Los últimos cuatro años, desde las elecciones presidenciales de 2018, han visto grandes cambios en la escena política mexicana. Merced de la debacle de las políticas antiobreras de las tres décadas anteriores, Morena, el actual partido en el gobierno (emergido en 2014), ha cosechado la victoria electoral en la mayoría de los Estados que se han disputado desde entonces (gobernando ellos y sus aliados ahora 20 de las 32 entidades federativas), además de que mantiene la mayoría en ambas cámaras legislativas, en alianza con el PT y el PVEM (sobre el asalto de la derecha a su dirección y la burocratización de Morena ya hemos publicado otros artículos). Mientras tanto, a instancias del empresario Claudio X. González, los partidos de oposición buscaron alguna solidez en la coalición Va por México, que les ha rendido magros resultados: el PAN ha podido retener 6 gubernaturas, mientras que el PRI quedó reducido a dos y el PRD, del que se escindió Morena, está al borde de la desaparición. Sin embargo, la reciente propuesta del PRI para ampliar la operación de la Guardia Nacional hasta 2028 ha disuelto —al menos por ahora— a la alianza opositora y en el centro de esta ruptura se encuentra el presidente nacional de dicho partido: Alejandro Moreno Cárdenas, conocido como Alito.
Originario del Estado de Campeche (1975), por el que fue primero senador (2006-2011) y luego gobernador (2015-2019), Alito, actualmente diputado federal por representación proporcional (desde 2021), asumió la presidencia del PRI en agosto de 2019, teniendo la tarea de sacar a flote al partido que tuvo la hegemonía política en México durante la mayor parte del siglo XX; desacreditado por completo luego del gobierno de Enrique Peña Nieto como presidente del país (2012-2018). En los últimos años, el PRI no hizo sino encogerse, perdiendo un gobierno estatal tras otro, incluyendo sus bastiones históricos, en los que no había alternado la administración desde las postrimerías de la Revolución mexicana, como el Estado de Hidalgo, que perdió frente a Morena en este año. Los únicos dos Estados que aún gobierna, Coahuila y el Estado de México, tendrán elecciones para gobernador el año entrante, en las que este partido se juega su viabilidad. Los pobres resultados del PRI, por añadidura, lo habían colocado a la saga del PAN en el marco del frente opositor.
En este contexto de derrotas para el PRI, y en medio de duras críticas al interior del mismo, Alito se convirtió en el eslabón más débil de Va por México cuando la actual gobernadora de su natal Campeche (desde 2021), Layda Sansores (de Morena), empezó a publicar —semanalmente— grabaciones de las conversaciones privadas del líder priísta, en las que exhibía las prácticas corruptas que históricamente fueron el sello de su partido, como la compra del voto, la coerción de periodistas, las amenazas contra proveedores de mercancía promocional, la triangulación de recursos privados para campañas políticas, el tráfico de fotografías íntimas a cambio de diputaciones plurinominales, lavado de dinero, etc. Estas revelaciones no fueron investigadas ni sancionadas por el Instituto Nacional Electoral, cuyo presidente, Lorenzo Córdoba, participa oficiosamente de la alianza opositora y mantiene una confrontación abierta con el Gobierno Federal, obstaculizando sus iniciativas de consulta popular. No obstante, luego de que los partidos de oposición defendieran los intereses de las compañías extranjeras transnacionales contra la reforma de la ley eléctrica propuesta por el presidente Andrés Manuel López Obrador, este año, los trabajadores se cobraron dicho revés en las urnas y las grabaciones de Alito sólo mermaron más la demacrada credibilidad del PRI.
Si bien a lo interno de su partido emergió una corriente disidente pidiendo la renuncia de Alito (en razón de las derrotas electorales sufridas por el PRI), el resto del frente opositor se arrojó en su defensa frente al escándalo público por sus grabaciones. Alito reafirmó su intención de seguir al frente su instituto político hasta 2024 y aseguró que las grabaciones que lo incriminan forman parte de una campaña de persecución en su contra por parte del presidente, emprendiendo incluso una desangelada gira de denuncia internacional en la Organización de las Naciones Unidas y la Organización de los Estados Americanos. Luego de haber fallado en su intento de arrebatar a Morena la mayoría legislativa en las elecciones de 2021, Va por México arropó a Alito bajo la consigna de la unidad a toda costa, con miras a la próxima elección presidencial, que se celebrará en 2024. Sus perspectivas, sin embargo, no son halagüeñas, pues su actitud de crítica a ultranza contra el gobierno de AMLO no hace sino provocar el desdén de la clase trabajadora, que apoya masivamente las reformas y programas sociales de la llamada Cuarta Transformación y tiene fresco el recuerdo de los ataques en su contra por parte de los anteriores gobiernos del PRI y del PAN.
La iniciativa presidencial que más recientemente ha enfrentado la resistencia del bloque opositor —y de los sectores advenedizos de la derecha en Morena— es la de la participación del ejército en las tareas de seguridad interior, mediante la formación de la Guardia Nacional. Dicha propuesta obedece a la infiltración del crimen organizado en la Policía Federal, en el marco de la guerra contra el narcotráfico emprendida por el gobierno del panista Felipe Calderón (2006-2012), cuyo secretario de seguridad, Genaro García Luna, está actualmente preso en los EE. UU., acusado de tener vínculos criminales, y que llevó a la disolución de dicho cuerpo policiaco en diciembre de 2019. Es cierto que esta iniciativa es un paso más hacia la militarización del país, a favor de la Secretaría de la Defensa Nacional, que sólo por ahora está al servicio de un gobierno identificado con la izquierda, pero que eventualmente puede ser utilizada por la derecha para reprimir la protesta de los movimientos sociales, como ya lo ha hecho repetidamente a lo largo de su historia, reafirmando su vocación como un organismo esencial del Estado burgués. No obstante, la crítica de la oposición en su contra es en suma hipócrita, ya que aquélla se ha servido del ejército desde el gobierno siempre que ha querido, en defensa del orden social que sirve a la clase explotadora.
Si bien durante su última campaña electoral el presidente López Obrador hizo eco de la sentida demanda social de devolver a los militares a sus cuarteles (misma que fue abanderada por los distintos sectores de la izquierda desde que la guerra contra el narco empezó a hacer estragos en la sociedad, disparando inusitadamente la violencia en el país), al iniciar el nuevo gobierno, la Sedena hizo sentir su peso como un Estado dentro del Estado, negándose a retroceder, y AMLO terminó por concederle un gran poder económico al hacerla participar en las obras de infraestructura más emblemáticas de su gobierno, como la construcción del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (emplazado junto a una base de la Fuerza Aérea, en Santa Lucía, Edomex), entre otras. Las bases simpatizantes del presidente apoyan ésta, como sus demás iniciativas, pero pocos reparan en la acelerada descomposición interna de su partido, que será un gran lastre para el próximo gobierno de Morena y que puede hacer crisis en el próximo sexenio (2024-2030). Los prejuicios reformistas de la 4T le cierran el paso a cualquier alternativa distinta a la militarización para enfrentar la emergencia de seguridad que heredó de los gobiernos anteriores, como la que representaron las autodefensas ciudadanas y las guardias comunitarias durante el gobierno de EPN, que probaron ser más efectivas que el propio ejército para hacer retroceder a los grupos del crimen organizado.
De esta suerte, luego de haber conseguido una suspensión judicial contra la revelación de las grabaciones de sus llamadas personales y de que la misma fuera revertida por un amparo interpuesto por la Gobernadora Layda Sansores, cercado y conocedor de que puede perder el fuero que lo protege como diputado federal, Alito Moreno salió en defensa de la iniciativa de la diputada de Yolanda de la Torre, de su propio partido, para mantener al ejército en las calles hasta 2028, que podría destrabar las restricciones actuales de la política del gobierno en materia de seguridad, a la que la oposición ha atacado, como ataca sistemáticamente a todas las políticas de AMLO. Incluso la gobernadora de Campeche anunció que cesaría por ahora la publicación de las grabaciones del líder priísta, para no entorpecer la investigación de las mismas por la Procuraduría General de la República. Y aunque el PRI de Alito asegura actuar en interés de la seguridad de los ciudadanos, su reciente iniciativa ha sido interpretada por los partidos con los que hasta ahora estaba aliado como una señal de cercanía con el presidente y en los hechos a fracturado a Va por México, provocando protestas de Marko Cortés y Jesús Zambrano, presidentes del PAN y del PRD, respectivamente, tan airadas como impotentes.
Este desenlace ya había sido sugerido por AMLO durante sus conferencias matutinas y tuvo un antecedente en la invitación del presidente para que el PRI se uniera a la defensa de su reforma de la ley eléctrica, que no pudo aprobarse íntegramente al requerir de una mayoría calificada (dos tercios de la votación) y que así pudo ser bloqueada por la oposición en el Congreso de la Unión. El presidente López Obrador apela al pasado nacionalista del PRI (del que él mismo se separó como integrante de la corriente democrática que se uniría con la izquierda tradicional para formar al PRD, en 1989), pero el argumento más convincente para Alito es la perspectiva de mantener su propia impunidad. Si el actual gobierno ha operado políticamente para granjearse el apoyo del PRI (que merece, a los ojos del pueblo mexicano, un lugar especial en el basurero de la historia), brindándole aliento, ésta no sólo es una lamentable señal de pragmatismo (que el obradorismo justificará puntualmente), sino también una nueva consecuencia de su orientación reformista.
Golpeada duramente por la propaganda capitalista que sobrevino tras la caída del Muro de Berlín (1990), una gran parte de las expresiones políticas de la izquierda, y en especial sus vertientes electorales, renunciaron al objetivo de la transformación radical de la sociedad para apuntar a tímidas reformas en el marco de la sociedad burguesa; fenómeno que no es nuevo, aunque se acentuó al finalizar el siglo XX. No hay duda de que en la medida —limitada— en que ha podido aplicar su programa político, las reformas de AMLO han sido positivas para las masas de explotados y merecen respaldo, pero en la medida en que no ha movilizado su enorme base de apoyo con un programa más audaz, éste gobierno no sólo no profundiza, sino que ni siquiera puede garantizar la continuidad de la transformación que se propone realizar, arrastrando las mismas limitantes ya observadas en los otros gobiernos progresistas de América Latina, que han sufrido no pocos descalabros. Pero la crisis mundial del sistema capitalista, desatada en 2008 y agudizada por la pandemia del COVID-19 y sus efectos económicos, exige la superación revolucionaria de las relaciones sociales vigentes, no sólo en el terreno de las conciencias, sino en el plano concreto de la organización productiva; no conciliando entre la clase explotada y la explotadora, sino aboliendo la explotación misma. De otro modo, individuos como Alito Moreno seguirán siendo miserables objetos de discordia.