Escrito por: Jorge Martín
Bolsonaro ganó la segunda ronda de las elecciones presidenciales con un 55 por ciento de los votos, derrotando a Haddad –el candidato del Partido de los Trabajadores (PT)– quien recibió el 45 por ciento. Cualquier esperanza de un milagro de última hora quedó frustrada. Este resultado es un revés para la clase obrera y los pobres. Necesitamos comprender qué significa esto, qué condujo a esta situación y qué estrategia debe seguir el movimiento obrero con respecto a este gobierno reaccionario.
La segunda ronda de la campaña presidencial estuvo extremadamente polarizada. Hubo una movilización desde abajo por parte de la izquierda en un intento de parar a Bolsonaro, y decenas de miles participaron en grandes concentraciones y mítines a favor de Haddad en Sâo Paulo, San Salvador de Bahía, etc. Como una prueba de lo que viene bajo un gobierno de Bolsonaro, la policía, siguiendo órdenes del tribunal electoral, desplegó una amplia actividad para impedir actos públicos «contra el fascismo» en universidades y edificios sindicales, retirando pancartas anti-fascistas de escuelas y campus e incluso secuestrando revistas sindicales. Todo esto se hizo en nombre de la «limpieza del juego electoral» en la medida que estas acciones eran consideradas «propaganda electoral» realizada por fuera de los límites legales. Envalentonados por la retórica de Bolsonaro, ha habido ataques físicos contra activistas de izquierdas por parte de pequeñas bandas fascistas, incluyendo el asesinato de Moa do Katendê, un maestro de capoeira.
Estos ataques necesitan ser respondidos con una acción audaz por parte del movimiento obrero, incluyendo la organización de comités de autodefensa para los actos sindicales y estudiantiles y rechazar cualquier forma de censura o recorte de la libertad de expresión.
Brasil bajo Bolsonaro: ¿un régimen fascista?
Sin embargo, los que lloran hoy por el «fascismo» que ha ganado en Brasil están equivocados. El fascismo es un régimen político basado en la movilización de las masas pequeñoburguesas enfurecidas en bandas armadas, con el objetivo de aplastar a las organizaciones de la clase trabajadora. Históricamente, el fascismo llegó al poder después de que la clase obrera hubiera sido derrotada en varias ocasiones revolucionarias debido a la falta de una dirección correcta. Sobre la base de esas derrotas y oportunidades perdidas, se desarrolló la desmoralización que permitió a las bandas fascistas aplastar a las organizaciones obreras.
Esa no es la situación actual en Brasil. Bolsonaro no se apoya en bandas fascistas armadas. De hecho, hay grupos fascistas en Brasil, y van a sentirse envalentonados con su victoria. Son peligrosos y necesitan ser combatidos. Pero la clase obrera brasileña no ha sido derrotada; de hecho, aún no ha comenzado a moverse de manera significativa.
Recordemos que ya han pasado dos años desde la elección de Trump en los Estados Unidos. En ese momento, muchos comentaristas liberales y algunos en la izquierda también hablaron sobre la victoria del fascismo en los Estados Unidos. Trump es ciertamente un político reaccionario y sus políticas representan un ataque contra trabajadores, mujeres, homosexuales, migrantes, etc. Pero sería un error describir la situación en los Estados Unidos como de una dictadura fascista. De hecho, los intentos de los grupos de supremacistas blancos en los EE. UU. de tomar las calles a raíz de la elección de Trump se encontraron con movilizaciones masivas que los superaron en gran medida. Ha habido una serie de huelgas de maestros muy combativas (y victoriosas) en varios estados. Hay una mayor polarización en la sociedad hacia la derecha, pero también hacia la izquierda.
Lo que probablemente veremos en Brasil es la continuación de un proceso (que ya había comenzado antes de las elecciones) de aparición de rasgos bonapartistas en el Estado. Esto fue evidente cuando se utilizó al Poder Judicial como árbitro político en el escándalo de la trama de corrupción llamada «Lava Jato» [Lavado de Autos], el encarcelamiento de Lula y la prohibición de poder presentarse a las elecciones, etc. Al mismo tiempo, la base de un régimen con características bonapartistas es muy débil, en condiciones de severa crisis económica y descrédito generalizado de todos los partidos e instituciones tradicionales de la clase dominante.
¿Cómo pudo pasar esto?
Los comentaristas liberales y algunos en la izquierda miran perplejos el resultado de esta elección. Ellos no pueden entenderlo. ¿Cómo es esto posible? Un demagogo de extrema derecha ha sido elegido por medios democráticos. ¿Cómo podrían millones de personas votar por alguien que comparte puntos de vista tan odiosos de manera tan descarada?
Ellos recurren a todo tipo de explicaciones que no explican nada: fue la culpa de las redes que existen alrededor de las iglesias evangélicas o de la campaña de noticias falsas (las llamadas «fake news») en WhatsApp. Esto es lo mismo que cuando la clase dominante intenta «explicar» las huelgas y las revoluciones como el trabajo de «agitadores comunistas». Ya en la década de 1990, en Brasil hubo una gran campaña de propaganda contra Lula: «él es sólo un obrero metalúrgico sin experiencia y sin cualificación», «no tiene un título universitario». Eso, sin embargo, no le impidió ganar la elección, con el 61 por ciento de los votos.
En Gran Bretaña, hemos visto una campaña sin precedentes de demonización contra Jeremy Corbyn en la que todo el Establishment ha lanzado las acusaciones más extravagantes e indignantes contra él (que es antisemita, un amigo de Hamas, un amante del terrorismo, una marioneta de Putin, etc.). Nada de eso ha tenido mucho impacto. Por el contrario, su apoyo ha crecido sobre la base de sus programas de renacionalizaciones, educación gratuita, vivienda, etc.
De hecho, la victoria de Bolsonaro es producto de la prolongada crisis del Partido de los Trabajadores (PT). Cuando Lula fue elegido por primera vez en 2002, lo hizo en forma de alianza con partidos burgueses. Nombró a Meirelles, un banquero residente en Estados Unidos, como presidente del Banco Central, respetó los acuerdos con el FMI y siguió una política de austeridad fiscal. Él también llevó a cabo una contrarreforma inicial del sistema de pensiones. Este no es el lugar para hacer un balance completo de su gobierno, pero es suficiente decir que no representó ningún desafío fundamental al poder del imperialismo ni de la clase dominante brasileña. Sin embargo, pudo beneficiarse de la relativa estabilidad que resultaba de un período de crecimiento económico a nivel global.
Cuando Dilma Rousseff fue elegida en 2010, la situación ya había comenzado a cambiar. Sus políticas fueron similares a las aplicadas por Lula, pero con un paso más a la derecha. Su compañero de fórmula era el político burgués, Michel Temer. Ella situó a una representante de los terratenientes y ganaderos como ministra de Agricultura, y a un funcionario del FMI como su Ministro de Hacienda. La principal diferencia fue que ella se enfrentó a una crisis económica en lugar de a una situación, como la de Lula, de crecimiento económico. A raíz de la desaceleración de la economía china, la economía brasileña entró en una grave recesión en 2014-16, de la cual aún no se ha recuperado.
Ya en 2013, hubo protestas masivas de los jóvenes contra el aumento de las tarifas de transporte, que fueron recibidas con una represión brutal por parte de los gobernadores regionales, que contaron con el apoyo total del gobierno nacional de Dilma. Los «días de junio» de 2013 reflejaron una amplia oposición a todo el Establishment por parte de una creciente capa de jóvenes, pero también de trabajadores. El PT, que había estado en el poder durante una década, fue visto como parte de ese Establishment. En lugar de cambiar sus políticas, Dilma anunció un paquete de privatizaciones y medidas de austeridad. Las protestas de 2013 fueron seguidas de protestas masivas en 2014 contra la Copa Mundial de Fútbol, que luego se encontraron con una brutal represión. Para lidiar con estas protestas, el gobierno de Dilma introdujo una serie de leyes (sobre organizaciones criminales, antiterrorismo…) que restringieron severamente el derecho a protestar y a manifestarse.
Las elecciones de 2014 y la destitución de Dilma
La elección de 2014 fue un punto de inflexión en este proceso. Dilma logró ganar en la segunda ronda movilizando el voto de la clase trabajadora del PT, sobre la base de luchar contra las políticas de derecha del candidato burgués, Aécio Neves. Sin embargo, traicionó a sus propios votantes al proceder a aplicar las políticas que Neves había defendido: austeridad, recortes, privatizaciones y ataques a los derechos de los trabajadores.
Sus índices de aprobación, que habían superado el 60 por ciento en 2012-13, bajaron a sólo un 8 por ciento en 2015: el más bajo de cualquier presidente en servicio desde la restauración de la democracia. Fue en ese momento, sintiendo su debilidad, cuando los políticos burgueses que gobernaron con ella comenzaron a moverse para removerla del poder a través de un proceso de destitución parlamentaria (Impeachment).
Luego, cuando vieron el peligro de que Lula pudiera convertirse en candidato y ganara las elecciones (dado que mucha gente lo recordaba como presidente cuando había crecimiento económico, combinado con su vínculo histórico al PT y a sus tradiciones revolucionarias), el Poder Judicial intervino con un caso de corrupción contra él. Fue declarado culpable, a pesar del hecho de que no se presentó ninguna prueba real para el delito por el que se le juzgaba. Luego estiraron aún más los límites de su propia legalidad al impedirle que se pudiera presentar a las elecciones como candidato presidencial. Sin embargo, incluso en ese momento, mientras Lula encabezaba las encuestas, más gente decía que no votaría a nadie ni siquiera a él, que mostraba un rechazo generalizado a todo el sistema político.
Se puede decir, por lo tanto, que los recuerdos de los gobiernos del PT en el poder, que se apoyaba en los votos de la clase trabajadora para permanecer en el cargo y llevar a cabo políticas capitalistas en alianza con los partidos burgueses, destruyeron la reputación del partido y cortaron muchos de sus vínculos con la clase obrera organizada, allanando el camino para la victoria de Bolsonaro el domingo. Incluso cuando los políticos burgueses estaban ocupados para removerlos del poder, los dirigentes del PT y los sindicatos no organizaron ninguna defensa seria. Hubo mítines y manifestaciones, muchas amenazas, pero ninguna campaña seria de movilización sostenida y creciente.
La situación empeoró cuando el impopular gobierno de Temer continuó e intensificó los ataques contra la clase trabajadora. Hubo grandes concentraciones bajo la consigna de «Temer Fuera» y, finalmente, una huelga general en abril de 2017. Los trabajadores y jóvenes brasileños mostraron su disposición a la lucha, pero sus líderes no dirigieron ni fomentaron esa lucha, por lo que se disipó todo el potencial de contraataque.
Por supuesto, Bolsonaro usó hábilmente las redes sociales y las redes de las iglesias evangélicas para extender su mensaje, una combinación de mentiras, medias verdades, odio histérico al «PT-comunismo» y un llamamiento a «hacer que Brasil vuelva a ser grande». Sin embargo, estos métodos sólo tuvieron un impacto debido a las políticas desastrosas y recuerdos del PT cuando estaba en el gobierno.
Por supuesto, hubo otros factores: como la crisis económica en Venezuela (en última instancia, fue el resultado de un intento de regular el capitalismo en lugar de abolirlo), que se usó de manera efectiva contra el PT (cuyos líderes en rigor nunca apoyaron realmente a la revolución bolivariana).
¿»Defensa de la democracia»?
La política y la estrategia de Haddad en la segunda ronda fue suicida, como lo explicó Serge Goulart. Mientras Bolsonaro hizo gestos –como prometer un bono de Navidad para los receptores de la prestación social de la «Bolsa Familia»– para apelar a los votantes más pobres que habían apoyado al PT en la primera ronda, Haddad giró a la derecha, en un intento inútil de capturar el llamado voto de centro. En la primera ronda, se presentó a sí mismo como el candidato de Lula y la imagen de éste destacaba en todo el material de propaganda electoral. En la segunda ronda, Lula fue eliminado de las imágenes y el color rojo del partido fue reemplazado por los colores de la bandera nacional.
Frente a un «anti-establishment», como se presentaba Bolsonaro, Haddad pensó que podía derrotarlo siendo el candidato… ¡del establishment! Se presentó como el candidato de la democracia, apelando a la unidad de todos los demócratas (incluidos los mismos partidos burgueses que habían apuñalado a Dilma por la espalda). La única forma en que podría haber recuperado el terreno perdido habría sido emprender una campaña seria denunciando el programa económico de Bolsonaro (privatizaciones, ataques a pensiones, etc.) y ofreciendo como alternativa la lucha por defender los derechos y condiciones de la clase trabajadora en una clara línea anticapitalista. En cambio, tuvimos llamamientos abstractos para defender la democracia, el diálogo y la comprensión, y para “fortalecer la Constitución”.
Ya había habido un nivel muy alto de abstención en la primera ronda: 20,3 por ciento en un país donde el voto es obligatorio, el más alto desde 1998. En la segunda ronda, fue aún más alto, 21.3 por ciento (31 millones), además de un adicional del 9.5 por ciento (11 millones) que votó en blanco o nulo, lo que muestra que una capa significativa del electorado rechazó a Bolsonaro, pero tampoco le atraía votar a Haddad.
Las políticas económicas de Bolsonaro
Los comentaristas principales aplauden la victoria de Bolsonaro y lo alientan a llevar a cabo su programa electoral de privatizaciones al por mayor y una contrarreforma exhaustiva del sistema de pensiones.
«Los mercados han incrementado sus esperanzas en que Bolsonaro cumpla con sus promesas de reforma económica, en particular una revisión del costoso sistema de pensiones de Brasil y las privatizaciones de sus empresas estatales», dijo hoy el Financial Times. Luego cita una nota de Goldman Sachs:
«En última instancia, la administración se enfrenta al desafío de, mediante una combinación de políticas disciplinadas y reformas estructurales, acelerar el ajuste fiscal e impulsar el espíritu animal y empresarial, para finalmente liberar el significativo potencial atrapado de la economía».
La clase dominante juzga a cualquier gobierno de acuerdo con una regla simple: qué tan bien lleva a cabo sus intereses de clase.
Llegará un momento clave cuando Bolsonaro intente poner en práctica su programa, liderado por el economista ultra-liberal «Chicago boy» Paulo Guedes, y se enfrente a la resistencia organizada de la clase trabajadora, que no ha sido derrotada. Al igual que el gobierno de Macri en Argentina, Bolsonaro se enfrentará a una ola de acción sindical, movilizaciones masivas y huelgas generales contra sus políticas económicas. Además, su posición no es tan fuerte como parece, ya que tiene que aprobar la legislación a través de un parlamento extremadamente fragmentado donde hay 30 partidos diferentes con los que tendrá que llegar a acuerdos.
La tarea ahora no es ceder a la desesperación, sino prepararse para las batallas por venir. Lo que se requiere en primera instancia es una comprensión clara de cómo llegamos a este punto, para que pueda comenzar el proceso de reconstrucción de un movimiento de lucha y de clase.
También hay lecciones más generales que aprender de la experiencia brasileña. Los gobiernos de izquierda que llevan a cabo políticas de derecha solo prepararán el terreno para la victoria de la reacción. No se puede luchar contra la extrema derecha apelando a la defensa del mismísimo régimen capitalista en crisis que la originó.