencadenó los recientes acontecimientos, ¿a quiénes encontramos? A jóvenes como Smita Dahal, que hace alarde de bolsos que valen muchas veces el salario mensual medio de un trabajador nepalí, y cuyo abuelo no es otro que Prachanda, antiguo líder de la guerrilla maoísta.
¿Revoluciones de colores?
Existe una opinión, popular entre los defensores de las virtudes del nuevo mundo «multipolar», de que lo que estamos viendo es todo lo contrario a una revolución. Dicen que se trata de contrarrevoluciones o revoluciones «de colores». Es decir, conspiraciones oscuras de las agencias de inteligencia occidentales para manipular a las masas.
Lo mismo se ha dicho a menudo de la Primavera Árabe, que guardaba muchas similitudes con la actual ola de revoluciones. Podemos entender por qué algunas personas piensan erróneamente que fue obra de una conspiración. La clase obrera de Egipto no fue capaz de tomar el poder. ¿El resultado? Al-Sisi sustituyó a Mubarak, y hoy en día la situación en Egipto es cien veces más difícil que en 2010. En Libia y Siria, el imperialismo logró sumir a estos países en una guerra civil bárbara.
El hecho de que el foco de la actual ola de revoluciones sea el sur de Asia y que algunos de los regímenes que se están tambaleando se inclinen hacia China, da credibilidad a la idea de que se trata de un cambio de régimen orquestado por Occidente.
Hay una ironía en la idea de que lo que estamos viendo ahora es una ola de revoluciones de colores.
Los defensores de la «multipolaridad» afirman que la izquierda debe luchar contra el imperialismo apoyando a los regímenes burgueses «progresistas» y «antiimperialistas» del «Sur Global». Pero no ven que la razón por la que la izquierda está tan desacreditada, dejando un vacío en el que los reaccionarios pueden intentar introducirse, es precisamente que la izquierda defendió durante años la misma quimera de una burguesía nacional «progresista» y «antiimperialista».
La idea de las «revoluciones de colores» es falsa. Las conspiraciones no explican lo que estamos viendo. Pero es una idea falsa que contiene un elemento de verdad. Sin una dirección revolucionaria, la contrarrevolución puede ganar terreno, los imperialistas pueden encontrar oportunidades para intervenir y las cosas pueden degenerar en una dirección muy reaccionaria.
Tenemos que decir sin rodeos que el balance de estas revoluciones lo confirma, y que esta es una lección que hay que extraer.
En Siria, el fracaso de la revolución a la hora de formular un programa proletario permitió a los imperialistas secuestrar el movimiento y convertirlo en una insurgencia islamista. Del mismo modo, el levantamiento juvenil iraní de 2018, al no desarrollar un enfoque de clase claro, se desvió hacia la órbita de la oposición liberal respaldada por Occidente.
¿Y en estos ejemplos más recientes? En Kenia, Ruto sigue en el poder. Es una cruda realidad que los jóvenes no hayan conseguido derrocarlo con simples días de acción. En Bangladesh y Sri Lanka, el antiguo régimen fue derrocado. Sin embargo, en los tres países, los gobiernos están aplicando medidas de austeridad y atacando a la clase trabajadora y a los pobres a instancias del FMI. Todos se ven obligados a aplicar esta política porque es la única posible bajo el capitalismo.
En medio del entusiasmo efusivo por la «recuperación» de Sri Lanka, hasta el año pasado, la tasa de pobreza seguía siendo el doble de la que era a principios de 2022. Los jóvenes buscan emigrar si pueden, o de lo contrario se ven atrapados trabajando interminables horas para sobrevivir. En Bangladesh, se han perdido unos 2,1 millones de puestos de trabajo desde el movimiento de julio de 2024.
Las condiciones siguen empeorando. El hecho es que la causa fundamental del sufrimiento y el descontento de las masas proviene de la crisis del capitalismo, y estas revoluciones no atacaron la raíz del capitalismo.
Tampoco se ha acabado con la corrupción. En Bangladesh, los líderes estudiantiles han agotado la mayor parte de su autoridad. La guinda del pastel es lo que ocurrió con el sistema de cuotas que desencadenó la revolución en Bangladesh. Los estudiantes se movilizaron el año pasado para acabar con la discriminación: concretamente, para acabar con las cuotas de puestos de trabajo bien remunerados en el sector público para los familiares de los veteranos de la Guerra de Independencia de 1971. Era un sistema que, de facto, proporcionaba puestos de trabajo a los lacayos de Hasina y del régimen de la Liga Awami.
Ese sistema de cuotas fue efectivamente eliminado… ¡y sustituido por un sistema de cuotas de puestos de trabajo asignados a los familiares de los veteranos del levantamiento de julio de 2024!
Todo lo que es posible bajo el capitalismo es una redistribución del botín, pero el saqueo nunca tiene fin.
Procesos inconclusos
Las revoluciones no son dramas de un solo acto, y esto no es el final de la historia. En Sri Lanka, Nepal y Bangladesh, el odiado antiguo régimen fue derrocado. Las masas obtuvieron victorias iniciales que resultaron deslumbrantes. Pero, al examinarlo más de cerca, resulta que la victoria fue más aparente que sustancial. El jefe del régimen ha desaparecido, pero el antiguo Estado, la antigua clase dominante, sigue en el poder.
Hay una analogía entre lo que hemos visto aquí y lo que ocurrió en Rusia en febrero de 1917.
Los trabajadores rusos irrumpieron en escena con una huelga general revolucionaria. En cuestión de días, el zar se vio obligado a abdicar. Se estableció un gobierno provisional. Pero cuando el entusiasmo se desvaneció, se descubrió que los antiguos generales y burócratas monárquicos seguían en sus puestos. Los capitalistas seguían siendo propietarios de las fábricas, los terratenientes seguían poseyendo todas las tierras. Era el zarismo, pero sin el zar.
La victoria no sería completa hasta que se derribara el antiguo Estado y los propios trabajadores tomaran el poder. Eso ocurrió en la Revolución de Octubre de 1917. Y eso solo fue posible gracias a la presencia del Partido Bolchevique, que aclaró los objetivos de la revolución y ganó a la clase obrera y a las demás masas oprimidas de Rusia para su causa.
De no haber sido así, la antigua clase dominante podría muy bien haber arrastrado a Rusia a la barbarie. Se habría avecinado una guerra civil, acompañada de pogromos. Con toda probabilidad, Rusia habría sido dividida entre las potencias imperialistas y muchos millones de personas habrían muerto.
En otras palabras, Rusia habría sufrido un destino similar al que está sufriendo hoy Sudán. Allí, las masas revolucionarias tuvieron una oportunidad perfecta para tomar el poder en 2019. La dirección dejó pasar la oportunidad y ahora el país está siendo destrozado por una barbárica guerra civil entre dos bandas armadas reaccionarias y las diversas potencias imperialistas que están detrás de ellas.
Por supuesto, un resultado reaccionario tan devastador como el que estamos viendo ahora en Sudán no es en absoluto inevitable. La fuerza de la clase obrera y toda una serie de otros factores influyen en el resultado. Pero, no obstante, es una advertencia brutal.
¿Quién será el siguiente?
Los acontecimientos revolucionarios que hemos visto probablemente seguirán desarrollándose durante varios años en Sri Lanka, Bangladesh, Nepal, Indonesia, Kenia y otros lugares. Habrá altibajos y, sin duda, incluso nuevos levantamientos insurreccionales.
Si la historia del bolchevismo desde 1903 hasta 1917 nos enseña algo, es que un partido debe construirse antes de la revolución si quiere desempeñar un papel decisivo. No nos atrevemos a afirmar que no se puede construir un partido revolucionario en condiciones de revolución, pero hacerlo no es una tarea fácil.
Nos dirigimos ahora a los obreros y jóvenes revolucionarios más avanzados del resto del mundo que aún no han sido sacudidos por la revolución. La tarea de construir el partido revolucionario debe emprenderse con urgencia, ¡ahora mismo! Todos los ejemplos que hemos enumerado apuntan a ese hecho.
Se necesita tiempo para construir el cuadro de un futuro partido revolucionario de masas. El tiempo no es algo que tengamos en abundancia. Las condiciones que dieron lugar a las revoluciones en todos los países mencionados anteriormente están madurando rápidamente en todas partes.
Es sorprendente lo similares que eran las condiciones que produjeron estas revoluciones.
A primera vista, ni siquiera eran los países más afectados por la crisis en el mundo. Ni mucho menos. Estaban creciendo a un ritmo que haría palidecer de envidia a los economistas de los países capitalistas avanzados.
Entre 2010 y 2024, excluyendo el año pandémico de 2020, Nepal experimentó un crecimiento medio anual del 4,7 %; Kenia, del 5,2 %; e Indonesia, del 5,23 %. Sri Lanka entró en crisis antes, pero entre 2010 y 2018 también experimentó un crecimiento medio del 6,43 % anual.
Pero, si rascamos la superficie, ¿qué encontramos? Un crecimiento extremadamente desigual y «sin empleo», una pobreza persistente y una montaña de deuda usuraria impagable con los imperialistas. Lo más amenazador para la clase dominante es el alto desempleo juvenil y la falta de un futuro digno, que es un tema común.
En Sri Lanka, el desempleo juvenil era del 25 % en 2021, entre cuatro y cinco veces la tasa media. Siete millones de los 44 millones de jóvenes de Indonesia están desempleados. En Bangladesh, menos de uno de cada cinco jóvenes de entre 25 y 29 años tiene un trabajo seguro con un contrato de más de un año de duración. Antes de la pandemia, el 39 % de los graduados estaban desempleados en Bangladesh.
«No tenemos trabajo ni futuro», como dijo un joven keniano, «así que tenemos todo el tiempo del mundo para derrocaros y nada que perder luchando contra vosotros».
¿Son estas características exclusivas de estos países? No. Son muy similares a las condiciones de muchos, muchos países.
En 2023, 21 países, con una población de 700 millones de personas, estaban en bancarrota o al borde de ella. 3000 millones de personas en todo el mundo viven en países que gastan más en pagar los intereses de la deuda que en sanidad o educación.
Incluso durante los «buenos tiempos», las masas ya se esforzaban por mantenerse a flote. Esto es especialmente cierto en los países pobres y los llamados países de renta media, que no contaban con las reservas necesarias para capear los estragos de la crisis que se desató con la pandemia de COVID-19.
Cuando la revolución se apoderó de Sri Lanka en 2022, predijimos que se producirían acontecimientos similares en un país tras otro, ya que comparten las mismas características fundamentales. Y así ha sido, y podemos predecir con seguridad que la larga lista de países aún no está completa. Las clases dominantes de la India y Pakistán —¡y sus numerosos «nepo kids»!— deben estar temblando de miedo al ver cómo se desarrollan estos acontecimientos.
Esta ola revolucionaria ha comenzado en los países más pobres y menos desarrollados, pero no se limitará a ellos. Como explicó Trotsky, «la gota comienza en el meñique o en el dedo gordo del pie, pero una vez que ha comenzado, progresa hasta llegar al corazón».
Las llamas de la revolución ya están lamiendo los bordes de Europa en Serbia, y el movimiento bloquons tout en Francia demuestra que la revolución se abrirá camino hasta el corazón. El mundo está en llamas y las explosiones revolucionarias están a la orden del día. Tenemos que asimilar este hecho y todo lo que se deriva de él en términos de la responsabilidad que nos incumbe como revolucionarios de construir con urgencia.