En el espacio de unos meses, Macron ha reforzado claramente el rechazo -y a menudo, el odio declarado- que suscita entre la masa de la población. La Primera Ministra y los pesos pesados de su Gobierno -Le Maire, Darmanin, Dussopt, Véran, Guerini, etc. – no son en absoluto más populares que el Jefe del Estado. En cuanto a la Secretaria de Estado Marlène Schiappa y sus payasadas de todo tipo, son el símbolo perfecto de la credibilidad de este gobierno. Incluso entre la gran parte de las clases medias que siguen apoyando a Macron porque temen a los «extremos», el entusiasmo de 2017 ha dado paso a una irritación creciente, a veces rayana en la exasperación. La próxima etapa pertenece a «los extremos».
A falta de mayoría en la Asamblea Nacional sobre la reforma de las pensiones, el gobierno tuvo que invocar dos artículos de la Constitución – el 47.1, y luego el 49.3 – para eludir el debate y la votación de los diputados. El artículo 40 podría utilizarse con el mismo fin. En dos ocasiones, el Consejo Constitucional rechazó la petición de organizar un «referéndum de iniciativa compartida», en un momento en que todas las encuestas mostraban una oposición abrumadora a la reforma. Todo ello bajo la atenta e indignada mirada de millones de jóvenes y trabajadores, que concluyen con razón que la «democracia» francesa es una broma de mal gusto.
Por tanto, esta secuencia de acontecimientos ha llevado la crisis del régimen a niveles muy peligrosos, desde el punto de vista de la burguesía. Cuando un descrédito tan profundo ya no golpea sólo a tal o cual gobierno, sino al conjunto de las instituciones «democráticas», la clase dominante camina por la cuerda floja. En 2018 y 2019, el movimiento de los Gilets Jaunes (chalecos amarillos) había dado un indicio de las consecuencias explosivas de tal situación. Un «primer indicio» solamente, porque lo que se está gestando en las profundidades de nuestro pueblo, cuyas tradiciones revolucionarias son mundialmente famosas, hará que el movimiento de los Gilets jaunes, en comparación, parezca una mera escaramuza.
El estancamiento del régimen
En términos absolutos, a la burguesía le interesaría, por un lado, sacar provecho de la reforma de las pensiones y, por otro, presionar a Macron para que disuelva la Asamblea Nacional a corto plazo, con la esperanza de dar a la Quinta República alguna apariencia de barniz democrático. Sin embargo, en esta etapa, la burguesía no está ejerciendo presión en esta dirección. ¿Por qué? Porque la profundidad de la crisis política es tal que unas elecciones parlamentarias anticipadas podrían agravar la crisis en lugar de aliviarla. ¿Qué tipo de mayoría parlamentaria podría surgir de unas nuevas elecciones generales en los próximos meses? En el contexto de la debacle de LREM (el partido de Macron) y la fractura de los republicanos (la derecha burguesa tradicional), una coalición de estos dos partidos parece muy poco probable. Una coalición de LREM y NUPES está descartada mientras este último partido esté dominado por France insoumise (FI) de Mélenchon. Y precisamente porque está dominada por FI, la hipótesis de una mayoría absoluta para NUPES no es nada favorable para la clase dominante, que necesita urgentemente drásticas contrarreformas. Queda la posibilidad de un gobierno de coalición con la Agrupación Nacional de Le Pen, al estilo del actual gobierno italiano. Pero esta opción dista mucho de ser segura desde el punto de vista electoral, por no hablar del shock que supondría para amplios sectores de la juventud y de la clase trabajadora.
En resumen, la era de la «alternancia política», cuando la derecha y la izquierda se sucedían en el poder, siguiendo el movimiento pacífico de un viejo reloj, esa era ha terminado y no volverá, porque es la profunda crisis del capitalismo la que ha roto el mecanismo. En definitiva, la crisis de régimen del capitalismo francés es la expresión política de una crisis del sistema económico y social. Y esta crisis está lejos, muy lejos de haber terminado.
La alternativa revolucionaria
La conclusión que se desprende de ello, desde nuestro punto de vista de clase, es perfectamente clara: para acabar definitivamente con la crisis económica y social es necesario llevar a los trabajadores al poder, expropiar a la gran burguesía y reorganizar la sociedad sobre bases socialistas, es decir, sobre la base de una planificación democrática del aparato productivo. Cualquier otra «solución» es un engaño (sincero o no, no importa). Un número creciente de jóvenes y trabajadores empiezan a sacar esta conclusión, aunque no siempre tengan una idea clara, desde el punto de vista teórico, de las vías y los medios para alcanzarla.
Desgraciadamente, no cuentan con la ayuda de los dirigentes oficiales de la izquierda y del movimiento sindical, que se aferran desesperadamente a sus viejas costumbres reformistas y explican a quien quiera escucharles que el capitalismo con «rostro humano» es posible, justo en el momento en que este sistema amenaza con sumir a la humanidad en una barbarie generalizada. Esta es la contradicción central de la situación, en Francia como en todas partes. Sigue siendo coherente con lo que Trotsky escribió en 1938, al principio de su Programa de Transición: «La situación política mundial del momento, se caracteriza, ante todo, por la crisis histórica de la dirección del proletariado«.
Sophie Binet teoriza
Para hacerse una idea, basta con escuchar la entrevista concedida a Médiapart el 10 de mayo por la nueva secretaria general de la CGT, Sophie Binet. Como era de esperar, se cuidó mucho de sugerir que el capitalismo podría ser derrocado. Pero también merece la pena observar lo que dice sobre las grandes movilizaciones de los últimos meses. A un periodista que le preguntó por qué la CGT no se había movilizado también a escala nacional e interprofesional sobre la cuestión candente de los salarios, Binet respondió: «Las pensiones y los salarios no funcionan de la misma manera: cuando se trata de salarios, el primer punto de contacto es el patrón, y por eso hay movilizaciones en las empresas, en los lugares de trabajo, directamente vinculadas a las negociaciones salariales. Pero un movimiento nacional interprofesional sobre los salarios es mucho más raro y casi inaudito».
Sophie Binet intenta cubrir su conservadurismo con un velo de «teoría». Esta gran diferencia entre «salarios» y «pensiones» es una ridícula pieza de escolasticismo burocrático. Lo venimos explicando desde enero: al limitar el programa de lucha únicamente a la cuestión de las pensiones, en un contexto en el que la inflación -entre otros problemas- golpea duramente a todos los trabajadores, la dirección de la intersindical ha limitado el potencial del movimiento.
En realidad, los trabajadores de varias empresas han aprovechado la oportunidad de la lucha contra la reforma de las pensiones para declararse en huelga por los salarios y las condiciones de trabajo. Esto es particularmente cierto en el caso de los trabajadores en huelga de Vertbaudet, cuyo valor y determinación frente al implacable acoso de la dirección y la policía se han ganado la admiración y la solidaridad de amplios sectores de la población. La resonancia nacional de esta huelga es la mejor respuesta que podemos dar al razonamiento abstracto de Sophie Binet.
Independientemente de lo que piense la secretaria general de la CGT, se avecinan grandes luchas nacionales, no sólo sobre la cuestión de las pensiones, sino también sobre la de los salarios, y sobre todos los problemas que aquejan a la masa de los explotados y oprimidos. Debemos prepararnos para ello barriendo los argumentos conservadores que quieren limitar los métodos y el alcance de la lucha. A fin de cuentas, nuestra clase sólo será victoriosa -definitivamente victoriosa- cuando haya expropiado al puñado de parásitos gigantes que todo lo deciden este país y reorganizado la sociedad sobre bases socialistas.