La crisis está golpeando a la economía española y a las familias trabajadoras de una manera no vista antes. Sólo en los últimos 20 días del mes de marzo fueron destruidos 898.000 empleos. En el inicio de la crisis de 2008-2009 se necesitaron 100 días para destruir la misma cantidad de puestos de trabajo.
Según un informe citado por el Financial Times, la economía española va a ser la más golpeada de toda la UE con una caída del PIB en 2020 hasta un asombroso -15,5% y un déficit fiscal del 12,5% del PIB. Otras estimaciones más “optimistas” sitúan la caída en un -10% del PIB y un déficit fiscal del 10%.
Ya hay 3,5 millones de trabajadores desempleados inscritos en el SEPE, aunque la cifra real de parados podría superar los 4 millones. Este mes de abril se prevé una destrucción de empleo similar a marzo, a lo que deben sumarse los más de 3 millones de trabajadores acogidos a ERTES, que son desempleados temporales, aunque muchos de ellos perderán también su puesto de trabajo cuando finalicen los expedientes. Que el año termine con 5 millones de parados y una tasa de desempleo superior al 20% es una perspectiva muy probable.
Como sucedió en la crisis de 2008-2009, el grueso de los nuevos desempleados lo constituyen trabajadores temporales y con contratos precarios. Más aún, gracias a la reforma laboral del PP que este gobierno no se ha atrevido a derogar, ni siquiera sus artículos “más lesivos” como se había comprometido, los despidos son ahora más fáciles, rápidos y baratos de hacer que en 2008-2011; basta cualquier excusa para ello, fundamentada o no, y con una indemnización de 20 días por año trabajado o 33 días en los despidos improcedentes.
La burguesía española lo ha vuelto a hacer. En 2009 decían que había aprendido la lección, tras concentrar sus inversiones en el sector inmobiliario y la construcción en los 15 años precedentes, y que llegó a emplear la friolera cantidad de más de 4 millones de trabajadores. Hablaban de cambiar el modelo productivo y abandonar “el ladrillo”. Y lo hicieron, hasta cierto punto, pero para orientarse a otros sectores improductivos, de escaso riesgo y con trabajadores precarios, como la hostelería, el turismo y el comercio, que han sido los más afectados por la nueva crisis. El capitalismo español ha vuelto a mostrar su bancarrota.
Ante esto, Pablo Iglesias afirma que, a diferencia de la crisis de 2008-2009, este gobierno no dejará tirada a la gente. Cierto es que se han aprobado algunas medidas paliativas a favor de los trabajadores y desempleados en materia de gasto social, vivienda y suministros básicos que celebramos y apoyamos, aunque nos parecen limitadas e insuficientes; pero esta no ha sido una política exclusiva de un gobierno, como el español, de características progresistas. Medidas similares han sido tomadas en el resto de países capitalistas avanzados por gobiernos más moderados y hasta francamente reaccionarios, desde la Italia de Conte hasta los Estados Unidos de Donald Trump.
La clase dominante teme la lucha de clases
Y es que la clase dominante en todas partes teme un estallido social a causa de esta crisis y necesita contenerla todo lo que le resulte posible. Por eso hasta los neoliberales más recalcitrantes han defendido sin rechistar estas medidas en todos los países. Otra cosa es hasta cuándo podrán seguir soltando lastre.
No obstante, para compensar –lo mismo en España, que en Italia y en EEUU– la mayor parte de las ayudas públicas comprometidas (en torno al 80% del total, en todos los casos) van destinadas a rescatar empresas y a condonarles impuestos, ni más ni menos que como en 2008-2009.
Así, en relación al plan del gobierno de destinar hasta 100.000 millones de euros como avales en caso de créditos fallidos por las empresas, un informe de FEDEA, grupo de estudio patrocinado por el IBEX, reclama abiertamente con todo el cinismo del mundo el rescate de las grandes empresas por el Estado con este dinero, pese a las decenas de miles de millones que han amasado en beneficios durante estos años:
“Para las empresas grandes, posiblemente la alternativa adecuada sería utilizar inicialmente la figura de los avales, teniendo en cuenta que la solicitud de un crédito puede ser una prueba de que el empresario necesitaba el dinero”, explican los autores. “Posteriormente, se podría establecer un sistema de subvención ex post, en el que una parte (o incluso la totalidad) de la deuda adquirida por el impacto de las medidas de aislamiento social podría ser condonada vía ejecución del aval”. (Fedea plantea una futura condonación de la deuda avalada por el Estado para las empresas afectadas por el virus)
Además, los amigos de Fedea se apresuran a caracterizar de “despilfarro inútil” una renta básica universal, aunque sí ven tremendamente útil una renta de 100.000 millones a cargo del Estado para las empresas y los ricachones. Valiente caraduras.
Esta política de lanzar cientos de miles de millones de euros y dólares de dinero público en todos los países: a las empresas, autónomos, desempleados y trabajadores, es una medida de desesperación. Las deudas públicas han alcanzado ya su mayor magnitud en décadas. Ahora, con el nuevo endeudamiento, se elevarán hasta una altura estratosférica que las hará insostenibles a medio y largo plazo, en un contexto de crisis económica y estancamiento, donde las empresas podrán justificar el pagar menos impuestos por la falta de negocios y, por tanto, el Estado recaudará una menor cantidad de dinero.
En el Estado español, con un pago anual de 30.000 millones de euros en intereses de la deuda pública, un incremento de la misma en 25 puntos, pasando del 95% al 120% del PIB nacional, como se está hablando, implicará desembolsos adicionales de 6.000 millones de euros, y con una menor recaudación fiscal. Esto significará no sólo perpetuar las políticas de ajuste y austeridad, sino que provocará más recortes en el gasto público social: pensiones, vivienda, educación y sanidad. Esta es la cadena, de la que no hay escapatoria, que ata a cualquier gobierno progresista que acepta gestionar la crisis del sistema capitalista; esto es, preservar los negocios y beneficios de las grandes empresas y bancos.
Sánchez mismo lo reconoció en su alocución pública al país el sábado 4 de abril, cuando pidió expresamente disculpas a las nuevas generaciones porque iba a depositar sobre ellas la carga del pago de más deuda pública. Y ese es el punto: los mismos recortes que llevaron a las consecuencias desastrosas de esta epidemia de coronavirus, con la falta de recursos básicos, de equipamiento y de personal en la sanidad pública, volverán a repetirse en el futuro inmediato. Por su parte, los empresarios lanzarán alaridos de furia por sus “altos costes laborales”, y menores ventas, y exigirán más ataques a las condiciones laborales de los trabajadores para obligar al gobierno a no tocar ni una coma de la reforma laboral del PP. La clase dominante y el aparato del Estado alertarán del “peligro” de disturbios y violencia en las calles para obligar igualmente al gobierno a no tocar tampoco la ley mordaza, o como mucho hacerle sólo cambios insustanciales.
Es en este contexto que debemos situar la propuesta de Pedro Sánchez de reeditar unos nuevos “Pactos de la Moncloa” a nivel doméstico y un nuevo “Plan Marshall” a nivel europeo.
¿Qué fueron los Pactos de La Moncloa?
Hay que analizar qué hay detrás del intento del gobierno de reeditar unos nuevos «Pactos de la Moncloa» para salir de la crisis, detonada por la epidemia de coronavirus. Aquéllos fueron un elemento clave en la llamada “Transición” en los años 70 del pasado siglo, el pacto entre los herederos del régimen franquista y los dirigentes de la izquierda, Santiago Carrillo y Felipe González, para mantener el capitalismo español, desafiado por la acción revolucionaria de la clase trabajadora. Este acuerdo permitió a la gran burguesía y a su aparato de Estado mantener sus posiciones de dominio, a cambio de derechos democráticos formales que ya habían sido conquistados en la práctica por las masas trabajadoras en la calle.
Los Pactos de la Moncloa fueron la pata económica de la salvación del capitalismo español, a costa de la clase trabajadora en aquellos años. La pata más importante, la política, ya había sido preservada con la renuncia de los dirigentes del PCE y del PSOE al Socialismo y a la República, y al aceptar que Suárez liderara el proceso de transición participando en unas elecciones constituyentes semidemocráticas, las de junio de 1977, que tenían el objetivo de asegurar dicho resultado. Baste decir que, con todas las limitaciones democráticas habidas, los partidos de izquierda consiguieron el 43,1% de los votos y 144 diputados, pero la derecha (UCD y AP) consiguió la mayoría absoluta de diputados, 181, ¡con un número menor de votos, el 42,5%! Y esta fue la cámara parlamentaria que elaboró la Constitución que tenemos actualmente.
Una vez que los dirigentes del PCE y el PSOE, y con ellos los dirigentes de los sindicatos CCOO y UGT, habían aceptado el capitalismo, como mal menor, tenían que aceptar sus consecuencias, incluidos todos sus males, menores y mayores.
A mediados de 1977, la crisis económica en el Estado español, en un contexto de crisis internacional, reflejaba los límites del capitalismo para seguir desarrollando las fuerzas productivas. El cierre de miles de empresas, que al final del año dejó un saldo de más de un millón de parados, además de demostrar la debilidad del capitalismo español reflejaba la auténtica huelga de inversiones de la patronal y el robo de riqueza del país mediante la fuga de divisas, centenares de miles de millones de pesetas, a Suiza y otros países.
En medio de una profunda crisis, igual que hoy, existía una competencia feroz entre las diferentes burguesías por los mercados, y las economías menos competitivas como la española salían peor paradas. Los capitalistas españoles se mostraban totalmente incapaces para hacer frente a la situación.
La inflación llegó al final del año al 30%, aunque en los meses de junio y julio la inflación interanual alcanzaba el 47%.
En junio, después de las elecciones, Suárez devaluó la moneda nacional, la peseta, un 20% para estimular la exportación. Pero esa medida, en un contexto de estancamiento de la producción, lo que hizo fue aumentar el precio de las importaciones, espoleando más la inflación. La devaluación sólo tenía sentido si iba acompañada de un plan de ajuste, que congelara los salarios y aumentara la tasa de beneficios capitalista para destinarla a la inversión. Pero el problema de fondo era la escasa competitividad de la economía española por la falta de inversiones para modernizar su tecnología. En la medida que no estaban dispuestos a hacer esto, la única alternativa pasaba por atacar los salarios y el nivel de vida de la de la clase obrera.
Por esta razón, la burguesía buscaba incansablemente un pacto social favorable a sus intereses. El problema era la fuerza del movimiento obrero, que todavía entonces era una fuerza formidable. Un ataque frontal al nivel de vida de los trabajadores, en aquellos momentos, haría crecer la tensión social a niveles insoportables para el sistema; por lo que era fundamental para la burguesía conseguir el apoyo y la colaboración de los dirigentes obreros para sus planes.
Durante los meses de agosto y septiembre de 1977, el Gobierno tuvo todo tipo de reuniones con partidos y sindicatos. Aunque el acuerdo incorporaba propuestas y reformas de todo tipo: económicas, sociales, políticas, jurídicas, etc. las más relevantes eran las primeras, pues las otras simplemente se limitaban a dotar de una fachada democrática las corroídas estructuras del aparato de Estado franquista y a su legislación reaccionaria, sin depurar a su personal.
Finalmente se alcanzó un acuerdo, llamado “Pactos de la Moncloa”, por firmarse en la sede del Gobierno. En lo que a medidas económicas se refiere, lo más destacado era lo siguiente: crecimiento salarial en virtud de la inflación prevista por el Gobierno, ¡y no de la inflación real!; congelación de los gastos públicos y reducción del déficit público; reforma y flexibilización de las relaciones laborales, que se concretaba en poder despedir al 5% de la plantilla si los aumentos salariales superaban los topes firmados (lo que significaba introducir el despido libre); que el Estado incrementara su financiación de la Seguridad Social del 3,5% al 20% reduciendo la parte de la aportación patronal, en un plazo de 5 años; se introducían por primera vez los contratos temporales para los jóvenes, y una tímida reforma fiscal. Los dirigentes del PSOE, PCE y CCOO apoyaron totalmente este pacto. La UGT inicialmente se opuso, reflejando la presión desde abajo.
Por supuesto, los partidos burgueses firmaron entusiasmados el pacto, comenzando por la UCD de Adolfo Suárez y los nacionalistas burgueses vascos y catalanes. Curiosamente, la Alianza Popular de Fraga Iribarne (antecesora del PP) no firmó el acuerdo político que incorporaba algunas reformas democráticas a las estructuras estatales, ¡pero sí firmó el acuerdo económico! Valga este dato para caracterizar el contenido de estos Pactos de la Moncloa. Para situar al lector más joven, hay que decir que, en aquellos años, la Alianza Popular de Fraga estaba más cerca entonces, en su ideario político y discursos, del Vox de Abascal que del PP de Casado hoy. Eso lo dice todo.
La oposición de los trabajadores fue mayoritaria. Durante todo el mes de noviembre se celebraron en las principales ciudades españolas manifestaciones contra el Pacto de la Moncloa, en defensa del nivel de vida y contra el aumento del paro, convocadas por UGT y otros sindicatos. Incluso, muchas secciones sindicales de CCOO votaron en contra de los Pactos de la Moncloa.
Los dirigentes obreros hicieron todo lo posible por desmovilizar y desilusionar a los trabajadores: «Ahora que estamos en democracia, tenemos que arrimar el hombro para sacar adelante el país; tenemos que colaborar para no provocar a los militares», etc., eran los argumentos que se utilizaban. Los planes económicos que la burguesía fue incapaz de aplicar al final de la dictadura lo estaba haciendo ahora con la “democracia”. Y para ello contaban con la colaboración de los dirigentes de la izquierda.
Carrillo declaraba: «Con estas medidas, en 18 meses acabaremos con la crisis». La realidad fue que, al cabo de 18 meses, el paro superaba el millón y medio y el poder adquisitivo de los trabajadores seguía reduciéndose.
Al final, la dirección de UGT estampó su firma en el pacto, y los efectos en el nivel de vida de la clase trabajadora no se hicieron esperar. Al final de 1977, los trabajadores perdieron un 10% de poder adquisitivo.
Este sería el primero de una serie de pactos sociales que, lejos de reducir el paro, sólo sirvieron para mantener las tasas de beneficios de los capitalistas, reducir el nivel de vida de las masas y desmoralizar a la clase trabajadora, que veía cómo una transformación profunda de la sociedad, que estaba al alcance de su mano, se perdía irremisiblemente por culpa de la política de colaboración de clase de sus dirigentes.
Ni “pactos” ni “consensos”, por una política socialista a favor de la clase trabajadora
Hoy, la situación económica y social que se avecina en el Estado español es aún peor que la de 1977. Cada crisis ha dejado a los trabajadores con menos derechos y peores condiciones. El gobierno, incluso antes de la pandemia, ya había renunciado a derogar la última reforma laboral del PP, menos aún la va a derogar en esta situación. Habrá una enorme deuda pública que pagar, y los empresarios airearán sus balances y dirán “¡no tenemos beneficios!”. Así, pues, ¿qué margen habrá para dar concesiones a los trabajadores? ¿Qué ganará la clase obrera con un nuevo pacto social, donde su base será sostener la economía de “libre mercado”, es decir la propiedad y el beneficio privado de los ricachones?
Claramente, la idea de unos nuevos “Pactos de la Moncloa” no ha venido de la Moncloa misma, sino de los despachos del Ibex35 ¿Y por qué? Porque se prepara un ajuste brutal que puede detonar una lucha de clases no vista en décadas. La burguesía quiere asegurarse de que el gobierno y los sindicatos sujeten y controlen a la clase obrera y la hagan aceptar la política de ajuste que se viene. Los dirigentes reformistas, que no ven más horizonte que el capitalismo, se resignan a aceptarlo. La derecha, por sus cálculos políticos egoístas se niega a entrar por el aro, esperando que el gobierno se achicharre con la crisis y lidie con el malestar social, a la espera de que llegue su momento. Pablo Iglesias, por su parte, dice que no tiene objeciones a dichos pactos, siempre que se garanticen “los derechos sociales” de la Constitución. Pero, vamos a ver; esos derechos se supone que están garantizados ¡en la ley suprema! Y si no se cumplen es sólo por una razón: porque es un engaño, fueron escritos justamente para engañar a las familias trabajadoras. Pensar que el pleno empleo, la vivienda, las pensiones, la educación y la sanidad para todos pueden “blindarse” en medio de una crisis tan profunda como ésta sólo con reuniones de despacho, y sin una lucha feroz en la calle, es la peor de las utopías.
Unidas Podemos ha llegado finalmente a una encrucijada. Tiene la opción de romper cualquier compromiso que la ate a colaborar en tal política de ajuste, al precio incluso de abandonar el gobierno: o atarse de pies y manos y acompañar al PSOE de Sánchez al abismo, como hizo Zapatero en 2009, haciendo el trabajo sucio a los empresarios y banqueros, para luego ser echado sin contemplaciones de la Moncloa para dar paso a un gobierno reaccionario de la derecha. Unidas Podemos tiene que tomar una decisión, y el tiempo se acaba.
Independientemente de lo que haga finalmente la dirección de UP, los sindicatos y los movimientos sociales tienen que oponerse firmemente a un nuevo pacto social, y pasar a la movilización activa contra el mismo en caso de que se alcance. Las secciones sindicales deberían organizar asambleas y aprobar resoluciones contra cualquier intento de las cúpulas sindicales de implicarse en el mismo.
Hay que exigir al gobierno que rompa cualquier compromiso con la burguesía y atienda las necesidades de la mayoría de la sociedad, que se dote de una verdadera política socialista, en base a un programa que proponga un plan de rescate social. Los apoyos parlamentarios están. La izquierda estatal y nacionalista tienen la mayoría absoluta del parlamento. Por nuestra parte, entendemos que este programa socialista debería contener, al menos, las siguientes medidas que proponemos:
- Derogación inmediata de la reforma laboral del PP y de la Ley Mordaza.
- Ningún despido ni cierre de empresas. Reducción de la jornada y de la semana laboral. Reparto del trabajo entre los brazos existentes. Nacionalización sin indemnización de toda empresa que cierre o despida trabajadores.
- Ningún contrato precario, todos fijos y en plantilla.
- Control obrero en las empresas, que se abran los libros de cuenta para que los trabajadores inspeccionen que se hizo con todos los beneficios acumulados del periodo anterior.
- Salario mínimo de 1.200 euros – Subsidio de desempleo para todos los parados igual al SMI, independientemente del tipo de contrato y de las cotizaciones acumuladas.
- Completa separación de la Iglesia del Estado. Que la Iglesia pague sus impuestos. Ninguna subvención. Esto reportaría al Estado 11.000 millones de euros anuales, el 1% del PIB, el equivalente a los recortes anuales en sanidad y educación desde 2008.
- Ninguna subvención a las medianas y grandes empresas. Aumento de impuestos a las grandes fortunas y empresas. Esto reportaría al Estado decenas de miles de millones de euros anuales.
- Vivienda para todos a precios y alquiler asequibles, no más del 10% de los ingresos familiares. Para ello, expropiar el fondo de viviendas del SAREB, de los fondos buitre, socimis, bancos e inmobiliarias. Nacionalización sin indemnización de las grandes constructoras parásitas y corruptas (los Florentino Pérez, Villar Mir, Entrecanales, del Pino, Koplowitz, etc.) para iniciar un plan masivo de construcción de vivienda social.
- Nacionalización sin indemnización de todas las empresas de energía y servicios sociales para garantizar suministros a todos a precios de coste.
- Que el pueblo posea y controle la riqueza del país, con la nacionalización de las 100 grandes empresas que cotizan en la Bolsa de Madrid, incluido el IBEX35.
- Nacionalización de la banca sin indemnización para disponer del medio billón de euros que atesoran del dinero de todos, para financiar un verdadero programa de reconstrucción social a todos los niveles: sanidad, educación, cultura, servicios sociales, infraestructuras útiles, etc.
- No pagar la deuda pública. Todos los recursos del país para satisfacer las necesidades sociales y no para alimentar a los buitres financieros y organismos imperialistas.
- Fuera la monarquía corrupta y parásita. Depuración completa del aparato del Estado neofranquista (ejército, policía, guardia civil, judicatura). Derecho de autodeterminación para las nacionalidades históricas: Catalunya, Euskadi, Galicia.
- Por una federación voluntaria y en pie de igualdad de las Repúblicas Socialistas Ibéricas.
La crisis actual del capitalismo no es una crisis normal, es una crisis orgánica, insoluble. Amenaza con conducir a la clase obrera en todos los países a niveles no visto de degradación, y también de barbarie. No podemos aceptarlo. La clase trabajadora es la única clase auténticamente creadora y progresista de la sociedad. Los grandes empresarios representan, en cambio, la destrucción y la reacción. La clase obrera española tiene que acometer sus tareas históricas. De lo que se trata es de romper con el sistema capitalista y de que los trabajadores asuman el poder, expropiando al gran capital, barriendo a un lado la deuda pública impagable, y haciendo un llamamiento internacionalista a la clase obrera europea y del mundo para que sigan su ejemplo. Esta es la única perspectiva realista por la que debemos luchar para escapar de la catástrofe a la que nos conduce el capitalismo.
*El autor es miembro de Lucha de Clases, sección española de la Corriente Marxista Internacional