Si algún crédito se le puede dar a Alberto Fujimori, fue el de inventar un nuevo tipo de dictadura: una dictadura del siglo XXI. Lejos quedaron esas épocas donde, para instaurar una dictadura, se tenía que entrar a la fuerza. Él entró democráticamente y poco a poco acaparó todas las instituciones del Estado y medios de comunicación para que trabajaran a su favor. Y esto ya lo están copiando gobernantes actuales como Milei o Bukele. Entonces, podríamos analizar su gobierno desde distintos puntos.
Lucha de clases y neoliberalismo
Para fines de los años 80, el Perú llegó a tener una inflación del 2000%, escasez de productos y alta burocracia, fruto del desastroso gobierno socialdemócrata de Alan García. En las elecciones de 1990, un desconocido Fujimori llegó al poder, previa contienda en segunda vuelta con Mario Vargas Llosa. Este último, un conocido literato y candidato de la derecha, propuso un shock económico para poder levantar el país, algo con lo que estaban de acuerdo los economistas de la época. Fujimori en campaña prometió no hacerlo, pero una vez llegado al poder implementó un paquete de reformas neoliberales conocido como el «Fujishock» y disparó una ráfaga de decretos que incluyó: la liberalización de la economía, privatizaciones masivas (remate de empresas estatales a un precio menor que el del mercado), eliminación de derechos laborales como facilitar el despido y recortes al gasto público. Esto fortaleció el poder de la burguesía (empresarios y élites económicas) a expensas de la clase trabajadora y campesina. Al privatizar empresas estatales, Fujimori permitió que los recursos estratégicos del país quedaran en manos privadas.
El Estado como instrumento de represión
Durante el gobierno de Fujimori, se fortalecieron los aparatos represivos del Estado, especialmente en el contexto de la lucha contra Sendero Luminoso y el MRTA. Si bien se logró reducir la violencia de esos grupos maoístas, esto se hizo a través de la concentración del poder en el Ejecutivo; violaciones a los derechos humanos de guerrilleros y campesinos y trabajadores que no tenían ningún lazo con estas guerrillas, además de un fuerte control autoritario. Esto fue el fiel reflejo de cómo el poder político puede utilizarse para proteger y mantener las estructuras económicas capitalistas, suprimiendo cualquier amenaza revolucionaria que busque desafiar ese orden. Fujimori implantó un terrorismo de Estado, lo que provocó que los proletarios dejaran de hacer política por temor a ser tildados de terroristas. Y hasta ahora se sigue acusando de terrorista a cualquier grupo o colectivo que busca defender sus derechos y osa a alzar su voz de protesta.
Consolidación del capitalismo global
Fujimori promovió la apertura del mercado peruano al capital extranjero siguiendo las órdenes del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial. Esta subordinación a intereses globales podría interpretarse como una forma de neocolonialismo, porque los recursos y la fuerza laboral del país se explotaron para el beneficio de empresas multinacionales, beneficiando la economía extractiva con un nulo desarrollo interno que permitiera mejorar la situación de la clase obrera y campesina. Los dueños eran extranjeros en su mayoría y la burguesía parasitaria, como los llamaba Mariátegui, se dedicó al comercio y la intermediación, sin interés en establecer una industria nacional.
Desigualdad económica
Sus defensores indican que Fujimori estabilizó la economía y redujo la hiperinflación, y lo hizo, pero a un alto costo social. La pobreza extrema y la desigualdad persistieron (incluso se puede decir que aumentaron), y las condiciones de vida para los sectores menos favorecidos de la sociedad se mantuvieron igual.
Alienación y desesperanza
El campesino escucha, espera, y ya no espera nada. Lo que antes era frustración ha dado paso a indiferencia. El Congreso fujimorista fue una maquinaria que solo sirvió para que unos pocos sigan en el poder, beneficiándose de leyes a medida, de tratos opacos y de lobbies que ni siquiera se molestan en disimular. Para el campesino, fue un teatro del absurdo: mientras ellos discutían si sus sueldos les alcanzaban para pagar sus lujos, el campesino siguió sobreviviendo día tras día, con lo justo, y a veces con menos que eso. Porque la alienación no sólo es económica, como todos piensan, también es política y social.
Paternalismo populista
Lo más trágico no es el descaro, sino la resignación. ¿Cómo llegamos a un punto donde la corrupción, las matanzas y las injusticias son parte de la cotidianidad? Pese a los crímenes que cometió el régimen fujimorista, aún hay quienes en el campo lo defienden. Se aferran a los recuerdos de las ollas comunes, de los regalos populistas, de esa imagen paternalista de un «Chino» que, con una sonrisa, les daba la mano mientras con la otra robaba el futuro de una nación. Se quedaron en esa ilusión, en esa añoranza, y no ven, o no quieren ver, lo que se esconde detrás de esos gestos calculados.
Si algo nos ha enseñado esta tierra es que, por más dura que sea la realidad, siempre hay espacio para la resistencia. Nos toca organizarnos, prepararnos y reclamar lo que nos pertenece. Porque si seguimos callados, si seguimos esperando que algo cambie desde el Congreso o el Gobierno, solo estaremos alimentando un ciclo que parece no tener fin. Porque, como dijo Marx en el Manifiesto Comunista «El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa».