En la sala oscura que llamamos cine, Bella Baxter nos aparece en escena, sin articular palabras, con su mirada perdida. Enseguida un lazo es sellado entre nosotros y Bella: Hemos de acompañarla en su recorrido por desvelar el mundo tras ser víctima de los experimentos del médico Godwin Baxter. Esta será la premisa principal de la película. Así, nos sumergimos dentro del reflejo estilizado de una sociedad de clases polarizadas.
Bella empezará su camino viajando por el mundo hasta parar en la ostentosa vida burguesa de un crucero que navega por Europa y que funciona como metáfora de la alta sociedad: allá dentro los burgueses recrean su estilo de vida, desconectados de los problemas de la población; velando únicamente por los intereses de su propia clase; y con el supuesto derecho de una vida de ostentación. Este es el primer acercamiento de Bella a la vida material e intelectual fuera del hermético laboratorio.
De esta forma, será introducida a los extremos del intelectualismo burgués donde encontrará, por un lado, el existencialismo nihilista que tacha todo de un absurdo universal, resultando en una filosofía enajenante, cuya promesa de liberación es únicamente metafísica e individual. Por el otro, aprenderá de las corrientes más optimistas hacia una liberación moral y del cuerpo, pero que, en escrutinio, no se alejan de su opuesto: mantienen resultados individualistas y sin consciencia material de clase.
Confiar nuestra mirada del mundo en estas filosofías burguesas terminará en nuestra desmovilización por la lucha. Nos encierran. No nos dejan ver que la liberación sólo puede ser material, estructural, colectiva y de clase; no individual e idealista.
De manera última, Bella lo que termina por descubrir al ser expulsada del crucero es la verdadera cara de la sociedad de clases. Para que las clases dominantes mantengan su poder deben de aplastar la vida de las clases oprimidas. Esta realidad deja a Bella en un estado de tremendo desencanto. Ahora del otro lado de la sociedad de clases, se le revelan las opresiones en las que vivimos como clase desposeída de los medios de producción para satisfacer nuestras necesidades, quedando a la merced de las clases capitalistas (que velan por sus propios intereses capitales). La miseria en la que nos dejan se refleja en la precariedad laboral que nos obliga a aceptar las condiciones más humillantes y deshumanizantes; en ser pisoteadas o morir, en vender nuestro cuerpo para sobrevivir. Ese es el caso de Bella, quien por un periodo de tiempo pasa a ser trabajadora sexual.
Al vivir en carne propia la doble explotación de la mujer trabajadora (al no poseer los medios de producción y al ser tratada como propiedad privada del patriarca capitalista), Bella toma consciencia de las luchas e injusticias sociales… Y, sin embargo, para el acto final no se llega a comprender que la lucha por la liberación debe ser de clases. La liberación de Bella se torna agridulce ante mis ojos, pues después de lo vivido —por ella y por nosotros—, pareciera ser que su redención concluye en mantenerse en la vida burguesa, tal vez más liberal, pero que no deja de estar cargada sobre los hombros de la clase explotada (aquellos por los que alguna vez lloró Bella).
En vista de los procesos recientes de profunda agitación, radicalización y decepción hacia el sistema capitalista, Poor Things de Yorgos Lanthimos, se presenta como una película de tintes anticapitalistas, pero sin propuestas más allá del capitalismo. En realidad, esto no es cosa nueva. Las artes y las ciencias posmodernas imperantes mantienen discursos ilusorios hacia un proyecto reformista de capitalismo amigable. Esto es utópico. Los siglos de miseria histórica dentro del capitalismo lo sustentan.
Es hora de comprender la premisa dialéctica de Marx sobre el capitalismo como etapa histórica de la sociedad que ha llegado a su límite y nos está matando. En otras palabras, debemos luchar por la transición al Estado obrero y la economía socialista. En la arena del arte debe ser igual.
Poor Things es indudablemente una obra cinematográfica de grandes logros artísticos y técnicos en todas sus áreas de producción, pero el mensaje político de una liberación de los individuos sin cambiar la sociedad de clases no termina de cuajar (y no lo hará).
En el Manifiesto por un arte revolucionario e independiente (1938), León Trotsky y André Bretón explican que el derecho inalienable de los artistas es la libre elección, con lo que concuerdo y defiendo, pero también escribieron que el arte y el artista para liberarse deben ser revolucionarios, y para ello el arte «no puede dejar de aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad».
Políticamente necesitamos un arte combativo, comunista y revolucionario, no uno que nos aleje de la lucha contra el sistema de clases, abstrayéndonos en buscar el cambio en nosotros mismos.