Escrito por Francisco Lugo
La muerte reciente del pintor mexicano José Luis Cuevas (febrero 26, 1934-julio 3, 2017) no ha sido desaprovechada por los comentaristas culturales burgueses para tratar de reavivar la leyenda maniquea del adalid de la Ruptura del arte mexicano. Fue la crítica de arte Teresa del Conde quien se refirió por primera vez a los artistas que diferenciaron su quehacer del de los muralistas desde la década de los 1950’s como la Generación de la Ruptura, y Cuevas, poseedor de una personalidad magnética y de un agudo narcisismo que nunca disimuló, despuntó rápidamente como la figura más visible del grupo de –entonces– jóvenes creadores.
Sin demeritar en lo absoluto el calado artístico de figuras tales como Pedro Coronel, Günther Gerzo, Mathias Goeritz, Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Alberto Gironella, Vladimir Kibalchich Rusakov (llamado Vlady), Lilia Carrillo, Fernando García Ponce y del propio Cuevas, entre otros, y reconociendo sin reservas el derecho que les asistía al discrepar de la senda trazada por los –así llamados– “tres grandes” (Orozco, Rivera y Siqueiros), la trascendencia de esta señalada actitud ha sido exagerada notablemente por la intelectualidad burguesa, ya desde entonces como también a la postre. Según su propia mitología, la Generación de la Ruptura se opuso, contra todo pronóstico y sin más ventajas que su temeridad, al anquilosado “arte oficial”, reducido ya a ser una herramienta propagandística del régimen demagógico nacionalista; rompiendo las ataduras del arte político, sus empeños se vieron recompensados con el ingreso del arte mexicano en el panorama artístico internacional contemporáneo.
La obra de Cuevas, en efecto, es una expresión de inquietudes patentemente personales, protagonizada por personajes alienados, delirantes y hasta perversos, y no la expresión manifiesta de una determinada línea política; el erotismo, la locura y su propia persona fueron algunos de sus temas predilectos. La misma fue complementada por una extensa actividad literaria que incluye numerosos artículos de opinión y columnas periodísticas, destacando del conjunto su manifiesto primigenio, que lo convertiría en un eminente vocero de Ruptura y de su crítica a la política cultural mexicana de mediados del siglo XX: La cortina del nopal.
Sin embargo, ahora es sabido que la responsable de batirse en dichas polémicas públicas no era la pluma del propio Cuevas sino la del crítico de arte cubano –radicado Washington, DC– José Gómez Sicre (julio 6, 1916-julio 22, 1991), también funcionario cultural de la Organización de los Estados Americanos (OEA), brazo político de los EEUU en el continente, a quien solicitaba por carta que redactara en lugar suyo y con toda discreción no sólo sus posicionamientos, sino también cartas respondiendo a otros críticos –como Raquel Tibol– y hasta las respuestas a los cuestionarios que los medios informativos le hacían llegar al artista para poder entrevistarse con él; éste confiaba plenamente en la “comunión de ideas” entre él y su “escritor de cabecera”. La extensa relación epistolar que sostuvieron evidencia la profunda dependencia que Cuevas desarrolló hacia su ideólogo por temor al descrédito que habría supuesto el ser delatado por una “discrepancia estilística”. El joven artista, ávido de notoriedad, estuvo dispuesto a convertirse en un alfil de la política cultural imperialista a cambio que se abrieran para él las puertas de la fama (Véase: http://www.excelsior.com.mx/expresiones/2016/07/06/1103180).
Gómez Sicre, por su parte, realizaba en México –a instancias de Cuevas– el mismo trabajo que llevaba a cabo en el resto de los países de América Latina: promover la despolitización de su arte. Por medio del financiamiento y de la difusión, la OEA –apuntalando los intereses de los EEUU– condicionaba a los artistas de una región cuyas pronunciadas desigualdades económicas la vuelven por demás sensible a las ideas revolucionarias. Los muralistas agrupados en la Escuela Mexicana de Pintura se consolidaron en la órbita de la Revolución agrarista de 1910 y si obtuvieron del gobierno postrevolucionario –muy a pesar de éste– los medios materiales para concretar su visión artística, éste sólo consintió en apoyarlos para granjearse una legitimidad de la que adolecía, circunstancia que no medró necesariamente con el contenido revolucionario ni el estético de su propuesta.
Para mediados de siglo, el régimen autoritario mexicano ya estaba listo para desembarazarse de su retórica revolucionaria nacionalista y de su política cultural. Ésta ya se servía de la figura de Tamayo como contrapunto, si bien su pintura seguía ligada a los motivos folclóricos y a los formatos monumentales. Lejos de haber subvertido y conquistado al “arte oficial”, José Luis Cuevas y la Generación de la Ruptura ascendieron impulsados por un viraje en el seno del mismo, derivado del devenir político del presidencialismo mexicano. Si bien resulta arbitrario constreñir al arte a ser una expresión política, no lo es menos el suponer que su despolitización significa una superación histórica. No es la práctica artística de Cuevas sino su interpretación de la misma la que merece ser cuestionada.